Manuel Ángeles Ortiz
Ángeles Ortiz, Manuel
Autora: Eva Díaz Pérez
AGUAFUERTES DE LA MEMORIA
El artista nacido en Jaén y cuya infancia y juventud se desarrolla en Granada realizó una obra pictórica en la que se resume una curiosa interpretación del alma de Andalucía. Manuel Ángeles Ortiz, gran amigo de Lorca y Falla, formó parte de la Escuela Española de París. Fue el autor del cartel del Festival de Cante Jondo que se celebró en Granada en 1922, participó en La Barraca de Lorca y se integró en la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la Guerra Civil. Tras el conflicto bélico, es internado en un campo de concentración francés del que es liberado por Picasso. París y Buenos Aires serán las ciudades de su exilio. Finalmente, regresará a Granada en viajes breves durante su exilio parisino para recrear la ciudad de su infancia en sus más notables series pictóricas.
Qué embrujador, gozoso y terrible puede ser el encuentro con la memoria. Manuel Ángeles Ortiz recordaba las confiterías de Granada; las voces rotas de los cantaores; el salón de la princesa de Polignac donde representaron El Retablo de Maese Pedro, de Falla; las juergas noctámbulas en un París desaparecido; el color de la laguna de Nahuel Huapí en la Patagonia. Todo eso era su vida, pero ahora regresaba al origen. Y se quedaba con una imagen, una idea, un lugar: el Albaicín granadino, que en su cuadro se convertía en una confabulación de mágicos geometrismos planos.
La memoria es caprichosa. En la última tarde de su vida, Manuel Ángeles Ortiz recordó el Albaicín. En París, su querido París, ciudad de su revoltosa juventud, caía la tarde. Y él sabía que era la última. Su vida pasaba veloz por delante, pero al final se quedaba con su serie pictórica del Albaicín, aquella galería de pinturas que retrataban el lugar más querido, aquel lugar al que había regresado después de su exilio.
«Mis ‘Albaicines’ se asimilan a los mosaicos de la Alhambra, mis puestas de sol granadinas a trajes de torero». Los Albaicines son, en efecto, mágicos trallazos en los que estuviera resumida el alma de Granada. El pintor los repetiría incansable hasta agotar todos los rincones de su memoria. Estas variaciones del Albaicín son como un mecanismo destripado de la memoria de un desterrado. «Sí, podría repetirlo sin fin, si así no fuera ejemplo de loco. ¿No es así la naturaleza?».
La infancia de Manuel Ángeles Ortiz es Granada, aunque nació en Jaén en el barrio de la Magdalena en 1895. El pintor también recreó su ciudad natal y, en especial, la hermosa catedral de Jaén. Cuántas veces recordaría su perfil sereno en las largas tardes de su exilio.
La juventud de Manuel Ángeles Ortiz está unida a la de los grandes personajes de aquella Edad de Plata. José Bergamín decía que pintaba como García Lorca escribía. En efecto, los dos fueron grandes amigos. Manuel Ángeles Ortiz habría de contemplar en muchas ocasiones la fotografía en la que ambos posan alegres en una Granada de 1925. También el célebre retrato que hizo a su amigo muerto. En sus últimos años, los retratos de Manuel Ángeles Ortiz eran una inquietante galería de desaparecidos.
Ortiz y Lorca fueron los impulsores junto con Manuel de Falla del Festival de Cante Jondo organizado en Granada en 1922. Ése no fue un buen año para el pintor. En enero, murió su mujer a los 19 años. El cartel que Ángeles Ortiz realizó para el espectáculo resume el ánimo de un hombre que había quedado roto y a cargo de una hija. El dibujo representa un corazón que sangra y que está perforado por un ojo tristísimo. Parecía que el pintor se había dibujado por dentro.
Manuel Ángeles Ortiz se había iniciado en el taller de José Larrocha en Granada y, más tarde, seguiría en el de Cecilio Plá en Madrid. Después, en 1922, se instalaría algún tiempo en París, donde vive una de las épocas más hermosas de su vida formando parte de la llamada Escuela Española de París con Picasso, Miró, Gris, María Blanchard, Vázquez Díaz, Benjamín Palencia, Francisco Bores o Maruja Mallo.
A su estudio de la Rue Vercingérotix llegan las postales felices de sus amigos en España. En ese mismo lugar se suceden notables juergas similares a las que celebraban cuando viajaba a Madrid. Alberti recuerda en La arboleda perdida las que tenían lugar en el círculo noctámbulo que se reunía en casa de Neruda: «Allí se rendía al más fervoroso culto al tinto, al chinchón y al whisky, mezclado con las bromas, relatos y escenas teatrales, representadas sobre todo por Federico García Lorca y Acario Cotapos, un genial compositor chileno. (…) Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban además el pintor Manolo Ángeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Raúl González Tuñón, el escultor Alberto, Pepe Caballero y el recién llegado de Alicante Miguel Hernández».
Pero todo pasará y llegará la guerra. El pintor se integra en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Aún está reciente el asesinato de su amigo García Lorca. Las noches de guerra están llenas de imágenes de ese surrealismo lírico que tanto le gustaba. En los sueños se aparece Lorca vestido de barraco, recorriendo los caminos de España con aquel «carro de la farsa con motor de explosión», según decía el himno que improvisaba el poeta en aquellos años de las Misiones Pedagógicas.
Aquella noche de 1923...
El trabajo de Ángeles Ortiz en La Barraca inspirada por Lorca tenían un brillante precedente. Fue en París en 1923 con motivo del estreno de El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, en casa de la princesa de Polignac. Los decorados y figurines eran de Manuel Ángeles Ortiz. El pintor jamás olvidó aquella noche. Con el tiempo, también realizaría escenografías para Satie o Poulenc.
Al terminar la guerra, el pintor no tendrá más remedio que optar por el exilio. Termina, como tantos desterrados, en uno de los campos de concentración que Francia había preparado para albergar a los refugiados republicanos. El artista enferma de disentería, fruto del mal estado en el que se encuentran los apresados. Parece que está cercano el fin. Los días amanecen estrenando nuevos muertos.
Sin embargo, Manuel Ángeles Ortiz es rescatado por su amigo Picasso. Así, se instala durante algún tiempo en París. Luego se traslada a Buenos Aires para residir poco después en un lugar perdido de la Patagonia, a orillas del lago Nahuel Huapí. Son años muy fructíferos.
En 1948, regresará a París. Pero dentro tiene una llaga: la de la memoria. No se lo pensará y visitará España y, en especial, Granada. De esta época son sus series sobre el Albaicín, el homenaje al Greco, las visiones de la Alhambra. Todo ese mundo que tenía dentro desde hacía años.
Aquella tarde de 1984 en la que el artista fallece en París, la serie de los Albaicines poblaría sus últimos recuerdos como símbolo del alma de una ciudad: «Esa increíble ciudad de prodigio que de pequeño miraba, la recuerdo con olor acalorado a campo y a sus cármenes».
ANDALUCÍA ATRAPADA EN EL CUBISMO LÍRICO
«Mirar ahora a cuando empecé a pintar, me parece una larga trayectoria de historia lejana». Los memoriales de los exiliados son como cuadernos en los que regresaran a la infancia, a un tiempo perdido hace mucho tiempo. Saben que sin recordar no son nada, porque la única patria que les queda es el recuerdo.
Manuel Ángeles Ortiz se adaptó bien al exilio. Era un hombre viajado y desde joven se había instalado en París, donde murió. Pero España estuvo siempre dentro. De su infancia, que al final es lo que arrastra a estos pasajeros en tránsito, tenía un recuerdo clarísimo: las confiterías de Granada. «Las confiterías de mi infancia eran prodigiosas; me desorbitaba por comer dulces que hacían las monjicas y ansiosamente briboneaba de comilones a punto de tener necesidad cada semana de tomar aceite de ricino».
Ángeles Ortiz fue un niño glotón, siempre empachado, curioso, extasiado ante la sorpresa del mundo. Un niño que recorre Granada garabateándola. Granada será un garabato en su recuerdo. «Menos saber andar, ella me dio todo: en ella hice la escuela y en ella tuve mi primer profesor de pintura. Como mi hacer era de travesuras, distracción y garabatos, las notas del colegio eran más bien mediocres, y en mi casa me castigaban por garabatear».
El niño seguirá garabateando con maestría durante toda su vida hasta conseguir un cubismo lírico que le servirá para mostrar su concepción del mundo: geometría más luz más poesía.
Andalucía siempre estuvo en el corazón del artista. En sus linografías, aguafuertes y litografías se esconde agazapado el recuerdo. Andalucía está en sus cuadros de los cipreses de Granada, en la misteriosa Alhambra o incluso en el pez que salta del agua y que sirvió como símbolo de la emblemática revista Litoral.
En 1973, Ángeles Ortiz escribió el texto Relato breve en idea de un retrato, rescatado recientemente por El Maquinista de la Generación. En esta evocación memorialística, el pintor recordaba un paseo por las afueras de Almuñécar. «Pregunté a un arriero adónde conducía el lugar; a todas partes me dijo, si sigue dará la vuelta a la tierra y nuevamente llegaría donde estamos. Me maravilló la simbólica respuesta».
Ángeles Ortiz explicaba que el camino que recorría era el antiguo de fenicios, cartagineses, romanos, árabes. «Respiré hasta llenarme de esa brisa mediterránea tan llena de misterios y civilizaciones… quizás sea por eso que tanto me guste ver, mirar el vuelo de los pájaros. Maneras de cómo en Andalucía poder cantar».
Publicado en El Mundo el 22 de enero de 2007
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