Cuando era pequeña, Matilde Cantos jugaba en el granadino barrio de la Magdalena. Iba desapareciendo Granada, la bella, la que cantara Ángel Ganivet. Matilde confesaba que de niña tenía como referente a Mariana Pineda.
Esta mujer –aparentemente una Doña Nadie, como ella se definió–, fue colaboradora de Victoria Kent, ocupó diversos cargos en el PSOE durante la Segunda República y luchó por los derechos de la mujer. Esta supuesta Doña Nadie había regresado a España en 1969 después de un largo destierro en México, donde creó el Centro Andaluz, el lugar en el que los exiliados se refugiaban de tanta nostalgia.
A su vuelta participó en las luchas clandestinas contra la dictadura. En sus singulares memorias, Matilde Cantos, desvela pasajes de su intensa vida antes de enfrentarse a la muerte y al olvido: «Como nunca me dio miedo la vida, no le temo a la muerte, el día que llegue será bien recibida. Después ¿quién sabe?». Lo que llegó después fue el olvido. Pero eso, Matilde Cantos no lo sabía, aunque lo intuía desde hacía tiempo. Era el mes de diciembre de 1987 y su vida se volvía borrosa, como cuando se quitaba las gafas y sólo adivinaba ante ella sombras fugaces, perfiles de bruma. ¿Eran de verdad o eran recuerdos?
Matilde Cantos, aquella anciana de la que nadie podía imaginar una biografía de epopeya, intentaba sentarse al sol de aquel frío mes de diciembre de 1987. Era como si un río de aguas heladas corriera dentro de sus huesos. Cerró los ojos para refugiarse en lo único que le quedaba:su memoria. Su vida le parecía ya tan lejana que era como si la hubiese vivido otra persona. ¿Es que yo paseé por aquella Granada? ¿Fui inspectora de Prisiones? ¿Eso tan amargo es la guerra? ¿Por qué mis recuerdos me retratan en México? ¿Es que yo sufrí el exilio?
Lo de ahora parece un amargo epílogo, pero Matilde Cantos nunca dejará de recordar. Ni siquiera en sus últimos días en la residencia Los Pastoreros de Fuentevaqueros, el pueblo donde nació su buen amigo Federico García Lorca. Ambos nacieron el mismo año de 1898. Ella está a punto de entrar en el exilio del más allá, ese que padeció su amigo antes de tiempo.
Diez años más tarde de la muerte de Matilde Cantos –en el año de su centenario en 1998, discretamente entre el jolgorio de los fastos dedicados a su amigo Lorca– se publica un curiosísimo libro:Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, una autobiografía que Matilde Cantos había escrito en sus últimos años, consciente de que el olvido amenazaba a los que no fueron incorporados a la memoria oficial, como ella y todos los desterrados.
Pero, al menos, Matilde Cantos pudo volver a España, después de su largo exilio en México. Durante muchos años, intentó sin éxito conseguir un visado para el regreso. Finalmente, lo obtuvo en 1968, pero al llegar al aeropuerto de Barajas es detenida. Conocerá así la negrura de los calabozos de la Dirección General de Seguridad, la infame cueva en la que agonizaba la España clandestina. Ella, la España desterrada, frente a la España en-terrada.
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Después de unos días, Matilde Cantos es liberada y logra viajar a Granada. El reencuentro con su ciudad natal es mágico y desolador. ¿Por qué tuvo que renunciar a una vida en la hermosa Granada? ¿Por qué la lanzó tan lejos el viento despiadado de la Historia? Granada le traerá también los recuerdos de una de sus tragedias antiguas:la muerte de sus dos hijos y la separación de su marido con quien se había casado en 1922.
Pero Matilde Cantos no se rindió a la crueldad de la nostalgia. Pasó varios meses contactando con la oposición al franquismo en la clandestinidad. Con esa radiografía de la España que está a punto de renacer, regresa a México para explicar los detalles a sus compañeros del exilio. Al año siguiente, vuelve definitivamente a Granada.
Aquella mujer que había sido inspectora de prisiones en la época en que la malagueña Victoria Kent promueve la reforma del sistema penitenciario español, que había ocupado importantes cargos en el PSOE y que se había caracterizado por sus luchas feministas, se incorpora con naturalidad a la lucha del tardofranquismo. Aún recordaba sus años en la Agrupación de Mujeres Antifascistas.
Todo ese bagaje lo transmite a las nuevas generaciones. Matilde Cantos se convierte en un personaje más de aquella galería de resistentes en la España de un Franco moribundo. Participa activamente en asambleas universitarias con las valiosas lecciones de la experiencia y en homenajes clandestinos como los que se dedican a Lorca. Se convierte en un personaje popular en Granada.
Con la llegada de la democracia, se integra en el PSOE, pero se mantendrá siempre independiente y con profundo sentido crítico, lo que le impide alcanzar abierto reconocimiento público, según relata Amelina Correa en la entrada que dedica a Matilde Cantos en su libro Plumas femeninas en la literatura de Granada.
Poco a poco, Cantos irá desapareciendo, arrinconada en una época donde se trabaja la máscara y la impostura para medrar en la política y acceder al poder. Personajes como Matilde Cantos no tenían nada que hacer. Ella había elegido el exilio, para poder contar su vida con dignidad.
Lo confesará en su obra Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, libro de ficciones epistolares en el que narra su vida a modo de curiosas memorias:«No me gusta mandar, ni menos mangonear, aspiro a convencer. (...) No conozo el aburrimiento, pues escuchando discursos imbéciles me divierto».
En esta singular obra, con prólogo de Antonina Rodrigo y estudio preliminar, edición y redacción de Antonio Lara Ramos, sobrino de la autora, Matilde Cantos divaga entre sus recuerdos manteniendo un diálogo con un fantasma, otro hijo del nadismo, otro ninguneado por la Historia:«Desconocido pero existente don Nadie: A mí, integral doña Nadie, me hace feliz la idea de establecer correspondencia contigo. No espero respuesta, pues no sé quién eres ni dónde estás, pero tengo ganas de escribirle a alguien que no sea VIP, ni me caiga gordo, ni eructe triunfalismo. Sencillamente te escribo a ti, con un rescoldo de esperanza de que nuestros nadismos se conecten».
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Vida en pensiones
Matilde Cantos vive sus últimos años en pensiones de tercera clase antes de morir en una residencia de ancianos. Ella misma lo narra con ese sentido del humor que desprenden quienes han vivido las mayores tragedias. «Actualmente milito en la cuarta edad, donde creo que estoy muy bien situada; salvo la artrosis y andares de pato, lo demás funciona bien».
Matilde Cantos proclama su gusto por la soledad y la pobreza. «Económicamente estoy perfectamente adaptada a mi pobreza limpia, que considero más valiosa que tanta riqueza sucia como existe. No figura mi nombre en ningún registro de la propiedad, sólo poseo libros, un transistor y mi archivo:publicaciones, artículos y trabajos salidos de mi cabeza. No tengo más tierra que las de mis macetas, ni piso propio, pues mis ingresos sólo me permiten comprar a plazos una tienda de campañay esto en un sociedad de consumo como la que padecemos, es sumamente gratificante a mi nadismo».
A solas con su recuerdo, Matilde Cantos se sienta buscando el sol en un lugar de la residencia Los Pastoreros. Cierra los ojos y se ve examinando informes de peligrosidad y estudios sociales de los reos, en las duras jornadas como responsable en la cárcel de Toreno durante la guerra, su huida a París, el viaje en el barco Quanza hacia México, sus labores como trabajadora social, ayudando a la población indígena mexicana, su participación en la fundación en México del Centro Andaluz o sus colaboraciones en diversas revistas como su sección dedicada a heroínas de la literatura universal. Pero ahora sólo quiere descansar...
Tanto era así que formó con otras jóvenes de su barrio una especie de grupo de Mariana Pineda frente a otras que adoraban a Eugenia de Montijo. Esa huella de la heroína granadina defensora de la libertad le quedó para siempre. En el exilio creó el Club Mariana Pineda.
En su libro autobiográfico, Matilde Cantos habría de evocar la Granada de su infancia una y otra vez. Hay un lugar especial:la calle Alhóndiga. «He tenido la suerte de ser hija de un artesano granadino. En la calle Alhóndiga tenía mi padre su tienda, era metalúrgico. En la tienda de mi padre se hacían velones, candiles, almireces, toda clase de utensilios y objetos artísticos; había candelabros, Cristos fundidos, cruces muy historiadas, etc».
Las largas tardes en aquel zaquizamí conformarían algunos rasgos de Matilde. A la tiendecita acuden clientes de todo tipo, un retablo de personajes que sirven para que la niña se haga una idea del mundo. «Esto hacía que lo mismo fuese a comprar un almirez una campesina de la Vega, que le hacía falta para majar, que se presentara una superiora de un convento a llevarse un juego de candelabros y un Cristo fundido; lo mismo iba una gitana a comprar un perol, que un canónigo».
Matilde Cantos-Doña Nadie confesará que ésa fue su primera escuela, un lugar que le marcó profundamente. «Era una tienda y un taller donde había una mezcla tal de gentes de toda condición que era algo más que un parlamento, más que una agrupación y mucho más que una academia. Yo he vivido en ese ambiente desde que pude pensar y sostenerme de pie, y creo que ha contribuido ese juego, ese hablar con la gente, conocerla, escucharla –éste es el gran secreto– a que yo pudiera hacer algo en política; y, quizás, esas dotes políticas que me han reconocido procedieran de esa raíz popular».
Matilde Cantos, mientras pasea con su memoria por una Granada desaparecida, desvela el secreto de su soledad. «Es hermoso recordar amores idos, amistades buenas, maestros de bien enseñar y gentes humanas y solidarias. Revivo paisajes y hechos, siento el regusto salino de algunas islas del Pacífico, se ensanchan mis pulmones respirando en los bosques de Canadá, ¡grandiosa naturaleza!».
Publicado en El Mundo el 29 de Enero de 2007
25 de febrero de 2016
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