LA
TORRE DE COMARES
El lector tiene ya un croquis del interior de la
Alhambra, pero acaso deseará que le demos una idea general de sus
contornos.
Una mañana serena y apacible, cuando el sol no
calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer desaparecer la
frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de
Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama
de Granada y sus alrededores.
Ven, benévolo lector y compañero, y sigue
nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas tracerías que
conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que
torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las
murallas. ¡Ten mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en
caracol, y casi a oscuras; sin embargo, por esta angosta y sombría
escalera redonda han subido a menudo los orgullosos monarcas y las
reinas de Granada hasta la coronación de la torre, para ver la
aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las batallas
en la vega. Al poco rato nos encontraremos en el adarve; y, después
de tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando
el espléndido panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un
lado verás ásperas rocas, verdes valles y fértiles llanuras; por
el otro, algún castillo, la catedral y torres moriscas, cúpulas
góticas, desmoronadas ruinas y frondosas alamedas. Aproximémonos al
muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este lado se
nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante
nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la
torre se ve el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero
rodeado de flores; un poco más allá, el Patio de los Leones, con su
famosa fuente y con sus transparentes arcos moriscos; en el centro
del alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja, sepultado en medio
del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de verde
esmeralda.
Esta línea de muralla, salpicada de torres
cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de la colina, es el
lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas
torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados
fragmentos han arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el lado septentrional de la
torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos se elevan
entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en
aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre
ha sido cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando
han consternado a Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este
vetusto alcázar a un simple montón de ruinas. El profundo y angosto
valle que se extiende debajo de nosotros y que poco a poco se abre
paso entre montañas, es el valle del Darro; contempla el manso río
cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos y floridos
cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus
auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con
frecuencia el preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que
lucen por aquí y por allá entre árboles y viñedos eran campestres
retiros de los moros, donde iban a gozar del fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar con sus esbeltas y elevadas
torres y largas arcadas que se extienden en lo alto de aquella
montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el
Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual
se refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún
más puros y deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre
de aquella alta colina verás sobresalir unas informes ruinas: es la
Silla del Moro, llamada así por haber servido de refugio al
infortunado Boabdil, durante el tiempo de una insurrección, y desde
la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de su rebelada
ciudad.
Un placentero ruido de agua se oye de vez en cuando
por el valle: es el acueducto del cercano molino morisco, situado
junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más allá es la
Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y
lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se
oye la guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que
adornan el paseo. Ahora no hay más que unos cuantos pacíficos
frailes que se sientan allí y un grupo de aguadores camino de la
Fuente de Avellano.
¿Te has sobrecogido? Es una lechuza que hemos
espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo criadero de
pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las
grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que
por la noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero
búho sale de su escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre
las murallas. ¡Mira cómo los gavilanes que hemos echado fuera del
nido pasan rastreando por debajo de nosotros, deslizándose entre las
copas de los árboles y girando por encima de las ruinas que dominan
el Generalife!
Dejemos este lado de la torre y volvamos la vista
hacia poniente. Mira por allá, muy lejos, una cadena de montañas
limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la Granada
musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás
todavía fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones
parecen formar una sola pieza con la dura roca sobre que están
enclavadas, y tal cual solitaria atalaya erigida en algún elevado
paraje, dominando, como en otros tiempos, desde el firmamento los
valles de uno y otro lado. Por uno de esos desfiladeros, conocidos
vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército cristiano
descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana,
pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata
hasta el seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones
se lanzaron a campo raso, con flotantes banderas y al estrépito de
timbales y de trompetas. ¡Cuánto ha cambiado el cuadro! En lugar de
la brillante cota del armado guerrero vemos ahora el pacífico grupo
de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de las veredas
de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable
Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y
cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en
que Colón fue alcanzado y llamado por el emisario de la reina
Isabel, precisamente cuando partía desesperado el navegante para
anunciar su proyecto de descubrimiento a la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar, célebre también en la
historia del descubridor: aquella lejana línea de murallas y
torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la
vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los católicos reyes
durante el sitio de Granada, después de que un incendio devoró su
campamento. Éste es aquel mismo real donde Colón fue llamado por la
heroica princesa, y dentro del cual se ultimó el tratado que dio
lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia el Mediodía, la vista se
extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente
feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde
se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata,
acrecentándose por multitudes de arroyos encauzados en viejas
acequias moriscas, que mantienen la campiña en un perpetuo verdor;
por aquella otra parte, los placenteros bosques, cármenes y casas de
campo, por las que los moros lucharon con desesperado valor; las
alquerías y casitas, por último, habitadas al presente por
campesinos, en los cuales se conservan vestigios de arabescos y de
otros delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas
y elegantes.
Más allá de la fértil llanura de la vega verás
hacia el sur una cadena de áridos cerros, por los cuales marcha
lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de estas
colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a
Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso
sitio apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus ojos hacia la nevada cumbre de
aquella lejana cordillera que brilla como una nube de verano sobre el
azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y delicia de
Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de
sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa
cadena de montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan
rara en las ciudades meridionales: la fresca vegetación y templados
aires de un clima septentrional con el vivificante ardor del sol de
los trópicos y el claro azul del cielo del Mediodía. Éste es el
aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con el
aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos
por todos los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo
vegetación, fertilidad y hermosa verdura de esmeralda por una
prolongada cadena de numerosos y encantadores valles.
Estas sierras pueden llamarse con razón la gloria
de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía y se divisan
desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus
nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el
marinero español, desde el puente de su barco, lejos, muy lejos,
allá en el seno del azul Mediterráneo, las mira atentamente y
piensa melancólico en su gentil Granada, mientras que canta en voz
baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya... El sol aparece por encima de las
montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre nuestra cabeza. Ya
el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla, y
bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de
los leones.
Uno de mis sitios favoritos era el balcón del
hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares.
Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día.
El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba
sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto
melancólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega,
entretanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los
rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la
brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando
se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de
los cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne
silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos
en que la memoria —semejante al sol de la tarde que lanzaba sus
pálidos fulgores sobre los viejos torreones— alcanza un mágico
poder y se remonta a la vida retrospectiva para recordar las glorias
del pasado.
Hallábame sentado meditando en el mágico efecto
de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en
reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que
domina en su interior la arquitectura, y el contraste que ofrece con
la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos
por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e
irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se
disputaron el imperio de la península. Poco a poco fui pasando a
otra serie de consideraciones sobre el singular carácter de los
árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un
cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más
anómalos aunque brillantes episodios de la historia. Fuerte y
duradera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues
constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana
ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer
desbordamiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el peñón
de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y
brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién
sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la
Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma
facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se
enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!
Rechazados dentro de los límites de los Pirineos
las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción,
dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer
en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su
egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo
aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de
su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada —según
ellos— por Allah, y se esforzaron en embellecerla con cuanto
pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos
de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando
diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura,
la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que
no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo;
y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que
distinguieron al imperio árabe de oriente en la época de su mayor
florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las
occidentales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el
punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en
las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y
Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes
de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los
árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las
artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía
y en la música del oriente, y los bravos guerreros del norte se
trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y
cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos musulmanes de España, en la
Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada
se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y
permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como
alarde vano y arrogante?
Generación tras generación, siglo tras siglo, han
ido pasando sucesivamente, y todavía mantienen los moros sus
derechos en este suelo. Después de haber transcurrido un periodo de
tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido
subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y
Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por
los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes
antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y
Guillermo y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a
las costas de Normandía.
Sin embargo, el imperio musulmán en España fue
casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo
que embellecía. Apartados de sus convecinos del occidente por
insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus
congéneres del oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo
completamente aislado. Su existencia fue un prolongado y bizarro
esfuerzo caballeresco por defender un palmo de terreno en un país
usurpado.
Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y
fronteras del islamismo, y la península el gran campo de batalla
donde los conquistadores góticos del norte y los musulmanes del
oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de
los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la
raza hispanogótica.
Y por cierto que no se ha dado jamás un tan
completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué
se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas
africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y
poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de
África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado
siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos
han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país
de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron
el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal
cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su
poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven
allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal
es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano;
un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un
elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que
conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que dé alguna idea de mi doméstica
instalación en esta singular residencia. El palacio real de la
Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora soltera
y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según
costumbre española, le daban sus vecinos el nombre de la tía
Antonia. Cuidaba de las moriscas habitaciones y de los jardines, y
los enseñaba a los extranjeros; en recompensa de lo cual percibía
gratificaciones de los visitantes del alcázar y los productos de los
jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y frutas que
acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba
en un extremo del palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una
sobrina, hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina,
era un joven de bastante mérito y de gravedad española; había
servido en el ejército, tanto en España como en las Indias
occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico, con la
esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy
honroso y que podría producir unos 140 duros al año. En cuanto a la
sobrina, era una robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada
Dolores, aunque por su aspecto y vivo carácter bien merecía un
nombre más risueño. Era la heredera presunta de todos los bienes de
su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas situadas en
la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de 150 duros.
No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los
disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los
cuales no aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y
corazones sino el que aquél recibiera el título de médico y el que
se obtuviese la dispensa del papa, a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con la buena de doña Antonia,
bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme plato y
hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi
habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También
tenía a mis órdenes un mozo rubio y algo tártamudo, llamado Pepe,
que cuidaba de los jardines, y el cual me hubiera servido de continuo
asistente a no haberme ya de antemano concertado con Mateo Jiménez,
el hijo de la Alhambra. Este infatigable y pertinaz individuo se pegó
a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por vez primera en
la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se entrometía en
todos mis proyectos que al fin consiguió acomodarse y contratarse
conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero e
historiógrafo, viéndome, por lo tanto, precisado a mejorarle de
equipo, para que no me sonrojase en el ejercicio de sus variadas
funciones; dejó, pues, su vieja capa de color castaño, como la
culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la fortaleza con su
magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran satisfacción
suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto
del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo
que me había forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin
duda, que mi condescendiente y pacífico temperamento le podría
proporcionar una renta segura, ponía todo su pensamiento en adivinar
de qué modo y manera tendría que hacérseme necesario para la
satisfacción de todos mis deseos. En una palabra, yo era la víctima
de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del palacio ni
dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme,
explicándome todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía
recorrer las cercanas colinas, no había más remedio sino que Mateo
tenía que servirme de guardián, aunque estoy persuadido de que
hubiera sido más a propósito para darle a los talones que para
hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir
verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido
acompañante: era de índole sencilla y de muy buen humor, con la
charlatanería de un barbero de lugar, y tenía al dedillo todos los
chismes de la vecindad y de sus contornos; pero por lo que más se
enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos aquellos
sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada
torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias
tenía la más absoluta fe.
La mayor parte las había aprendido, según decía,
de su abuelo, que era un célebre legendario sastre que vivió cerca
de los cien años durante los cuales hizo apenas dos salidas fuera
del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de un
siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes,
que se pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y
de los maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La
vida entera, los hechos, los pensamientos y los actos todos del
sastre celebérrimo habían tenido por límite las murallas de la
Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas vivió, creció y
envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente
para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el
mismísimo Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír
atentamente las consejas de su abuelo y de la habladora tertulia que
se reunía alrededor del mostrador de la tienda; y de este modo llegó
a poseer un repertorio de interesantes narraciones sobre la Alhambra,
que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se van
depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los personajes que contribuían a darme
plácido contemplamiento en la Alhambra; y dudo que ninguno de
cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes que yo en el
palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni gozado
de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba por la mañana el tartamudo
jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores recién cogidas, que
eran en seguida colocadas en vasos por la delicada mano de Dolores,
la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía
yo donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca,
otras bajo el templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y
fuentes; y cuando deseaba pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por
los sitios más románticos de las montañas y deliciosas guardias
del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes era teatro de algún
maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día
en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia
doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una
vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de
cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose
por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los
antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del
Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí
era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato
en conversación con la familia. Hay cierto talento natural —sentido
común, como le llaman los españoles— que les hace despejados y de
trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida
y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son
nada vulgares, pues la naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de
espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la
tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común,
aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había
leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta
admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo
con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino
leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a
lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más
bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a
pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el
primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos
de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la
misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con
gran deferencia, por ser la conserje del palacio, y le hacían la
corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los
rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me
enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca de las
costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la
localidad.
Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros
bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo dan
interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba
tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos
recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas
del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua
historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta
ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y
muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los
poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez,
un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis
sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de
Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus
balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos
salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del
ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la
influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme
en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de
ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos
creyentes.
➥ Washington Irving fue entre 1826 y 1829 agregado de la embajada de su país en España. Fruto de esta experiencia fueron algunas obras de tema español, como una biografía sobre Cristóbal Colón, y los populares Cuentos de la Alhambra, narraciones de historias tradicionales españolas, de una imaginación encantadora. Hay en ellas un deseo de escapar de la monótona realidad del presente para vivir las tristemente desaparecidas glorias del pasado.Narrado en primera persona por el propio autor, Cuentos de la Alhambra nos cuenta cómo inicia un viaje por tierras andaluzas que le llevará a Granada. Allí se instala y conoce a varios personajes que le irán relatando los cuentos y leyendas en torno a la Alhambra y a su pasado hispanomusulmán. El libro avanza además por el presente (1829), correspondiente a la realidad que vive el autor. Esto le permite mostrar un rico cuadro de la Granada de la época, de sus calles, sus gentes, sus costumbres, etc.