FRAY
DIEGO NEGREDO, donado, nació en Madrid, sus padres Juan Negredo y
María de Munera, fueron personas muy estimadas y queridas por todos
aquellos que gozaron de su amistad. Tuvo la desgracia de que su madre
falleciese y tanto él, cuanto su padre, abandonaron las cosas
mundanas y se trasladaron a la provincia franciscana de S. Pedro de
Alcántara de Íllora, en la que ambos, recibieron el hábito seráfico, como
simples oblatos.
Diego fue aceptado en el convento granadino el
día once de octubre del año 1667. Poco después fue enviado al
convento de Illora, en el cual adelantó tanto en la escuela de
perfección y santidad que se reveló como un ejemplar digno de ser
emulado aún por los más perfectos. Su gran pasión era la humildad
por la cual, con gran frecuencia clamaba a Dios con grandes voces
continuamente: Señor, confírmame en este espíritu, el principal
fundamento de todas las virtudes, y concédeme benigno el don de la
perfecta humildad, cosa que, mientras no la consiga de ti que se lo
das a todos abundantemente, nunca me consideraré satisfecho.
Su
amor divino le hizo permanecer de tal manera afirmado en su humildad
que no consideraba a nada ni a nadie más vil que a él mismo. Era
limosnero del convento, por ello y dada su humildad, cualquier cosa
que le entregaban como limosna, careciendo de un caballo, mulo o un
simple borriquillo, la cargaba sobre sus hombros y alegremente, ya
fuese caminando sobre las nieves, ya fuese bajo el agostador calor
veraniego, se dirigía alegremente al convento, lleno de felicidad
por aportar algún bien a la comunidad.
Una vez en el pueblo, para
más humillarse ante la vista de todos, marchaba por las calles y
plazas más principales, diciendo para sí estas palabras: Oh
pobrecillo inútil, ¿con qué cara vuelves ante los padres? ¿con
qué honra te ven a admitir?. Justamente te rechazarán con toda
certeza, como indigno de su compañía. Ciertamente digno de
admiración, el obsequioso Diego, ponía tanta diligencia en servir a
los hermanos que no le atemorizaba la intemperie, ni le detenía la
distancia, por ello, muchas veces, sudando copiosamente, pero lleno
de felicidad por traer algo a la comunidad, se presentaba en el
convento, cargando sobre sus hombros un carnero, después de haber
recorrido tres o cuatro leguas, bajo un peso tan oneroso. Ocurrió,
mas de una vez, que algunos devotos suyos le ofrecieron gratuitamente
una bestia de carga con la que poder trasportar cómodamente las
limosnas, pero irrecusablemente él respondía: Yo soy el jumento de
la casa de Dios, así pues nadie me podrá desposeer de este
privilegio. En cierta ocasión en la que portaba sobre sus hombros un
carnero, juntamente con dos cabras, un piadoso y devoto joven que lo
vio, compadecido de tan tremendo sacrificio, se ofreció
voluntariamente a ayudarle a transportarlos. La respuesta de Diego
fue tajante y sonriente le dijo que él se encontraba satisfecho
llevándolas todas unidas.
También se dedicaba, poniendo un
esmero especial, al cuidado de los animales del convento, por lo que
no era raro encontrarlo frecuentemente cubierto de pajas, estiércol
y otras inmundicias, propias de los establos y cochineras. De esta
manera más de una vez se dirigía al pueblo y se presentaba cubierto
de suciedad ante los vecinos, imponiéndoselo como signo de
obediencia y humildad. Cuando los vecinos lo contemplaban de tal
jaez, alguno le decía: ¿Padre Diego, ¿por qué va tan sucio?. Con
graciosa simulación él le respondía: ¿Por ventura voy de alguna
forma extraña?. Al mismo tiempo que se decía a sí mismo: Yo me
encuentro bien presentable ante Dios. Ya que ni él mismo se
percataba del estado que presentaba ante los demás.
Su amor a la
penitencia era tan grande que, ya fuese pleno invierno, con nieve o
escarcha, ya verano, bajo del sol tórrido de Andalucía, siempre iba
descalzo, caminando por la nieve, el lodo o lugares pedregosos que
herían sus pies hasta hacerlos sangrar, padeciendo todos estos
sufrimientos con tal de buscar la limosna tan necesaria para los
conventuales. Sin embargo, las sandalias las llevaba siempre colgando
del cíngulo y sólo las utilizaba al entrar al convento, para que
sus hermanos no se sintiesen heridos por tanto sacrifico. De la misma
manera llevaba sobre sus espaldas un vil sombrero que no acostumbraba
a usar ni bajo el sol más caluroso, ni bajo el hielo, ni cuando
nevaba, haciéndolo siempre por consideración a Dios y como
sacrificio.
Sobresalió en gran manera por su gran entrega a la
penitencia, pues todos los días, además de la impuesta para todos
los hermanos, él se castigaba con otras muchas. Domaba su carne y su
espíritu con un áspero cilicio. Sentía especial predilección por
el ayuno, ya que además de los días prescritos por la Iglesia para
ello, él observaba otros con mucha aplicación, es decir, desde la
Ascensión hasta Pentecostés, desde el día de todos los Santos,
hasta la Navidad, desde Epifanía hasta Cuaresma y finalmente las
seis ferias y los sábados de cada año.
Además de éstos, los lunes
miércoles y viernes, solamente tomaba, como si fuese un placer
especial, solamente un poco de pan y agua. Muchas veces sus mismos
compañeros le rogaba que atemperase estos rigores, no sólo por el
bien de su cuerpo, sino también por el de su alma. Cuando así le
aconsejaban él respondía: Yo me entrego a Dios, hermanos, pues el
jumento de mi cuerpo da coces y es necesario domarlo; aquí que
trabaje, ya descansará en la eternidad. Otras ocasiones respondía:
mi cuerpo todavía sigue oponiéndose; cuando pierda sus fuerzas y el
vigor de su espíritu, obedeceré vuestros concejos. En otras
ocasiones, con cierto gracejo, decía: No soy ni un obispo, ni rico
ni poderoso, sino un pobre terciario de S. Francisco, o bien: Para
llevar mejor vida debería de haber nacido obispo y no un donado del
Pobrecito de Asís.
Adorando a la divinidad y entregado con todas
sus fuerzas al coloquio divino, durante el día, por sus muchos
trabajos y quehaceres, se le podría comparar con la Marta del
Evangelio, sin embargo no descuidaba la práctica de la oración, ya
que, casi toda la noche la dedicaba a ella, pues arrodillado a los
pies del Señor se empleaba y dedicaba todo su espíritu, como la
María evangélica, al fruto de la contemplación.
A pesar de este
aparente alejamiento de las cosas mundanas, siempre estaba pendiente
de las desgracias de los demás y cuando tenía conocimiento de que
alguien había padecido algún daño o soportaba cualquier tipo de
sufrimiento, se desvivía por ayudarlo, llevado por su enorme
caridad.
Proseguía con gran insistencia en la pobreza, en la
castidad, en la caridad y en la obediencia. Ninguno fue tan ávido de
la carencia, tanto de oro, cuanto de plata o cualquier tipo de
riqueza. El hábito que llevaba era el más vil y digno de desprecio
que cualquier hermano pudiese portar, estaba lleno de remiendos de
arriba abajo y su ropa, tanto la interior, cuanto la exterior era
toda un puro remiendo, el cordón, las sandalias y el sombrero eran
despreciables y no admitía otra cosa que el rosario, las disciplinas
y el cilicio. Su obediencia era digna de encomio, nunca puso objeción
a los mandatos de los superiores, aún a los de más difícil y
oneroso cumplimiento. A nadie respondió jamás con impaciencia,
además siempre se encontraba dispuesto a montarse obsequioso con los
demás y constantemente los recibía con alegre semblante.
Ante
las mujeres se comportaba con un pudor especial y empleó siempre
toda clase de precauciones, sabiendo a ciencia cierta, lo peligroso
que es mantener con ellas una conversación, aún sobre los asuntos
más sagrados. Sin embargo su continuo deambular por las calles en
busca de limosna, le obligaba a hablar casi continuamente con ellas,
pero jamás llegó a conocer alguna por su rostro, ya que siempre
mantenía los ojos bajos, sin atreverse a mirarlas a la cara, aunque
en su conversación se mostrase alegre y ocurrente.
Estaba dotado
de tan singular modestia que, en todos sus quehaceres trataba a los
demás con gran edificación. Fomentaba en los seglares con
dulcísimos palabras y con saludables consejos, el amor a Dios, pero
sobre todo se solazaba con aquellos que estaban dotados de alguna
gracia especial, quienes ávidamente le preguntaban que cuándo, por
su causa, se verían libres o se aliviarían sus calamidades.
Él
procuraba fortificarlos y robustecerlos en su fe y amor a Dios,
aplicando para ello la gran paciencia de la que era poseedor, por lo
que todos los que hablaban con él terminaban siempre reconfortados,
de tal manera que le llamaban a voces, dado el gran consuelo que de
él recibían, el Santo. (Este era el nombre por el que era conocido
en todo el pueblo).
Este santo
varón, por la gracia de Dios fue pródigo en milagros, aunque por su
mucha humildad, ni él mismo permitía que se los atribuyesen y es
más, no se guardaron de ellos constancia por escrito.
Solamente se recuerda el siguiente:
La noble y piadosa señora Dª Bernarda de
Puerta, se encontraba adornando el monumento de la feria V de la Cena
del Señor. Al colocar la cera sobre la alfombra y por un descuido
del guardián del templo, una de las cortinas que servían de adorno
fue manchada de tal manera que quedó inservible, lo que produjo un
tremendo disgusto a la piadosa señora. Enterado fray Diego de lo
ocurrido, tomó en sus manos la cortina, la dobló y con ella, de esa
guisa, se presentó ante Dª Bernarda a la que con mucha dulzura le
dijo: Calma señora, calme la perturbación de su ánimo, pues su
cortina no tiene ningún detrimento. ¡Cosa admirable!. Delante de
ella, Diego arrodillado, con los brazos cruzados y los ojos elevados
al cielo, inmediatamente elevó sus oraciones a la suprema divinidad
y la mancha, rapidísimamente desapareció por completo, quedando la
cortina totalmente impoluta.