29 de junio de 2020

LÓPEZ ALVAREZ, AGUSTÍN

Apellidos / Nombre / Apodo: LÓPEZ ALVAREZ, AGUSTÍN
LUGAR DE NACIMIENTO: ORGIVA LANJARÓN (GRANADA) - NACIDO EN ORGIVA
Residente en: LANJARÓN
TENIENTE EN LA GUERRA Fecha Liberacion: 22.05.1942 - 02/38

CEBALLOS TELLO ISABEL

CEBALLOS TELLO ISABEL
LUGAR DE NACIMIENTO: ORGIVA
Residente en: ALMERIA

ISABEL CEBALLOS TELLO DE 22 AÑOS DE EDAD (EN EL AÑO 1939), HIJA DE JOSÉ MARÍA Y DE CARMEN, NATURAL DE ÓRGIVA (GRANADA), SOLTERA Y PROFESIÓN SUS LABORES, CON DOMICILIO EN ALMERÍA, CALLE DE MULEY Nº 19. EL DÍA 2 DE FEBRERO DE 1940 SE DECRETA PRISIÓN PREVENTIVA. SIENDO PROCESADA Y RATIFICADA LA PRISIÓN EL 19 DE JULIO DE 1940 (PÁG.24), QUEDANDO EN LIBERTAD PROVISIONAL EL 30 DE MARZO DE 1940 (PÁG.73). EL MINISTERIO FISCAL SOLICITA SE IMPONGA LA PENA DE 12 AÑOS Y 1 DÍA DE RECLUSIÓN TEMPORAL, PROPONIENDO LA CONMUTACIÓN DE DICHA PENA POR LA DE 6 AÑOS Y 1 DÍA DE PRISIÓN MAYOR (PÁG.80), QUEDANDO COMO SENTENCIA FIRME Y EJECUTORIA EL 5 DE DICIEMBRE DE 1942 (PÁG.81). (NO HAY CONSTANCIA DE LA FINALIZACIÓN DE LA CONDENA).

21 de junio de 2020

CALVACHE CARMONA MIGUEL

Apellidos / Nombre / Apodo: LUGAR DE NACIMIENTO: TABLATE Residente en: PEÓN CAMINERO 45 Fecha Liberacion: FUSILADO POR SENTENCIA DICTADA EN 13.12.1939 VÉLEZ BENAUDALLA 7 de junio de 1940 N.C. AUDITORIA DE GUERRA




CALVACHE CARMONA MIGUEL

Apellidos / Nombre / Apodo: LUGAR DE NACIMIENTO: TABLATE Residente en: PEÓN CAMINERO 45 Fecha Liberacion: FUSILADO POR SENTENCIA DICTADA EN 13.12.1939 VÉLEZ BENAUDALLA 7 de junio de 1940 N.C. AUDITORIA DE GUERRA

LEYENDA DEL GOBERNADOR Y EL ESCRIBANO

LEYENDA DEL GOBERNADOR Y EL ESCRIBANO

   En tiempos que pasaron fue gobernador de la Alhambra un anciano y valeroso caballero, el cual, por haber perdido un brazo en la guerra, era comúnmente conocido con el nombre del gobernador manco. Mostrábase por todo extremo orgulloso de ser un veterano; con sus largos bigotes que le llegaban a los ojos, sus botas de montar y una espada toledana tan larga como una pica, llevando siempre el pañuelo dentro de la cazoleta de su empuñadura.
   Sucedía, pues, que era excesivamente celoso y rígidamente severo y escrupuloso en conservar todos sus fueros y privilegios. Bajo su gobierno se habían de cumplir al pie de la letra todas las inmunidades de la Alhambra como sitio real; no se le permitía a nadie entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni aun con espada o bastón, a menos de ser personaje de cierta categoría; y se obligaba a los jinetes a desmontarse en la puerta y a llevar el caballo por la brida. Como la colina de la Alhambra se eleva en forma de protuberancia en medio del suelo de Granada, era por demás enojoso para el capitán general que mandaba en la provincia tener un imperium in imperio, un pequeño Estado independiente en el centro de sus dominios, situación que se hacía entonces más intolerable, así por la rigidez del viejo gobernador que llevaba a sangre y a fuego la más mínima cuestión de autoridad o de jurisdicción, como por la traza maleante y levantisca de la gente que poco a poco se iba subiendo a vivir en la fortaleza, tomándola como lugar de asilo, y desde donde ejercitaban el robo y el pillaje a expensas de los honrados habitantes de la ciudad.
   En tal estado de cosas era consiguiente que vivieran en una perpetua enemistad y querella continua el capitán general y el gobernador, mucho más extremadas por parte de este último, por aquello de que la más humilde y pequeña de dos potestades vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El majestuoso palacio del capitán general hallábase situado en la plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra; en él pululaba a todas horas una gran multitud de gente: los destacamentos que hacían la guardia, la servidumbre y los funcionarios de la ciudad. Un baluarte saliente de la fortaleza de la Alhambra dominaba el palacio y la antedicha plaza pública, frente por frente de ella; y allí era donde el manco gobernador acostumbraba pasearse con su espada toledana colgada al cinto y mirando abajo a su rival, como el halcón que espía a su presa desde la alta copa del árbol secular.
   Cuando bajaba nuestro gobernador a la ciudad bajaba siempre de gran parada a caballo, rodeado de sus guardias, o en su coche de ceremonia, antiguo y pesado armatoste español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas y escoltado por caballerizos y lacayos; entonces el buen viejo se lisonjeaba de la impresión de temor y admiración que causaba en los espectadores por su calidad de vicerregente del rey, aunque los zumbones de Granada, y en particular los que frecuentaban el palacio del capitán general, se burlaban de su ridículo boato en miniatura y llamaban al pobre gobernador "el rey de los mendigos , aludiendo a la traza harapienta y mísera de sus vasallos.
   Motivo perenne de discordia entre ambas autoridades era el derecho que creía tener el gobernador a que le dejasen pasar libres de portazgo las provisiones para su guarnición; como que poco a poco dio lugar este privilegio a que se ejercitase un contrabando escandaloso y a que una partida de contrabandistas asentara sus reales en las viviendas de la fortaleza y en las numerosas cuevas de sus alrededores, haciendo negocios en alta escala, en confabulación y connivencia con los soldados de la guarnición.
   Despertóse al fin la vigilancia del capitán general, el cual consultó con su factótum, que era un astuto y enredador escribano que gozaba en aprovechar cuantas ocasiones se le ofrecían para molestar al viejo gobernador de la Alhambra y envolverlo en enredosos litigios judiciales. Aconsejó, pues, al capitán general que insistiese en su derecho de registrar los convoyes que pasaran por las puertas de la ciudad, y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni de leyes, y que aborrecía a los escribanos más que al mismo diablo, y al tal escribano de marras más que a todos los escribanos del mundo juntos.
   —¡Hola! —decía el hombre retorciéndose fieramente el mostacho—. Conque, ¿el señor capitán general se vale del escribanito para ponerme a mí en aprietos? ¡Pues yo le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar por un curial!
   Cogió, pues, la pluma, y emborronó una breve carta, en la cual, sin dignarse entrar en razones, insistía en su derecho de libre tránsito; conminando con que no quedaría impune cualquier aduanero que pusiese su insolente mano en un convoy protegido por el pabellón de la Alhambra.
   Mientras se agitaban estas cuestiones entre las dos testarudas autoridades sucedió que llegó cierto día una mula cargada de víveres para la fortaleza al puente de Genil, por el cual tenía que pasar y atravesar luego en su camino un barrio de la ciudad en dirección hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un malhumorado cabo, ya viejo, que había servido mucho tiempo a las órdenes del gobernador, y era su alter ego en la manera de pensar, y duro también y fuerte como una hoja toledana. Al llegar junto a las puertas de la ciudad puso al cabo el pabellón de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, tomando un aire marcial, avanzó adelante con la cabeza erguida, pero con el ojo avizor y atento, como perro que pasa por un campo enemigo, alerta y dispuesto a ladrar o a dar un mordisco.
   —¿Quién vive? —dijo el centinela portazguero.
   —Soldados de la Alhambra —contestó el cabo sin volver la cabeza.
   —¿Qué lleváis ahí?
   —Provisiones para la guarnición.
   —Adelante.
   Pasó el cabo ufano seguido de su convoy; pero no bien habían andado algunos pasos cuando varios aduaneros se arrojaron sobre él desde el puente.
   —¡Alto ahí! —gritó el jefe—. Para, mulatero, y abre esos fardos.
   —¡Respetad el pabellón de la Alhambra! Estos objetos son para el gobernador.
   —¡Un cuerno para el gobernador y otro para su pabellón! ¡Mulatero, te hemos dicho que pares!
   —¡Detened el convoy si os atrevéis! —gritó el cabo preparando la carabina. ¡Adelante, mulatero!
   Éste dio un fuerte varazo a la acémila, pero el jefe se adelantó y la cogió por el ronzal. Entonces le apuntó el cabo con la carabina, disparándola de muerte.
   Al instante se alborotó la calle. Hicieron prisionero al viejo cabo, y, después de sufrir una trilla de puntapiés, bofetadas y palos —introducción que propina impromptu el populacho español como primicias anticipadas a los rigores de la ley—, fue cargado de cadenas y encarcelado en la ciudad, en tanto que se les permitió a sus camaradas el proseguir con el convoy hasta la Alhambra, después de haber sido registrado a su sabor.
   El viejo gobernador se puso dado a los diablos cuando supo el insulto inferido a su pabellón y la prisión de su cabo. Por algún tiempo desfogó meramente su mal humor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de fuego desde su baluarte al palacio del capitán general. Mas luego se calmó del primer arrebato de cólera, envió un mensajero pidiendo la entrega del cabo, alegando que sólo a él le pertenecía de derecho el juzgar y entender de los delitos cometidos por sus súbditos. El capitán general, auxiliado del socarrón del escribano, le arguyó, después de mucho tiempo, que, como delito cometido dentro del recinto de la ciudad y en la persona de uno de sus empleados civiles, no ofrecía duda que competía a su jurisdicción. Replicó el gobernador repitiendo su demanda, y volvióle a contestar el capitán general con un alegato mucho más extenso, y razonando siempre con fundamentos legales. Enfurecíase el gobernador más y más, mostrándose más rígido y obstinado en su petición; en tanto que el capitán general se manifestaba cada vez más prolijo y sereno en sus respuestas; con lo que el veterano, que tenía el corazón de un león, bramaba de furia al verse enredado en las mallas de una controversia curialesca.
   En tanto que el sutil escribano se divertía de este modo a expensas del gobernador seguía con actividad el sumario del cabo, el cual se hallaba encerrado en un estrecho calabozo de la cárcel, sin tener más que una ventanilla enverjada por donde asomaba su curtido rostro y por donde recibía los consuelos de sus amigos.
   El infatigable escribano extendió sin levantar mano —siguiendo el procedimiento español— un mamotreto de declaraciones y diligencias, con las que consiguió completamente confundir al cabo y que se declarase convicto y confeso de asesinato; en vista de lo cual fue sentenciado a morir en la horca.
   En vano el gobernador protestó y lanzó fulminantes amenazas desde la Alhambra. Llegó al fin el día fatal y el cabo fue puesto en capilla, según se acostumbra hacer siempre con los criminales el día antes de la ejecución, a fin de que mediten en su próximo fin y se arrepientan de sus pecados. Viendo las cosas en tal extremo, determinó el viejo gobernador resolver el asunto en persona, para lo cual ordenó preparar su coche de ceremonia, y rodeado de sus guardias bajó por los paseos de la Alhambra a la ciudad. Paró a la casa del escribano, e hizo que lo llamasen al portal.
   —¿Qué es lo que me han dicho? ¿Habéis condenado a muerte a uno de mis soldados? —dijo gritando el gobernador.
   —Todo se ha hecho con arreglo a la ley y con estricta sujeción al procedimiento judicial —contestó con cierta fruición el escribano, sonriéndose y frotándose las manos; puedo enseñar a Su Excelencia las declaraciones que constan en el proceso.
   —Traedlas acá —dijo el gobernador.
   El escribano se metió en su despacho, contentísimo de tener nueva ocasión en que mostrar su destreza a costa del testarudo veterano.
   Volvió con un voluminoso legajo de papeles, y empezó a leer con la alta entonación y con las especiales maneras propias de los de su oficio. A la vez que leía, íbase aglomerando un corro de gente, que permanecía escuchando con la boca abierta.
   —Hacedme el favor de subir al coche —le dijo el gobernador— y nos libraremos de este gentío de impertinentes curiosos que no me dejan oíros.
   Entró el escribano en el carruaje, e inmediatamente, en un abrir y cerrar de ojos, cerraron la portezuela, crujió el cochero el látigo, y mulas, carruaje, guardias, todo, partió en vertiginosa carrera, dejando atónita a la muchedumbre, y no paró el gobernador hasta que aseguró su presa en uno de los calabozos mejor fortificados de la Alhambra.
   Envió acto seguido un parlamentario con bandera blanca, a estilo militar, proponiendo un canje de prisioneros: el cabo por el escribano. Sintióse herido en su orgullo el capitán general; rehusó el cambio, dando una negativa insultante, y mandó levantar una horca sólida y elevada en el centro de la plaza Nueva para llevar a vías de hecho la ejecución del cabo.
   —¡Hola! Conque, ¿va a ahorcarle? —dijo el gobernador.
   Entonces ordenó que levantasen un patíbulo junto a la muralla principal que daba a la plaza Nueva.
   —Ahora —dijo en un mensaje que dirigió al capitán general ahorque usted cuando quiera a mi soldado; pero al mismo tiempo levante usted la vista por encima de la plaza y verá usted a su escribano bailando en el aire.
   El capitán general se mostró inflexible; formáronse las tropas en la plaza, redoblaron los tambores, tocaron a muerto las campanas y se reunió allí gran número de espectadores para presenciar la ejecución; en tanto que allá arriba en la Alhambra formó el gobernador toda la guarnición de El Cubo, mientras doblaba la campana de la torre de la vela anunciando la muerte del escribano.
   La esposa de éste atravesó la muchedumbre seguida de su numerosa prole de "escribanillos en embrión", y, arrojándose a los pies del capitán general, le suplicó que no sacrificase la existencia de su marido, su bienestar y el de sus numerosos hijos por una cuestión de amor propio, "pues Su Excelencia conoce bastante bien —le dijo— al viejo gobernador para dudar de que no ejecute su amenaza si Su Excelencia ahorca al soldado".
   Movióse a conmiseración el capitán general ante sus lágrimas y lamentos y los clamores de su tierna familia. Envió al cabo a la Alhambra escoltada por un piquete y vestido con la ropa de ajusticiado, encaperuzado como un fraile, pero con la frente levantada y su rostro inmutable, y pidió en canje al escribano, según se había solicitado. Sacaron del calabozo, más muerto que vivo, al antes sonriente y satisfecho curial; todo su arrogancia había desaparecido completamente y —según decían— habían encanecido sus cabellos de terror, presentándose con aire abatido y con la mirada extraviada, como si hubiese sentido el contacto de la cuerda fatal en su cuello.
   El viejo gobernador cruzó su único brazo encorvado y miró al escribano por breves instantes con fiera sonrisa diciéndole:
   —De aquí en adelante, amigo mío, modere usted su celo por enviar gente a la horca y no confíe usted en su salvación, aunque tenga de su parte la ley; pero, sobre todo, tenga usted mucho cuidado de no andarse con bromitas otra vez con este viejo veterano.





Cuentos de la Alhambra


LEYENDA DEL LEGADO DEL MORO


LEYENDA DEL LEGADO DEL MORO

   Hay en el interior de la fortaleza de la Alhambra, y frente al palacio real, una explanada grande y extensa, llamada Plaza de los Aljibes. Toma su nombre de los grandes depósitos de agua subterráneos que existen en ella desde el tiempo de los moros. En un extremo de la plaza se ve un pozo árabe, cortado también en el corazón de la roca, de una gran profundidad —que comunica con los aljibes— y cuya agua es fresca como la nieve y tan limpia y transparente como el cristal. Los pozas abiertos por los moros gozan de gran fama, pues es bien sabido qué esfuerzos empleaban hasta dar con los nacimientos y manantiales más puros y agradables. Este pozo de que nos estamos ocupando es célebre en Granada, principalmente porque los aguadores que de él se surten unos con grandes garrafas a las espaldas, y otros con jumentos llevándoles los cántaros están subiendo y bajando por las pendientes y frondosas alamedas de la Alhambra desde por la mañana muy temprano hasta las horas bien avanzadas de la noche.
   Las fuentes y los pozos —desde los remotos tiempos de las Sagradas Escrituras— han sido muy notables, por constituir los sitios de concurrencia y conversación en los países cálidos. Ahora bien, el pozo de nuestra Alhambra es asimismo una especie de tertulia perpetua, que dura todo el santo día, formada por los inválidos, las viejas y todos los vagos y curiosos de la fortaleza, que se sientan sobre los bancos de piedra, bajo un toldo que se extiende sobre el brocal para resguardar del sol al cobrador. Allí se charla acerca de los sucesos de la fortaleza, se pregunta a los aguadores que van llegando por las noticias que corren en la capital, y se hacen largos comentarios sobre todo cuanto se ve y todo cuanto se oye. No hay hora del día en que no se oiga cuchichear a las comadres y holgazanas domésticas, que van allí con cántaros en la cabeza o en la mano, ansiosas de enterarse del último tema de conversación de la cháchara sempiterna de aquella buena gente.
   Entre los aguadores que concurrían a este pozo había uno robusto, ancho de espaldas y corta y zambo de piernas, llamado Pedro Gil, conocido más bien por Peregil, por contracción y abreviatura. Siendo aguador, tenía que ser gallego, pues la naturaleza parece haber formado razas, así de hombres como de animales, para cada una de las diferentes ocupaciones; en Francia todos los limpiabotas son saboyanos; los porteros de las casas, suizos; y cuando se usaban tontillos y pelo empolvado en Inglaterra, nadie más que los irlandeses se cargaban con una silla de manos. Lo mismo sucede en España: los aguadores y mozos de cordel son todos robustos gallegos; nadie dice "Tráeme un mozo de cordel", sino "Anda y tráeme un gallego".
   Volviendo a nuestra historia, Peregil, el gallego, había empezado su oficio con una sola garrafa grande, que llevaba a la espalda; poco a poco fue prosperando, y pudo comprar una ayuda, consistente en un animal, el más útil para su profesión; un pollino fuerte y de pelo largo. A cada costado de su orejudo cirineo, y en las correspondientes aguaderas, llevaba colocados sus cántaros, cubiertos con hojas de higuera para protegerlos del sol. No había en toda Granada otro aguador más trabajador ni más alegre que Peregil; en las calles resonaba su hermosa voz vibrante, cuando iba detrás de su pollino, pregonando con el usual grito de verano que se oye en todos los pueblos de España: "¿Quién quiere agua? ¡Agua más fría que la nieve!" Cuando servía a un parroquiano el limpio vaso, le dirigía siempre alguna frasecilla que le hiciese sonreír; y si tal vez atendía a alguna hermosa dama o remilgada señorita, le endilgaba una picaresca mirada o algún gracioso requiebro, con lo que el hombre se hacía irresistible. De tal manera, Peregil, el gallego, era tenido en toda Granada por el más cortés, jovial y feliz de los mortales. Pero, ¡ay!, en este mundo el que canta y bromea más suele ser a veces el que devora más pesares; así, bajo toda su aparente alegría, el honrado Peregil sufría mil penas y quebrantos. Tenía el infeliz una extensa familia, una numerosa prole harapienta, a la que era preciso dar el sustento, y la cual se le agolpaba hambrienta cuando volvía de noche a su tugurio, exhalando gritos, cual nido de pollos de golondrinas, pidiéndole a voces de comer. Su esposa y compañera le servía de todo, menos de alivio; guapa lugareña, antes de casarse se había hecho notable por su habilidad en bailar el bolero y en tocar las castañuelas, aficiones primitivas que todavía conservaba, pues o bien gastaba en fruslerías el jornal que con tanto trabajo y afán ganaba el pobre Peregil, o bien se apoderaba del pollino para irse de jolgorio al campo los domingos, los días de los santos y los innumerables días feriados, que en España son casi más numerosos que los días de trabajo. Mujer desidiosa y abandonada, gustaba de estarse tendida a la larga; pero, sobre todo, era una bachillera incansable, que abandonaba su casa, sus hijos y sus quehaceres domésticos por irse, en chanclas, de visiteos a las casas de sus habladoras vecinas.
   Pero Aquel que regula el viento para la esquilada oveja acornada también el yugo del matrimonio a la sumisa cerviz. Peregil sobrellevaba pacientemente los despilfarros de su esposa y de sus hijos con tanta humildad como su pollino llevaba los cántaros del agua; y, aunque algunas veces se quedaba pensativo y caviloso, nunca se atrevió a poner en duda las virtudes caseras de su descuidada esposa.
   Amaba a sus hijos del mismo modo que el búho ama a sus polluelos, viendo en ellos multiplicada y perpetuada su propia imagen, pues eran fornidos, de pequeña estatura y cortos y zambos de piernas, como él. El mayor placer del honrado Peregil, cuando podía darse el gusto de celebrar un día de fiesta, por tener ahorrados unos cuantos maravedises, cifrábase en coger a toda su prole, y unos en brazos, otros agarrados a su chaqueta y andando por su pie, llevarlos a disfrutar en saltar y brincar por las huertas de la vega, mientras que su mujer se quedaba de baile con sus amigotas en las angosturas del Darro.
   Era una hora bastante avanzada de cierta noche de verano y ya casi todos los aguadores descansaban de su tarea. El día había sido extraordinariamente caluroso, y se presentaba una de esas deliciosas noches que tientan a los habitantes de los climas meridionales a desquitarse del calor enervante del día, quedándose al aire libre para gozar de la frescura de la atmósfera hasta cerca de la medianoche. Aún había por las calles consumidores de agua, por lo que Peregil, como considerado y amantísimo padre de sus hijos, se dijo pensando en sus retoños: "Daré un viaje más a los aljibes para ganarles el puchero del domingo a los chiquillos". Y así diciendo, emprendió con paso firme la pendiente alameda de la Alhambra, cantando por el camino y descargando de vez en cuando un varazo mayúsculo en los lomos de su borrico, como por vía de compás a su canturía o de refresco para el animal, pues en España les sirve de forraje el garrotazo limpio a las bestias de carga.
   Cuando llegó al pozo lo encontró enteramente desierto, excepción hecha de un solitario extranjero vestido a la guisa morisca, que se veía sentado en uno de los bancos de piedra a la luz de la luna. Peregil se detuvo de pronto, y lo miró con extrañeza mezclada de terror; pero el moro le hizo señas para que se le acercase.
   —Estoy muy débil y enfermo —le dijo— ayúdame a volver a la ciudad y te daré el doble de lo que puedas ganar con tus cántaros de agua.
   El sensible corazón del pobre aguador se conmovió con la súplica del extranjero y le respondió:
   —No quiera Dios que yo reciba recompensa alguna por hacer un acto obligado de humanidad.
   Ayudó, por lo tanto, al moro a montar en su burro, y partió con él a paso lento para Granada; pero el pobre musulmán iba tan extenuado, que fue necesario irle sosteniendo sobre el animal para que no diese en tierra con su cuerpo.
   Cuando llegaron a la ciudad, preguntóle el aguador adónde había que llevarlo.
   —¡Ay! —dijo el moro con voz apagada—. No tengo casa ni hogar, pues soy extranjero en este país. Permíteme que pase esta noche en tu casa y te recompensaré espléndidamente.
   De esta suerte viose el bueno de Peregil, cuando menos lo pensaba, con el compromiso de un huésped infiel; pero el hombre era demasiado bueno y compasivo para negar una noche de hospitalidad a una pobre criatura que se hallaba en situación tan deplorable; por consiguiente, condujo al árabe a su morada. Los chiquillos, que le habían salido a su encuentro gritándole, como de costumbre, al oír los pasos del pollino, huyeron asustados cuando vieron al extranjero del turbante, y se fueron a cobijar detrás de su madre, la cual se abalanzó enfurecida, como una gallina delante de sus polluelos cuando se le acerca un perro.
   —¿Qué camarada es el infiel ese con que te nos vienes a la casa a estas horas, para atraemos las miradas de la Inquisición? —dijo gritando la mujer.
   —¡No te incomodes, mujer! —le respondió el gallego. Es un pobre extranjero enfermo, sin amigos y sin hogar. ¿Habrás tú de querer arrojarle, para que perezca en medio de esas calles?
   La mujer hubiera seguido oponiéndose, pues, aunque habitante de una mala choza, era celosa guardadora del crédito de su casa; el pobre aguador, sin embargo, se puso serio por primera vez en su vida y se negó a acceder a los deseos de su esposa. Ayudó, por lo tanto, al pobre musulmán a apearse del burro, y le extendió una estera y una zalea en el sitio más fresco de la casa, única cama que podía ofrecerle en su pobreza.
   Al poco tiempo se vio acometido el moro de convulsiones que desafiaban todo el arte médico del sencillo aguador. Los ojos del pobre paciente expresaban su gratitud. En un intervalo de sus accesos llamó al aguador a su lado y, hablándole en voz baja, le dijo:
   —Conozco que mi fin está muy cercano. Si muero, te dejo esta caja en recompensa de tu caridad.
   Y, así diciendo, entreabrió su albornoz y dejó ver una cajita de madera de sándalo pendiente de su cuerpo.
   —Dios haga, amigo mío —replicó el honrado gallego, que viváis muchos años, para disfrutar de vuestro tesoro o lo que quiera que sea.
   El moro movió la cabeza, puso su mano sobre la caja y quiso decir algo acerca de ésta, pero sus convulsiones se repitieron con mayor violencia, y a poco expiró.
   La mujer del aguador se puso como loca.
   —Esto nos sucede —le decía— por tus bobadas, por meterte siempre donde no puedes salir para servir a los demás. ¿Qué va a ser de nosotros cuando encuentren este cadáver en nuestra casa? Nos mandarán a presidio por asesinos; y, si escapamos con el pellejo, nos arruinarán los escribanos y alguaciles.
   El pobre Peregil se hallaba también atribulado, y casi empezó a arrepentirse de haber ejecutado aquella buena obra. Al fin le iluminó una idea salvadora.
   —Todavía no es de día —dijo— puedo sacar el cuerpo del muerto fuera de la ciudad y sepultarlo bajo la arena en la ribera del Genil. Nadie vio entrar al moro en nuestra casa, y nadie sabrá nada de su muerte.
   Dicho y hecho. Ayudóle su mujer, y envolvieron el cadáver del infortunado musulmán en la estera donde había expirado; pusiéronle después atravesado en el burro, y salió con él en dirección a la ribera del río.
   ¿Quiso la mala suerte que viviese frente del aguador un barbero llamado Pedrillo Pedrugo, el mayor charlatán, averiguador de vidas ajenas y el hombre más perverso del mundo; con su cara de comadreja y sus patas de araña, era un tío en extremo astuto, solapado y malicioso; ni el mismo famoso Barbero de Sevilla le iba en zaga en esto de enterarse de los negocios de todo el mundo —de los que, por cierto, el hombre guardaba gran secreto—, pues en él caían como agua en cedazo. Decían las gentes que dormía con un ojo abierto y con el oído alerta; por lo cual, aun durmiendo, veía y oía y se enteraba de todo cuanto pasaba. Lo cierto es que el tal Pedrillo era la crónica escandalosa de Granada, y que tenía más parroquianos que todos los de su gremio.
   Este entrometido rapabarbas oyó llegar a Peregil a una hora sospechosa de la noche, y luego hirieron sus oídos las exclamaciones de la mujer y de los hijos del aguador. Asomóse inmediatamente por un ventanillo que le servía de observatorio, y vio a su vecino que ayudaba a entrar en su casa a un hombre vestido de moro. Era esto tan extraño y peregrino, que Pedrillo Pedrugo no pudo pegar un ojo en toda la noche, asomándose al ventanillo cada cinco minutos y observando la luz que brillaba por las rendijas de la puerta de su vecino, hasta que le vio salir, antes de romper el día, con su pollino muy cargado.
   El curioso barbero, deshecho de impaciencia, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, y, saliendo cautelosamente, siguió al aguador a larga distancia, hasta que le vio haciendo un hoyo en la arena ribera del Genil y enterrar después un bulto que parecía un cadáver.
   Diose prisa el barbero en regresar a su casa, y empezó a dar vueltas y revueltas por la tienda, colocándolo y haciéndolo todo mal y de mala manera, hasta tanto que vio salir el sol. Entonces tomó una bacía debajo del brazo se dirigió a casa del alcalde, que era su cliente cotidiano.
   El alcalde se acababa de levantar en aquel momento. Pedrillo Pedrugo le hizo sentar en una silla, púsole el paño para afeitar, colocóle la bacía con agua caliente en el cuello, y empezó a ablandarle la barba con los dedos.
   —¡Qué cosas pasan tan grandes! —dijo Pedrugo, oficiando a la vez de barbero y de charlatán—, ¡Qué cosas! ¡Qué cosas! ¡Un robo, un asesinato y un entierro en una misma noche!
   —¿Eh? ¡Cómo! ¿Qué estás diciendo? —exclamó el alcalde.
   —Digo —continuó el barbero, pasando a la vez el jabón por las narices y la boca de la autoridad (pues los barberos españoles se desdeñan de usar brocha)— digo que Peregil el gallego, ha robado y asesinado a un moro y le ha enterrado en esta misma maldita noche.
   —¿Y cómo sabes tú todo eso? —le preguntó el alcalde.
   —¡Oiga usted con calma, señor, y se enterará de todo! —decía Pedrillo agarrándole por la nariz mientras le pasaba la navaja por sus mejillas.
   Y ce por be contó al alcalde todo cuanto había visto, haciendo dos cosas a la par: afeitar, lavar y enjugar el rostro del alcalde con la sucia toalla, al mismo tiempo que robaba, asesinaba y enterraba al musulmán.
   Es el caso que el tal alcalde era el déspota más insufrible y el más codicioso e insaciable avariento que se conocía en Granada. Con todo, no se puede negar que tenía en bastante estima la justicia, pues el hombre la vendía a peso de oro. Presumió, pues, que el caso en cuestión era un robo con asesinato, y que debía ser de bastante consideración lo robado. ¿Cómo se arreglaría para ponerlo todo en las legítimas manos de la ley? Atrapar sencillamente al delincuente no era sino dar carne a la horca; pero atrapar el botín sería enriquecer al juez, y eso es lo que él consideraba el fin principal de la justicia.
   Y así discurriendo, mandó llamar al alguacil de su mayor confianza, el cual era una buena pieza: un tipo de rostro enjuto y famélico, vestido a la antigua española, según correspondía a su cargo, con un sombrero ancho de castor con alas vueltas hacia arriba por ambos lados, con cuello almidonado, capilla negra colgando de los hombros y traje raído también negro, que dibujaba su raquítica contextura de alambre, y con su vara en la mano, como distintivo e insignia temible de su autoridad. Tal era el sabueso de antigua raza española a quien el alcalde puso sobre la pista del infortunado aguador, y tal fue su diligencia y su olfato, que al punto estaba ya pisando los talones del pobre Peregil, quien aún no había acabada de llegar a su casa, y, cogiéndole, le llevó en compañía del borrico ante la presencia del magistrado popular.
   Dirigió el alcalde una mirada terrible al pobre gallego y le dijo con voz amenazadora, que le hizo caer, trémulo, de rodillas.
   —¡Oye, infame! No intentes negar tu delito, pues lo sé todo. La horca es el castigo que te espera por el crimen que has cometido; pero yo, que soy compasivo, estoy dispuesto a escuchar lo que sea razonable. El hombre que ha sido asesinado en tu casa era moro, un infiel enemigo de nuestra fe, y sin duda tú le mataste en un rapto de celo religioso; por lo tanto, quiero ser indulgente contigo, pero entrégame lo que le has robado y le echaremos tierra al asunto.
   El pobre aguador ponía por testigo de su inocencia a todos los santos de la corte celestial; mas, ¡ay!, ninguno venía en su ayuda, y, aunque se le hubiera presentado, el alcalde no hubiera dado crédito ni al santoral entero. El gallego contó toda la historia del moribundo moro con la justificadora sencillez de la verdad, mas todo fue en vano.
   —¿Pretenderás seguir sosteniendo —le dijo el juez— que el tal moro no tenía ni dinero ni alhajas, cuando ellas fueron las que tentaron tu codicia?
   —Es tan cierto como que soy inocente, señor —replicó el aguador—, que no tenía más que una cajita de sándalo, que me legó en premio de mi servicio.
   —¡Una caja de sándalo!, ¡una caja de sándalo! —exclamaba el alcalde, y le brillaban las pupilas ante la esperanza de que sería una preciosa joya—. ¿Dónde está esa caja? ¿Dónde la has escondido?
   —Con perdón de usía, está en una de las aguaderas de mi burro, y enteramente al servicio de su señoría contestó el aguador.
   No bien acabó de pronunciar estas palabras, cuando el astuto alguacil salió a escape y volvió en un santiamén con la misteriosa caja de sándalo. Abrióla el alcalde con mano trémula, y se aproximaron todos para ver los tesoros que esperaban que contuviese, cuando, ¡oh desencanto!, no había en el interior de ella más que un rollo de pergamino escrito con caracteres arábigos y un cabo de bujía de cera amarilla.
   Cuando no se va ganando nada con que un prisionero aparezca convicto y confeso, la justicia, aun en España, se inclina siempre a ser imparcial. Así pues, cuando el alcalde se rehizo del chasco que había llevado y vio que no había en realidad botín alguno de que echar mano, escuchó ya desapasionadamente las explicaciones que le daba el aguador, corroboradas además con el testimonio de su mujer. Convencido, por consiguiente, de su inocencia, lo absolvió de la pena de arresto permitiéndole llevarse la dichosa herencia del moro, o sea la famosa caja de sándalo y su contenido, en justo premio de su humanidad, si bien le embargó el borrico para pago de costas.
   Y he aquí otra vez a nuestro infortunado gallego reducido a tener que llevar el agua a cuestas, caminando fatigosamente hacia los aljibes de la Alhambra con la garrafa a la espalda.
   Cierta vez que subía la cuesta arriba con todo el calor del mediodía del estío le abandonó su acostumbrado buen humor. "¡Perro alcalde! —iba diciendo—. ¡Robar a un pobre los medios de subsistencia; privarme del único apoyo que tenía en el mundo!..." Y dándose al recuerdo de su amado compañero de penas y fatigas, dejaba ver toda la sensibilidad de su alma. "¡Ay, borriquito de mis entrañas! —exclamaba, dejando la garrafa sobre una piedra y limpiándose con la manga el sudor que corría por su frente—. ¡Borriquito de mi corazón! ¡Bien seguro estoy, pobre animal, de que estarás echando de menos los cántaros del agua!"
   Para alivio de sus penas, no hacía también sino martirizarle su mujer cuando venía a la casa, dirigiéndole continuas reconvenciones y quejas, aprovechándose de la ventaja que le daba el haberle advertido para que no llevase a cabo el noble acto de hospitalidad que les había acarreado tantos y tantos sinsabores, y como perra intencionada, aprovechaba cuantas coyunturas se le ofrecían para echarle en cara la superioridad de su previsión. Si sus hijos no tenían qué comer o si necesitaban alguna prenda nueva, les decía la taimada con sarcástica ironía:
   —Id a vuestro padre, que a bien que ha quedado por heredero del rey Chico de la Alhambra: decidle que os dé del tesoro de la caja del moro.
   ¿Hubo nunca mortal más castigado que el pobre Peregil por haber llevado a cabo una buena acción? El infortunado aguador estaba herido física y moralmente, mas, sin embargo, llevaba con paciencia los crueles sarcasmos de su mujer. Por último, cierta noche, después de un día muy caluroso y de gran trabajo, empezó aquélla a atormentarle, según costumbre, y concluyó el pobre aguador por perder la paciencia; y, no atreviéndose a contestarle, como sus ojos se fijaran de pronto en la caja de sándalo que se hallaba en el vasar con la tapa a medio abrir, cual si se estuviese mofando de él, la cogió y, tirándola al suelo con furia, exclamó:
   —Maldito sea el día que te vi por primera vez, y en que di en mi casa hospitalidad a tu amo!
   Pero he aquí que, el chocar la caja en el suelo, abrióse la tapa por completo y salió rodando el pergamino. Peregil se quedó contemplando silencioso un rato el misterioso rollo y por último, coordinando sus ideas, dijo para sí: "¡Quién sabe! ¡Tal vez este escrito sea cosa de importancia, según el gran esmero con que el moro parecía conservarlo!" Recogió, pues, el pergamino, se lo guardó en el pecho, y a la mañana siguiente, cuando iba voceando el agua por las calles, se paró en la tienda de un moro de Tánger que vendía quincalla y perfumes en el Zacatín, y le rogó que le descifrase su contenido.
   Leyó el moro con atención el pergamino, y, acariciándose la barba, le dijo con cierta sonrisa:
   —Este manuscrito es una fórmula de desencantamiento para recobrar un tesoro escondido que se halla bajo el influjo de un hechizo, y por cierto que tiene tal virtud que los cerrojos y barras más fuertes y hasta la misma roca viva se abrirán ante él.
   —¡Bah, bah! —exclamó el gallego—. ¿Qué me importa a mí eso? Yo no soy encantador, ni entiendo una palabra de tesoros ocultos.
   Y, diciendo esto, se echó la garrafa a la espalda, dejó el rollo en manos del moro y se fue recorrer sus calles de costumbre.
   Mas aquella noche se fue a sentar un rato, al oscurecer, junto a los aljibes de la Alhambra, y encontró allí un coro de charlatanes reunidos, según era costumbre a aquellas horas de la noche; y he aquí que recayó la conversación en los cuentos y las tradiciones maravillosas. Como todos eran más pobres que las ratas, se complacían en el consabido tema popular de las riquezas encantadas y sepultadas por los moros en varios sitios de la Alhambra, y todos a una afirmaban estar en la creencia de que había grandes tesoros escondidos en la Torre de los Siete Suelos.
   Estos cuentos produjeron honda impresión en la mente del honrado Peregil, arraigándose más y más cuando volvió a pasar por las oscuras alamedas de la Alhambra. "¡Qué tal que hubiera un tesoro escondido debajo de esa torre, y que pudiera yo sacarlo con la ayuda del pergamino que le dejó al moro!" Y, embobado con esta adorada ilusión, faltó poco para que se le cayese la garrafa.
   Durante toda la noche no hizo más que dar vuelcos en la cama sin poder pegar un ojo, y a la mañana siguiente, muy temprano, se fue a la tienda del moro y le cantó lo que se le había ocurrido.
   —Usted sabe el idioma árabe: supongamos que nos vamos juntos a la torre y probamos el efecto del encanto; si sale mal, nada hemos perdido; pero si sale bien, partiremos entre los dos el tesoro que descubramos —le dijo el aguador.
   —¡Poco a poco! —replicó el moro—. Este escrito no es suficiente, sino que ha de ser leído a medianoche y a la luz de una bujía compuesta y preparada de una manera especial, cuyos ingredientes no puedo proporcionar. Sin esa bujía el pergamino no sirve de nada.
   —¡No siga usted hablando! —gritó el gallego. Yo tengo esa bujía; voy a traerla al instante.
   Y diciendo esto corrió a su casa y volvió al momento con el cabo de la bujía que había encontrado en la caja de sándalo.
   Tomóla, pues, el moro y lo olió.
   —¡Aquí hay raros y costosos perfumes —dijo— combinados con esta cera amarilla. Ésta es precisamente la mágica bujía que se especifica en el pergamino.
   Mientras esté alumbrando se abrirán los muros más fuertes y las cavernas más secretas, pero quedará encantado con el tesoro.
   Convinieron entonces los dos en probar el desencanto aquella misma noche. Ahora bastante avanzada de la misma, cuando ya nadie había despierto más que las lechuzas y los murciélagos, subieron a la colina de la Alhambra y se aproximaron a aquella imponente y solitaria torre rodeada de árboles, todavía más imponente por las mil fantásticas historias que sobre ella se contaban. Merced a la luz de una linterna atravesaron las zarzas y los bloques desprendidos del edificio, hasta llegar a la entrada de una bóveda situada debajo de la torre. Bajaron llenos de temor y temblando de miedo una escalera cortada en la roca, la cual conducía a un cuarto húmedo y oscuro, donde había otra escalera que conducía a otra bóveda todavía más profunda. Bajaron luego hasta tres graderías más, que correspondían a otras tantas habitaciones, las cuales se hallaban colocadas unas debajo de otras. El pavimento de la cuarta era bastante sólido; pero, según la tradición, quedaban otras tres bóvedas más; empero no se podía penetrar a mayor profundidad, por hallarse los otros suelos cerrados por arte de encantamiento. El aire de la cuarta bóveda era frío, con cierto pronunciado olor a humedad, y en ella apenas penetraba ya la luz. Se detuvieron allí un momento para tomar alientos, hasta que oyeron débilmente el toque de las doce en la campana de la vela, y enseguida encendieron el cabo de bujía amarilla, que esparció un grato olor de mirra, incienso y estoraque.
   El moro principió a leer de prisa el pergamino. No bien había concluido, cuando se oyó un pavoroso ruido subterráneo: la tierra tembló y abrióse el pavimento, descubriendo una escalera de piedra. Muertos de miedo, descendieron por ella, y divisaron a la luz de la linterna otra bóveda abigarrada con inscripciones arábigas, y en cuyo centro se veía un cofre colosal asegurado por siete barrotes de acero, y a cada lado del cofre mirábase un gran moro encantado, armado de punta en blanco, pero inmóvil como una estatua y petrificado allí por arte mágica. Delante del cofre veíanse varios jarrones repletas de oro, plata y piedras preciosas. En el más grande de ellos metieron los brazos hasta el codo, sacando puñados de grandes y hermosas monedas morunas, brazaletes y adornos del mismo metal, con algún que otro collar de perlas orientales que se enredaban entre los dedos. Pero con esto temblaban y respiraban temerosamente mientras que se llenaban los bolsillos de ricas preciosidades, mirando con espanto aquellos dos encantados morazos que se hallaban allí extáticos, horribles, sin movimiento y con los ojos inmóviles y amenazadores. Al fin se apoderó de ellos un pánico repentino, y corrieran escalera arriba, tropezando el uno con el otro en el departamento superior, dejando caer el cabo de bujía, que se apagó al momento, cerrándose el pavimento con horrible estruendo.
   Llenos de terror, no pararon hasta que se encontraron fuera de la torre y vieron las estrellas brillar entre el ramaje de los árboles. Entonces, sentándose sobre el musgo, se repartieron el botín, determinando el darse por contentos por entonces con aquel simple floreo del jarrón, resolviendo volver más adelante, durante otra noche, para desocuparlos hasta el fondo. Para asegurarse de su mutua fe se dividieron los talismanes entre los dos, quedándose uno con el pergamino y el otro con la bujía; hecho lo cual partieron colina abajo con el corazón ligero y los bolsillos pesados en dirección a Granada.
   Cuando iban por el pie de la colina, el precavido moro se acercó al oído del sencillo aguador para darle un consejo.
   —Amigo Peregil —le dijo—, este asunto debe quedar en el mayor secreto recaudo. ¡Si se enterara el alcalde del negocio, estamos perdidos!
   —Es cierto —contestó el gallego— todo eso es muy cierto.
   —Amigo Peregil —le dijo el moro—, usted es una persona discreta y no dudo que sabrá guardar un secreto; pero tiene usted mujer.
   —Mi mujer no sabrá una palabra de todo esto —replicó el aguador con gran decisión.
   —Está bien —contestó el moro—. Fío en su discreción y en su promesa.
   Positivamente nunca se había dado palabra con más resolución ni de mejor buena fe; pero, ¡ay!, ¿qué marido es el que puede ocultar un secreto a su esposa? Ninguno, pero mucho menos Peregil el aguador, que era un marido de blandísima condición. Cuando volvió a su casa encontró a su mujer sollozando en un rincón.
   —¡Está muy bien! —le dijo al entrar—. ¡Gracias a Dios que has venido, después de haber estado toda la noche danzando por ahí! ¡Vaya! Y lo extraño es que no te hayas venido a casa con otro huésped como el anterior.
   Y gritaba y lloraba la mujer, y se destrozaba las manos, y, desgarrándose el pecho, exclamaba:
   —¡Cuán desgraciada soy! ¿Qué va a ser de mí? ¡Mi casa robada y saqueada por escribanos y alguaciles, y este marido hecho un maltrabaja, sin pensar en ganar el sustento de su familia y andándose de noche y de día por ahí como esos perros de moros infieles! ¡Ay, hijos míos! ¡Ay, hijos de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Tendremos que irnos por esas calles a pedir limosnas!
   Conmovióse de tal manera el honrado Peregil con las lamentaciones de su esposa, que no pudo contener las lágrimas. Su corazón estaba reventando como su bolsillo, y no podía sujetarlo. Metió, pues, la mano en él, sacó tres o cuatro hermosas monedas de oro y se las echó a su contristada esposa en la falda. La pobre mujer desencajó los ojos de asombro, no pudiendo comprender de dónde venía aquella lluvia de oro; pero antes que volviera de su sorpresa, sacó el gallego una cadena de oro y se la presentó, saltando de gozo y abriendo una boca colosal.
   —¡La santísima Virgen nos saque con bien! —dijo la esposa.— ¿Qué has hecho, di, qué has hecho, Peregil? ¡No hay duda: tú has cometido algún robo, algún asesinato!
   Asaltóla aquella horrible idea a la pobre mujer, y al punto la creyó convertida en espantosa realidad. Ya se imaginaba ver la prisión y la horca a cierta distancia, y un gallego zambo de piernas colgado de ella; hasta que, vencida por el horroroso cuadro forjado en su delirante fantasía, se vio acometida de violentos ataques de histerismo.
   ¿Qué recurso quedaba al pobre hambre? No tuvo más remedio que tranquilizar a su mujer y desvanecer los fantasmas de su imaginación contándole la historia de su buena suerte. Esto, por supuesto, no lo hizo sin que antes prestara aquella solemnísima promesa de guardar el más absoluto secreto, jurando no decir a nadie la más mínima palabra.
   Sería imposible pintar la alegría que se apoderó de la mujer. Echó los brazos al cuello de su marido, faltando poco para que lo ahogara con sus caricias.
   —Vamos, mujer —le decía el aguador con honrada exaltación— ¿qué te parece ahora la herencia del moro? De aquí en adelante no me reconvengas ya cuando socorra en sus necesidades a algún semejante.
   El bueno del gallego se acostó en su zalea y durmió a pierna suelta como si estuviese en un mullido colchón de plumas; no así su esposa, pues se entretuvo en vaciar todo el contenido de sus bolsillos sobre la estera, y se pasó la noche entera contando y recontando las morunas monedas de oro y probándose los collares y pendientes, y figurándose cuán elegante estaría el día que pudiera libremente disfrutar de toda aquella riqueza.
   A la mañana siguiente tomó el honrado gallego una de aquellas magníficas monedas de oro, y se fue a venderla a la tienda de un joyero de Zacatín, diciendo que la había encontrado entre las ruinas de la Alhambra.
   Vio, en efecto, el joyero que tenía una inscripción arábiga y que era de oro purísima, por lo cual le ofreció la tercera parte de su valor, con lo que quedó el aguador muy contento. Enseguida, el buen Peregil compró vestidos nuevos para sus pequeñuelos y aun algunos juguetes, no olvidándose de emplear en sabrosas provisiones para una espléndida comida, y regresó después a su casa. Una vez allí, puso a todos sus muchachos a bailar a su alrededor, en tanto que él hacía cabriolas en medio, considerándose el padre más dichoso del mundo.
   La mujer del aguador guardó el secreto con sorprendente puntualidad: durante día y medio no hacía sino ir de acá para allá con cierto aire misterioso e infatuado, pero, en fin, no dijo una palabra, a pesar de haber andado en compañía de sus locuaces convecinas. Pero, en cambio, no podía prescindir de darse cierta importancia, disertando sobre el mal estado de sus vestidos y refiriendo que se había mandado hacer una basquiña nueva guarnecida de galón dorado y de abalorios, juntamente con una mantilla nueva de encaje. Dio también a entender que su marido tenía propósitos de abandonar el oficio de aguador, por convenir así a su salud; y, por último, indicó que quizá todos se irían a pasar el verano al campo, para que los chiquillos respirasen los aires puros de la montaña, pues no se podía vivir en la ciudad en tan calurosa estación.
   Mirábanse las vecinas unas a otras, creyendo que la pobre mujer había perdida el seso; y sus arrogancias, maneras y fatuas pretensiones eran ya el motivo de las burlas de todas y la diversión de sus amigas en cuanto aquélla volvía la espalda.
   Pero si la mujer del aguador obraba con prudencia fuera de la casa, bien se desquitaba dentro poniéndose al cuello una sarta de ricas perlas orientales, brazaletes moriscos en sus brazos y una diadema de brillantes en la cabeza, paseándose ufana por su cuarto vestida de harapos y parándose de vez en cuando para mirarse en un espejo roto. Aún más: en un impulso de indiscreta vanidad, no pudo resistir el deseo de asomarse a la ventana para saborear el efecto que producirían sus adornas entre los transeúntes.
   Por desgracia suya, el entrometido barbero Pedrillo Pedrugo se hallaba en aquel mismo momento sentado sin hacer nada en su tienda en el lado opuesto de la calle, cuando hirió su vigilante ojo el brillo de los diamantes. Púsose al instante en su ventanillo y reconoció a la andrajosa mujer del aguador adornada con todo el esplendor de una recién desposada de oriente. No bien hizo un minucioso inventario de todos sus adornos, partió con la velocidad del rayo a casa del alcalde. En un momento el hambriento alguacil se puso otra vez al acecho, y antes de concluir el día fue conducido de nuevo el infortunado Peregil ante la presencia de la autoridad.
   —¿Cómo es esto, miserable? —gritó el alcalde enfurecido—. ¿Me dijiste que el infiel que murió en tu casa no había dejado más que una caja vacía, y ahora salimos con que tu andrajosa mujer se pavonea en tu casa adornándose con perlas y diamantes? ¡Ah, tunante! ¡Prepárate a darme los despojos de tu miserable víctima, o irás a patalear a la horca, que ya está cansada de esperarte!
   El aterrorizado aguador cayó de hinojos, y contó de pleno la maravillosa manera como había ganada su riqueza. El alcalde, el alguacil y el barbero delator escucharon con ávida codicia el cuento maravilloso del tesoro encantado. Fue despachado inmediatamente el alguacil para traerse al moro que había asistido al maravilloso conjuro. Vino, en efecto, el musulmán, y quedó casi muerto de miedo al verse entre las garras de los arpías de la ley. Cuando miró al aguador de pie con aire tímido y abatido continente, lo comprendió todo.
   —¡Bruto, animal! —le dijo al pasar por su lado— ¿no le advertí que no dijera nada a su mujer?
   La descripción que hizo el moro coincidió perfectamente con la de su colega; pero el alcalde fingió no creer nada, y empezó a amenazarles con la cárcel y una rigurosa investigación.
   —¡Despacito, señor alcalde! —dijo el musulmán recobrando su aplomo y sangre fría—. No desperdicie usted los favores de la fortuna por quererlo todo. Nadie sabe una palabra acerca de este asunto más que nosotros; guardemos, pues, el secreto mutuamente. Aún queda en el subterráneo un inmenso tesoro con que todos podemos enriquecernos; prometa usted dividirlo equitativamente, y todo se descubrirá; pero, si usted rechaza esta proposición, el subterráneo seguirá cerrado para siempre.
   El alcalde consultó aparte con el alguacil. Este viejo sabueso, experto en el oficio, le dijo:
   —Prometa usted todo lo que quiera, hasta que se apodere del tesoro y, una vez en sus manos, si él y su cómplice se atreven a murmurar, les amenaza usted con la hoguera por infieles y hechiceros.
   El alcalde aprobó el consejo; y, pasándose la mano por la frente, se volvió al moro y le dijo:
   —Ésa es una historia bastante extraña que puede ser verdad, pero quiero ser testigo ocular de ella. Esta misma noche, por lo tanto, va usted a repetir el conjuro en mi presencia; si existe realmente tal tesoro, lo partiremos amigablemente entre nosotros y no hablaremos más del asunto; pero, si me han engañado ustedes, no esperen misericordia. Mientras tanto permanecerán custodiados.
   Accedieron gustosos a estas condiciones el moro y el aguador, satisfechos de que el resultado probaría la verdad de sus palabras.
   A eso de la medianoche salió secretamente el alcalde acompañado del alguacil y del curioso barbero, todas perfectamente armados. Condujeron al moro y al aguador como prisioneros, yendo provistos del vigoroso pollino del último, para transportar el codiciado tesoro. Llegados a la torre sin haber sido descubiertos por nadie, ataron el borrico a una higuera y descendieron hasta el cuarto suelo de aquélla.
   Sacaron el pergamino y encendieron el cabo de bujía, procediendo el moro a leer la fórmula del desencantamiento, y la tierra tembló como la primera vez, abriéndose el pavimento con un ruido atronador, dejando descubierta la estrecha gradería. El alcalde, el alguacil y el barbero se aterrorizaron y no se atrevieron a bajar por ella; pero el moro y el aguador entraron en la bóveda de más abajo, y allí se encontraron a los dos musulmanes sentados como antes, inmóviles y en silencio. Cogieron los dos jarrones grandes llenos de monedas de oro y de piedras preciosas, los cuales fueron subidos por el aguador uno a uno sobre sus hombros; y por cierto que, a pesar de ser fuerte y estar acostumbrado a las cargas pesadas, se bamboleaba el hombre; pero cuando estuvieron colocadas los jarrones a cada lado del borrico, manifestó que aquélla era la sola carga que podía llevar el animal.
   —Bastante tenemos por ahora —dijo el moro— hemos sacado toda cuanta riqueza podemos acarrear sin que nos vean, y la suficiente para hacernos tan poderosos como pudiéramos desear.
   —¿Pues queda todavía más tesoro? —preguntó el alcalde.
   —Queda lo de más valía —dijo el moro— un cofre monstruoso guarnecido con fajas de acero y lleno de perlas y piedras preciosas.
   —Pues vamos a subir ese cofre en un instante —gritó el codicioso alcalde.
   —Yo no bajo más —dijo el moro tenazmente— esto es muy bastante para una persona razonable; más todavía me parece superfluo.
   —Y yo —añadió el aguador— no sacaré más carga para partir por el espinazo a mi pobre burro.
   Viendo que eran inútiles las órdenes, amenazas y súplicas, volvióse el alcalde a dos acompañantes y les dijo:
   —Ayudadme a subir el cofre y partiremos entre nosotros su contenido.
   Y, diciendo esto, bajó la escalera, siguiéndole con gran repugnancia el alguacil y el barbero.
   No bien vio el moro que habían bajado a todo lo hondo, apagó el cabo de bujía, y se cerró el pavimento con el pavoroso estruendo consiguiente, quedándose sepultados en su seno los tres soberbios personajes.
   Diose prisa el moro a subir las escaleras, y no paró hasta encontrarse al aire libre, siguiéndole el aguador con la ligereza que le permitieron sus cortas piernas.
   —¿Qué ha hecho usted? —gritó Peregil tan pronto como pudo tomar alientos—. El alcalde y los otros dos han quedado sepultados en la bóveda.
   —¡Cúmplase la voluntad de Allah! —dijo el moro con religiosidad.
   —¿Y no los vais a dejar que salgan? —dijo el gallego.
   —¡No lo permita Allah! —replicó el moro pasándose la mano por la barba—. Está escrito en el libro del destino que permanecerán encantados hasta que algún futuro aventurero deshaga el hechizo. ¡Hágase la voluntad de Dios!
   Y esto diciendo, arrojó el cabo de bujía en los oscuros bosquecillos de la cañada.
   Ya no había remedio; por lo cual el moro y el aguador se dirigieron a la ciudad con el burro ricamente cargado, no pudiendo por menos el honrado Peregil de abrazar y besar a su orejudo compañero de oficio, por tal modo librado de las garras de la ley; y en verdad que no se sabía lo que causaba más placer al sencillo aguador: si haber sacado el tesoro o haber recobrado su pollino.
   Los dos socios afortunados dividieron amigable y equitativamente el tesoro, excepción hecha de que el moro, que gustaba más de las joyas, procuró poner en su parte casi todas las perlas, piedras preciosas y demás adornos, dando en su lugar al aguador magníficas piezas de oro macizo cinco o seis veces mayores, con lo que el último quedó muy contento. Tuvieron gran cuidado de que no les sucediera ningún otro percance, sino que se marcharon a disfrutar en paz sus riquezas a tierras lejanas. Volvió el moro al África, a su país natal, Tetuán, y el gallego se fue a Portugal con su mujer, sus hijos y su jumento. Allí, con los consejos y dirección de su mujer, llegó a ser un personaje de importancia, pues hizo aquella que cubriese su cuerpo y sus cortas piernas con justillo y calzas, que se cubriese con sombrero de pluma y que llevase espada al cinto, dejando el nombre familiar de Peregil y tomando el título sonoro de don Pedro Gil; su descendencia creció con maravillosa robustez y alegría, si bien todos salieron patizambos; en tanto que la señora de Gil, cubierta de galones, brocado y encajes, de pies a cabeza, y con brillantes sortijas en los dedos, se hizo el acabado tipo de la abigarrada y grotesca elegancia.
   En cuanto al alcalde y sus camaradas, quedaron sepultados en la gran Torre de los Siete Suelos, y siguen allí encantados hasta el fin del mundo. Cuando hagan falta en España barberos curiosos, alguaciles bribones y alcaldes corruptibles, pueden ir a buscarlos a la torre; pero si tienen que aguardar su libertad, se corre peligro de que el encantamiento dure hasta el día del Juicio Final.

LEYENDA DE LAS TRES HERMOSAS PRINCESAS


LEYENDA DE LAS TRES HERMOSAS PRINCESAS

   En tiempos antiguos reinaba en Granada un príncipe moro llamado Mohamed, al cual sus vasallos le daban el sobrenombre de El Haygari, esto es, El Zurdo. Se dice que le apellidaron de este modo por ser realmente más ágil en el uso de la mano izquierda que de la derecha; otros afirman que se lo aplicaron porque solía hacer "al revés" todo aquello en que ponía mano; o más claro: porque solía echar a perder todos los asuntos en que se entremetía. Lo cierto es que, ya por desgracia o por falta de tacto, estaba continuamente sufriendo mil contrariedades. Tres veces le destronaron, y en una de ellas pudo escapar milagrosamente al África, salvándose de una muerte segura, disfrazado de pescador. Sin embargo, era tan valiente como desatinado, y, aunque zurdo, esgrimía su cimitarra con maravillosa destreza, por lo que consiguió recuperar su trono a fuerza de pelear. Pero en vez de aprender a ser prudente en la adversidad, se hizo obstinado y endurecido su brazo izquierdo en sus continuas terquedades. Las calamidades públicas que atrajo sobre sí y sobre su reino pueden conocerse leyendo los anales arábigos de Granada, pues la presente leyenda no trata más que de su vida privada.
   Paseando a caballo cierto día Mohamed, con gran séquito de sus cortesanos, por la falda de Sierra Elvira, tropezó con un piquete de caballería que regresaba de hacer una escaramuza en el país de los cristianos. Conducían una larga fila de mulas cargadas con botín y multitud de cautivos de ambos sexos. Entre las cautivas venía una cuya presencia causó honda sensación en el ánimo del sultán; era ésta una hermosa joven, ricamente vestida, que iba llorando sobre un pequeño palafrén, sin que bastaran a consolarla las frases que le dirigía una dueña que la acompañaba.
   Prendóse el monarca de su hermosura, e interrogado acerca de ella el jefe de la fuerza, supo el rey que era la hija del alcaide de una fortaleza fronteriza que habían sorprendido y saqueado durante la excursión. Mohamed pidió la bella cautiva como la parte que le correspondía de aquel botín, y la llevó a su harén de la Alhambra. Se inventaran en vano mil diversiones para distraerla y aliviarla de su melancolía; por último, el monarca, cada vez más enamorado de ella, resolvió hacerla su sultana. La joven española rechazó en un principio sus proposiciones, pensando en que al fin era moro, enemigo de su país, y, lo que era peor, ¡que estaba bastante entrado en años!
   Viendo Mohamed que su constancia no le servía gran cosa, determinó atraerse a la dueña que venía prisionera con la joven cristiana. Era aquélla andaluza de nacimiento y no se conoce su nombre cristiano: sólo se sabe que en las leyendas moriscas se le denomina La discreta Kadiga —¡y en verdad que era discreta, según resulta de su historia!—. Apenas el rey moro se puso al habla con ella, cuando vio su habilidad para persuadir, y le confió el emprender la conquista de su joven señora. Kadiga comenzó su tarea de este modo:
   —¡Idos allá!... —decía a su señora—. ¿A qué viene ese llanto y esa tristeza? ¿No es mejor ser sultana de este hermoso palacio adornado de jardines y fuentes, que vivir encerrada en la vieja torre fronteriza de vuestro padre? ¿Qué importa que Mohamed sea infiel? Os casáis con él, no con su religión; y si es un poquito viejo, más pronto os quedaréis viuda y dueña de vuestro albedrío; y, puesto que de todas maneras tenéis que estar en su poder, más vale ser princesa que no esclava. Cuando uno cae en manos de un ladrón, mejor es venderle las mercancías a buen precio que no dar lugar a que las arrebate por fuerza.
   Los argumentos de la discreta Kadiga hicieron su efecto. La joven española enjugó sus lágrimas y accedió al fin a ser esposa de Mohamed el Zurdo, adoptando, al parecer, la religión de su real esposo, así como la astuta dueña afectó haberse hecho fervorosa partidaria de la religión mahometana; entonces precisamente fue cuando tomó el nombre árabe de Kadiga y se le permitió permanecer como persona de confianza al lado de su señora.
   Andando el tiempo, el rey moro fue padre de tres hermosísimas princesas, habidas en un mismo parto; y, aunque él hubiera preferido que nacieran varones, se consoló con la idea de que sus tres preciosas niñas eran bastante hermosas para un hombre de su edad, y por añadidura zurdo.
   Siguiendo la costumbre de los califas musulmanes, convocó a sus astrólogos para consultarles sobre tan fausto suceso. Hecho por los sabios el horóscopo de las tres princesas, dijeron al rey, moviendo la cabeza: "Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero éstas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna.
   Mohamed el Zurdo era tenido entre los cortesanos por un rey sabio, y, a decir verdad, tal se consideraba él mismo. La predicación de los astrólogos no le causó más que una ligera inquietud, y confió en su ingenio para guardar sus hijas y contrariar la fuerza de los hados.
   El triple nacimiento fue el último trofeo conyugal del monarca, pues la reina no dio a luz más hijos, y murió pocos años después, dejando confiadas sus tiernas niñas al amor y fidelidad de la discreta Kadiga.
   Muchos años tenían que pasar para que las princesas llegasen a la edad del peligro: a la edad de casarse. "Es bueno, con todo, precaverse con tiempo", dijo el astuto monarca; y, en su virtud, resolvió encerrarlas en el castillo real de Salobreña. Era éste un suntuoso palacio incrustado en una inexpugnable fortaleza morisca situada en la cima de una montaña, desde la que se dominaba el mar Mediterráneo, sirviendo de regio retiro, donde los monarcas musulmanes encerraban a los parientes que les estorbaban, permitiéndoles, fuera de la libertad, todo género de comodidades y diversiones, en medio de las cuales pasaban sus días en voluptuosa indolencia.
   Allí permanecieron las princesas, separadas del mundo pero rodeadas de comodidades y servidas por esclavos que les adivinaban todos sus deseos. Tenían para su recreo deliciosos jardines llenos de las frutas y flores más raras, con arboledas aromáticas y perfumados baños. Por tres lados daba vistas el castillo a un delicioso valle, hermoso y alegre por su rica y variada vegetación, y limitado por las altas montañas de la Alpujarra; y por el otro lado dominaba el ancho y resplandeciente mar.
   En esta deliciosa morada, gozando de un clima plácido y bajo un cielo despejado, las tres princesas crecieron con maravillosa hermosura; y, aunque todas se educaron del mismo modo, daban ya señales prematuras de su diversidad de carácter. Se llamaban Zayda, Zorayda y Zorahayda, y éste era su orden por edades, pues habían tenido tres minutos de intervalo al nacer.
   Zayda, la mayor, era de espíritu intrépido, y siempre se ponía al frente de sus hermanas para todo: lo mismo que hizo al nacer. Era curiosa y preguntona, y amiga de profundizar el porqué de todas las cosas.
   Zorayda era apasionada de la belleza, por cuya razón, sin duda, se deleitaba mirando su propia imagen en un espejo o en las cristalinas aguas de una fuente, y tenía delirio por las flores, por las joyas, por todos aquellos adornos que realzan la hermosura.
   En cuanto a Zorahayda, la menor, era dulce, tímida y extremadamente sensible, derramando siempre ternura, como se podía apreciar a primera vista, por las innumerables flores, pájaros y otros animalitos domésticos que cuidaba con el más entrañable cariño. Sus diversiones eran sencillas, mezcladas con meditaciones y ensueños; se sentaba horas enteras en un ajimez, fija la mirada en las brillantes estrellas de una noche de verano o en el mar rielado por la luna; y entonces la canción de un pescador, débilmente oída desde la playa, o los acordes de una flauta morisca desde alguna barca que cruzaba, eran suficientes para extasiar su ánimo. Sin embargo, bastaba para acobardarla el que se conjurasen los elementos, haciéndola caer desmayada el estampido del trueno.
   Así pasaron los años tranquila y dulcemente. La discreta Kadiga, a quien las princesas estaban confiadas, cumplía lealmente su custodia y las servía con perseverante cuidado.
   El castillo de Salobreña, como ya se ha dicho, estaba construido en la cúspide de una colina a orillas del Mediterráneo. Una de las murallas exteriores se extendía por la base de una colina hasta llegar a una roca saliente que dominaba al mar, y con una estrecha playa arenosa al pie, bañada por las rizadas olas. La pequeña atalaya que se levantaba sobre esta roca se había convertido en una especie de pabellón, desde cuyos ajimeces, cubiertos con celosías, se podía aspirar la brisa del mar. En aquel sitio pasaban las princesas las calurosas horas del mediodía.
   Hallándose en cierta ocasión sentada la curiosa Zayda en una de las ventanas del pabellón, mientras que sus hermanas dormían la siesta recostadas en otomanas, se fijó en una galera que venía costeando a mesurados golpes de remo. Cuando se fue acercando, observó que venía llena de hombres armados. La galera ancló al pie de la torre, y un pelotón de soldados moriscos desembarcó en la estrecha playa conduciendo varios prisioneros cristianos. La curiosa Zayda despertó inmediatamente a sus hermanas, y las tres se pusieron a observar cautelosamente por la espesa celosía de la ventana, que las libertaba de ser vistas. Entre los prisioneros venían tres caballeros españoles ricamente vestidos; estaban en la flor de su juventud y eran de noble presencia; además, la arrogante altivez con que caminaban, aunque cargados de cadenas y rodeados de enemigos, manifestaba la grandeza de sus almas. Las princesas miraban con profundo y anhelante interés; y si se tiene en cuenta que vivían encerradas en aquel castillo, rodeadas de siervas y no viendo más hombres que los esclavos negros y los rudos pescadores, ¿cómo ha de extrañarnos que produjera una gran emoción en sus corazones la presencia de aquellos tres apuestos caballeros radiantes de juventud y de varonil belleza?
   —¿Habrá en la tierra ser más noble que aquel caballero vestido de carmesí? —dijo Zayda, la mayor de las tres hermanas—. ¡Mirad qué arrogante va, como si todos los que le rodean fuesen sus esclavos!
   —¡Fijaos en aquel otro, vestido de azul! —exclamó Zorayda—. ¡Qué hermosura! ¡Qué elegancia! ¡Qué porte!
   La gentil Zorahayda nada dijo; pero prefirió en su interior al caballero vestido de verde.
   Las princesas siguieron observando hasta que perdieron de vista a los prisioneros; entonces, suspirando tristemente, se volvieron, mirándose un momento unas a otras, sentándose, meditabundas y pensativas en sus otomanas.
   La discreta Kadiga las encontró en tal actitud. Contáronle ellas lo que habían visto, y aun el apagado corazón de la dueña se sintió también conmovido.
   —¡Pobres jóvenes! —exclamó—. ¡Apostaría que su cautiverio deja presa del más profundo dolor el corazón de algunas damas principales de su país! ¡Ah, hijas mías! No tenéis una idea de la vida que hacen estos caballeros en su patria. ¡Qué justas y torneos! ¡Qué respeto a sus damas! ¡Qué modo de enamorar y de dar serenatas!
   La curiosidad de Zayda se acrecentó en extremo, y no se cansaba de preguntar ni de oír de los labios de la dueña la animada pintura de los episodios de sus días juveniles allá en su país. La hermosa Zorayda se reprimía y se miraba disimuladamente en un espejo cuando la conversación recayó sobre los encantos de las damas españolas; en tanto que Zorahayda ahogaba sus suspiros cuando oía contar lo de las serenatas a la luz de la luna.
   Todos los días renovaba sus preguntas la curiosa Zayda, y todos los días repetía sus historias la madura dueña, siendo escuchada por su bello auditorio con profundo interés y entrecortados suspiros.
   Al fin la astuta vieja cayó en la cuenta del daño que acaso estaba ocasionando: ella se había acostumbrado a tratar a las princesas como niñas, sin considerar que insensiblemente habían ido creciendo y que tenía ya delante de sí tres hermosísimas jóvenes casaderas. "Ya es tiempo pensó la dueña de avisar al rey."
   Hallábase sentado cierta mañana Mohamed el Zurdo sobre un amplio diván en uno de los frescos salones de la Alhambra cuando llegó un esclavo de la fortaleza de Salobreña con un mensaje de la prudente Kadiga felicitándole en el cumpleaños del natalicio de sus hijas. Al mismo tiempo le presentó el esclavo una delicada cestita adornada de flores, y en la cual, sobre pámpanos y hojas de higuera, venían un melocotón, un albaricoque y un prisco, cuya frescura, color y madurez tentaban el apetito. El monarca, versado en el lenguaje oriental de las flores y las frutas, adivinó al punto el significado de esta emblemática ofrenda.
   —Ya ha llegado —dijo el periodo crítico señalado por los astrólogos: mis hijas están en la edad de casarse. ¿Qué haré? Están ocultas a las miradas de los hombres y bajo la custodia de la discreta Kadiga: todo marcha bien; pero no están bajo mi vigilancia, como me previnieron los astrólogos; debo, pues, recogerlas bajo mis alas y no confiarlas a nadie.
   Así diciendo, ordenó que prepararan una de las torres de la Alhambra para que les sirviese de vivienda y partió a la cabeza de sus guardias hacia la fortaleza de Salobreña, para traerlas él mismo en persona.
   Habían transcurrido diez años desde que Mohamed había visto por última vez a sus hijas, y no daba crédito a sus ojos contemplando el maravilloso cambio que se había verificado en ellas en tan breve espacio de tiempo; como que en este intervalo habían traspasado las infantas esa asombrosa línea divisoria de la vida de la mujer que separa a la imperfecta, informe y desimpresionada niña de la exuberante, ruborosa y pensativa adolescente que es lo mismo que pasar de los áridos y desiertos llanos de La Mancha a los voluptuosos valles y florecientes montañas de Andalucía.
   Zayda era alta y bien formada, de arrogante presencia y ojo perspicaz. Entró majestuosamente e hizo una profunda reverencia a Mohamed, tratándolo más bien como soberano que como padre. Zorayda era de regular estatura, mirada interesante, carácter agradable y sorprendente hermosura, realzada con la perfección de su tocado. Se acercó a su padre sonriendo, besándole la mano, y le saludó con varias estancias de cierto poeta árabe popular, de lo cual quedó contentísimo el monarca. Zorahayda era reservada y tímida, menos esbelta, en verdad, que sus hermanas; pero poseía esa hermosura tierna y suplicante que busca cariño y protección. No tenía condiciones de mando como su hermana la mayor, ni deslumbraba como la segunda, sino que había nacido para alimentar en su pecho el cariño de un amante, para dejarlo anidar en él, y vivir con ello feliz. Se acercó a su padre con paso tímido y casi vacilante, en ademán de tomar su mano para besarla, pero al mirar el rostro de Mohamed resplandeciendo con la sonrisa paternal dio rienda suelta a su natural ternura y se arrojó a su cuello amorosamente.
   Mohamed el Zurdo contempló a sus hijas con cierta mezcla de orgullo y perplejidad, y mientras se complacía en sus encantos recordaba la predicación de los astrólogos.
   —¡Tres hijas! ¡Tres hijas! —murmuró repetidas veces— ¡y las tres casaderas! He aquí una fruta tentadora del jardín de las Hespérides que necesitan un dragón para guardarlas.
   Preparó su regreso a Granada, enviando a la descubierta heraldos y ordenando que nadie transitase por el camino por donde tenía que pasar y que todas las puertas y ventanas estuviesen cerradas al aproximarse las princesas. Prevenido todo, se puso en marcha escoltado por un escuadrón de caballería de soldados negros y de horrible aspecto, vestidos con una brillante armadura.
   Las princesas cabalgaban junto al rey, tapadas con tupidos velos, en hermosos palafrenes blancos, con arreos de terciopelo bordados en oro que arrastraban hasta el suelo; los bocados y estribos eran asimismo de oro, y las bridas de seda, recamadas de perlas y piedras preciosas. Los palafrenes estaban cubiertos de campanillas de plata, que producían una música muy agradable cuando iban andando. Pero ¡ay del desgraciado mortal que estuviese en el camino cuando se oyese el sonido de estas campanillas! Los guardias tenían orden de darle muerte sin piedad.
   Ya se aproximaba la cabalgata a Granada cuando se vio en uno de los bancos de la ribera del Genil un pequeño cuerpo de soldados, que conducía un convoy de prisioneros. Y era demasiado tarde para que se apartaran aquellos hombres del camino; por lo cual se echaron los soldados al suelo con los rostros mirando la tierra, y ordenaron a los cautivos que hicieran lo mismo. Entre los prisioneros se hallaban aquellos tres apuestos caballeros que las princesas habían visto desde el pabellón. Ya porque no hubieran comprendido la orden, ya porque fueran demasiado altivos para obedecerla, lo cierto es que permanecieron en pie, contemplando la cabalgata que se aproximaba.
   Encendióse el monarca de ira viendo que no se cumplían sus mandatos, y desenvainando su cimitarra y adelantándose hacia ellos, iba a esgrimirla con su brazo zurdo, golpe que hubiera sido fatal por lo menos para uno de los prisioneros, cuando las princesas le rodearon e imploraron piedad para los prisioneros; y hasta la tímida Zorahayda olvidó su reserva y tornóse elocuente en su favor. Mohamed se detuvo con la cimitarra levantada, cuando el capitán de guardia le dijo arrojándose a sus pies:
   —No ejecute vuestra majestad una acción que escandalizaría a todo el reino. Éstos son tres bravos y nobles caballeros españoles, que han caído prisioneros en el campo de batalla, batiéndose como leones; son de alto linaje y pueden ser rescatados a buen precio.
   —¡Basta! —dijo el rey—. Les perdonaré la vida, pero castigaré su audacia; que los lleven a las Torres Bermejas y que los entreguen a los trabajos más duros y penosos.
   Mohamed estaba cometiendo uno de sus acostumbrados desatinos zurdos, pues con el tumulto y agitación de esta borrascosa escena dio lugar a que se levantaran los velos las tres princesas, dejando a la vista su radiante hermosura; y con prolongar el rey la conferencia, proporcionó ocasión para que la belleza produjera sus estragos. En aquellos tiempos la gente se enamoraba más repentinamente que ahora, como demuestran antiguas historias; por consiguiente, no debe chocarnos que los corazones de los tres caballeros quedasen completamente cautivados, sobre toda cuando la gratitud se unía a la admiración. Es, sin embargo, bastante singular, aunque no menos cierto, que cada uno de ellos se enamoró precisamente de la joven que respectivamente le correspondía. En cuanto a las princesas, se admiraron más que nunca del noble porte de los cautivos, regocijándose interiormente de cuanto habían oído acerca de su valor y noble linaje.
   La regia cabalgata prosiguió su marcha; las tres princesas caminaban pensativas en sus soberbios palafrenes, y de vez en cuando dirigían una mirada furtiva hacia atrás, para ver a los cristianos cautivos, mientras éstos eran conducidos a la prisión que se les había destinado en las Torres Bermejas.
   La residencia preparada para las infantas era de lo más escrupuloso y delicado que podía imaginar la fantasía: una torre apartada del palacio principal de la Alhambra, aunque comunicaba con él por la muralla que rodeaba la cumbre de la colina. Por un lado daba vistas al interior de la fortaleza, y al pie tenía un pequeño jardín poblado de las flores más exóticas. Por otro lado dominaba a una honda y abovedada cañada que separaba los terrenos de la Alhambra de los del Generalife. El interior de esta torre estaba dividido en pequeños y lindos departamentos, lujosamente decorados en elegante estilo árabe, y rodeando a un vasto salón cuyo techo se elevaba casi hasta lo alto de la torre. Las paredes y artesonados hallábanse adornados con calados y arabescos que deslumbraban con sus doradas y brillantes pinturas. En el centro de pavimento de mármol había una fuente de alabastro rodeada de flores y hierbas aromáticas, y de la cual brotaba un surtidor de agua que refrescaba todo el edificio, produciendo un sonido arrullador. Alrededor del salón se veían suspendidas algunas jaulas formadas con alambres de oro y plata, y encerrados en ellas pajarillas de preciosísimo plumaje, que despedían gorjeos y trinos armoniosos.
   Las princesas se habían mostrado de genio alegre en el castillo de Salobreña, por lo cual el rey esperaba verlas entusiasmadas en la Alhambra. Pero, con gran sorpresa suya, empezaron a languidecer y a tornarse melancólicas, no manifestándose nunca satisfechas en nada. No les deleitaba la fragancia de las flores; el canto de los ruiseñores les turbaba el sueño por la noche; y, por último, no podían soportar con paciencia el continuo murmullo de la fuente de alabastro desde la mañana hasta la noche, y desde la noche hasta la mañana.
   El rey, que era de carácter vidrioso y tiránico por temperamento, se irritaba por esta los primeros días; pero reflexionó después de que sus hijas habían entrado ya en la edad en que el alma de la mujer se ensancha y se aumentan sus deseos. "Ya no son niñas —se dijo— ya son mujeres formadas y necesitan objetos que les llamen la atención." Llamó, por lo tanto, a las modistas, los joyeros y los artistas en oro y plata del Zacatín de Granada, y abrumó a las princesas con vestidos de seda, de tisú y brocados, chales de Cachemira, collares de perlas y diamantes, anillos, brazaletes y con toda clase de objetos preciosos.
   A pesar de todo esto, nada dio resultado; las princesas siguieron pálidas y tristes en medio de tanto lujo y suntuosidad, y parecían tres capullos marchitos agotándose en un mismo tallo. El rey no sabía qué hacerse, y como tema gran confianza en su propia manera de pensar, jamás pedía a nadie consejo. "Los antojos y caprichos de tres doncellas casaderas son en verdad cosa harto suficiente —decía a sí mismo— para poner en un aprieto al hombre más avisado." Así, pues, por primera vez en su vida, pidió que le iluminaran con un consejo. La persona a quien se dirigió, demandándosele, fue la experimentada dueña.
   —Kadiga —dijo el rey—, creo que eres una de las mujeres más discretas del mundo entero, y también que me eres fiel; por lo cual te he tenido siempre al lado de mis hijas. Los padres no deben ser reservados con aquellos en quienes depositan su confianza; deseo, por lo tanto, que averigues la secreta enfermedad que se ha apoderado de las princesas y que descubras los medios de devolverles la salud y la alegría.
   Kadiga, en términos explícitos, le prometió obediencia. Ella conocía mejor que las infantas mismas la enfermedad de que adolecían; y encerrándose con ellas, procuró ganar su confianza.
   —Mis queridas niñas: ¿qué razón hay para que os mostréis tristes y apesadumbradas en un sitio tan delicioso como éste, y donde tenéis todo cuanto el alma pueda desear?
   Las princesas miraron melancólicamente en torno del salón y lanzaron un suspiro.
   —¿Qué más queréis? ¿Por ventura quisierais que os trajera el admirable loro que habla todas las lenguas y que hace las delicias de Granada?
   —¡No! ¡No! —exclamó la princesa Zayda—. Ése es un pájaro horrible y vocinglero que charla sin tener idea de lo que dice; es menester no tener sentido común para soportar tal tabardillo.
   —¿Os hago traer un mono del peñón de Gibraltar para que os divierta con sus gestos?
   —¡Un mono! ¡Ah! ... —exclamó Zorayda—. ¡La detestable imitación del hombre! Aborrezco a ese asqueroso animal.
   —Entonces haré venir al famoso cantor negro Casem, del harén real de Marruecos. Dicen que tiene una voz tan delicada como la de una mujer.
   —Me aterroriza mirar a los esclavos negros —dijo la dulce Zorahayda; además he perdido la afición a la música.
   —¡Ay, hija mía! No dirías eso —dijo la anciana maliciosamente— si hubieras oído la música que yo oí anoche a los tres caballeros españoles que tropezamos en nuestro viaje. Pero, ¡noramala de mí!, ¿por qué os ponéis, niñas, tan ruborizadas y en tal estado de turbación?
   —¡No es nada, no es nada, buena madre! Seguid, os lo rogamos.
   —Pues bien; cuando pasé ayer noche por las Torres Bermejas, vi a los tres caballeros descansando del rudo trabajo del día. ¡Uno de ellos estaba tocando la guitarra tan gallardamente... mientras los otros cantaban, alternando, con tal estilo, que los mismos guardias parecían estatuas u hombres encantados! ¡Allah me perdone, pero al oír las canciones de mi país natal, me sentí conmovida! Y luego, ¡ver tres jóvenes tan nobles y gentiles cargados de cadenas y en la esclavitud!
   Al llegar aquí no pudo contener la buena anciana las lágrimas que le venían a los ojos.
   —¿Y no pudierais, madre, procurarnos el que viésemos a esos nobles caballeros? —preguntó Zayda.
   —Yo creo —añadió Zorayda— que un poco de música nos reanimaría extraordinariamente.
   La tímida Zorahayda no dijo nada, pero echó los brazos al cuello de Kadiga.
   —¡Infeliz de mí! —exclamó la discreta anciana—. ¿Qué estáis diciendo, hijas mías? Vuestro padre nos quitaría la vida a todas si luego lo supiese. Además, aunque estos caballeros son bien educados y nobles, ¿qué importa? Al fin son enemigos de nuestra fe, y no debéis pensar en ellos más que para aborrecerlos.
   Hay una admirable intrepidez en los deseos de la mujer, especialmente cuando está en la edad de casarse, que le hace no acobardarse ante los peligros ni las negativas. Las princesas rodearon a la dueña rogándole y suplicándole, y asegurándole por último que su obstinada negativa les desgarraría el corazón.
   ¿Qué hacer ella? Aunque era, en verdad, la mujer más discreta del mundo entero y la servidora más fiel del rey, con todo, ¿tendría valor para destrozar el corazón de aquellas tres hermosas criaturas por el simple toque de una guitarra? Además, aunque estaba tanto tiempo entre moros y había cambiado de religión, haciendo lo propio que su antigua señora, como fiel servidora suya, al fin era española de nacimiento y tenía el cristianismo en el fondo de su corazón; por lo cual se propuso buscar el m odo de dar gusto a las princesas.
   Los cautivos cristianos, presos en las Torres Bermejas, estaban a cargo de un barbudo renegado de anchas espaldas, llamado Hussein Baba, que tenía fama de ser algo aficionado a que le "untasen el bolsillo". Fue a verlo privadamente, y, deslizándole en la mano una moneda de oro de bastante peso, le dijo:
   —Hussein Baba: mis señoritas, las tres princesas que están encerradas en la torre, aburridas y faltas de distracción, quieren oír los primores musicales de los tres caballeros españoles y tener una prueba de su rara habilidad. Estoy segura de que sois bondadoso y no me negaréis un capricho tan inocente.
   —¡Cómo! ¿Para que luego pongan mi cabeza a hacer muecas sobre la puerta de mi torre? ¡Ah! No lo dudéis: ésa sería la recompensa que me daría el rey si llegara después a enterarse.
   —No debéis temer que ocurra tal cosa, pues podemos arreglar el asunto de modo que complazcamos a las princesas sin que su padre se entere, de nada. Bien conocéis la honda cañada que pasa precisamente por el pie de la torre; poned a los tres cristianos para que trabajen allí, y en los intermedios del trabajo dejadlas cantar y tocar como si fuera para su propio recreo. De esta manera podrán oírlos las princesas desde los ajimeces de la torre, y estad seguro de que se os pagará bien vuestra condescendencia.
   La buena anciana concluyó su conferencia, apretando la ruda mano del renegado y dejándole en ella otra moneda de oro.
   Su elocuencia fue irresistible: al día siguiente los tres cautivos caballeros fueron llevados a trabajar en el valle, junto a la misma Torre de las Infantas; y durante las horas calurosas del mediodía, mientras que sus compañeros de trabajo dormían la siesta a la sombra, y los centinelas, amodorrados, daban cabezadas en sus puestos, se sentaron nuestros caballeros sobre la hierba al pie del baluarte y comenzaron a cantar trovas españolas al melodioso son de sus guitarras.
   Aunque el valle era profundo y alta la torre, sus voces se elevaban claras y dulcísimas en medio del silencio de aquellas soñolientas horas del estío. Las princesas escuchaban desde el ajimez, y como su aya les había enseñado la lengua castellana, se deleitaban en extremo oyendo las tiernas endechas de sus gallardos trovadores. La juiciosa Kadiga, por el contrario, afectaba estar dada a los mismos diablos.
   —¡Allah nos saque con bien! —¡exclamó—. ¡Ya están esos señores cantando trovas amorosas dirigidas a vosotras! ¿Habráse visto audacia tal? ¡Voy a ver ahora mismo al capataz de los esclavos, para que los apaleen sin compasión!
   — ¡Cómo! ¿Apalear a tan galantes caballeros porque cantan con tan singular habilidad y dulzura?
   Las hermosas princesas se horrorizaban ante semejante cruel idea. La honesta indignación de la buena dueña, al cabo mujer y de condición y genio apacible, se calmó fácilmente. Por otro lado, parecía que la música había producido un efecto benéfico en sus señoritas, pues sus mejillas se iban sonrosando poco a poco y sus lindos ojos volvían a despedir fúlgida luz radiante. No hizo, por lo tanto, más observaciones sobre las amorosas estrofas de los caballeros.
   Cuando concluyeron éstos de cantar las princesas quedaron silenciosas por un breve momento; pero enseguida Zorayda cogió su laúd, y con voz débil y emocionada, entonó un ligero aire africano, cuya letra decía así:
En su lecho de verdor
crece la rosa escondida,
escuchando complacida
los trinos del ruiseñor.
   Desde entonces los caballeros eran traídos casi todos los días a los trabajos de la cañada. El considerado Hussein Baba se fue haciendo cada vez más indulgente, y cada día manifestaba mayor propensión a quedarse dormido en su puesto. Así pues, se estableció una misteriosa correspondencia entre los caballeros y las enamoradas princesas por medio de romanzas y canciones, ajustadas a los sentimientos de unos y otras en cuanto era posible.
   Aunque tímidamente, las princesas llegaron a asomarse al ajimez, burlando la vigilancia de los guardias, y a conversar con sus enamorados caballeros por medio de flores, cuyo simbólico lenguaje era conocido de entre ambas partes, aumentando las mismas dificultades de sus correspondencias el deleite inefable de sus amores, el fuego encendido de sus corazones; pues sabido es que el amor se complace en luchar con la resistencia, y que crece con más vigor en el terreno que parece más árido y estéril.
   El cambio operado en los rostros, en las miradas y en el carácter de las princesas con esta secreta correspondencia sorprendió y satisfizo al zurdo monarca; pero nadie se mostraba de ello tan ufano como la discreta Kadiga, pues lo consideraba todo debido a su exquisito tacto.
   Mas he aquí que esta telegráfica correspondencia se interrumpió durante unos días, pues no volvieron a aparecer los caballeros cristianos en el valle. En vano las tres hermosas prisioneras miraban desde lo alto de la torre; en vano asomaban sus gargantas de nieve por el ajimez; en vano cantaban como ruiseñores presos en sus jaulas: sus galantes caballeros no se veían ni contestaban a sus cantos desde la alameda. La discreta Kadiga salió para enterarse de lo que sucedía, y volvió muy en breve con el rostro descompuesto por la turbación.
   —¡Ay, niñas mías! —gritó—. ¡Ya preveía yo en lo que vendría a parar todo esto; pero así lo quisisteis vosotras! Ya podéis colgar vuestros laúdes en los sauces, pues los caballeros españoles han sido rescatados por sus familias, y estarán a estas horas en Granada disponiéndose para regresar a su patria.
   Las enamoradas infantas se desconsolaron con tan contraria noticia. La bella Zayda se indignó por la descortesía que habían usado con ellas marchándose sin dirigirles siquiera una palabra de despedida. Zorayda se oprimía las manos de desesperación y lloraba, mirándose al espejo; y no bien enjugaba sus lágrimas, cuando se deshacía en nuevo amargo llanto. La gentil Zorahayda se apoyaba en el ajimez gimiendo silenciosamente y regando gota a gota con sus lágrimas las flores de la ladera en donde habían estado sentados tantas y tantas veces los desleales caballeros.
   La buena Kadiga hizo cuanto pudo por mitigarles su dolor.
   —Consolaos, mis queridas niñas —les decía — esto os parecerá nada cuando tengáis mi experiencia de las cosas del mundo. Cuando lleguéis a mi edad ya sabréis perfectamente lo que son los hombres. Juraría que esos caballeros tienen amores con algunas de las beldades españolas de Córdoba o Sevilla, y pronto les estarán dando serenatas bajo sus ventanas y se olvidarán, ¡ay!, para siempre de sus bellas amantes moriscas de la Alhambra. Sosegaos, por lo tanto, niñas mías, y desechadlos de vuestros corazones.
   Empero, estas juiciosas reflexiones de la discreta Kadiga sólo servían para acrecentar la desesperación de las hermosas princesas, las cuales permanecieron inconsolables durante los primeros días. En la mañana del tercero la buena aya entró en sus departamentos mostrándose trémula de indignación.
   —¡Quién hubiera creído capaz de tamaña insolencia a ningún ser humano! —exclamó tan pronto como pudo hallar palabras para expresarse—. Pero me lo tengo muy bien merecido, por haber contribuido a hacer traición a vuestro bondadoso padre. ¡No me habléis jamás, en la vida, de tales caballeros cristianos!
   —Pero, ¿qué ha sucedido, mi buena Kadiga? —exclamaron las tres princesas con anhelante ansiedad.
   —¿Que qué ha sucedido? ¡Pues que han hecho traición, o, lo que es lo mismo, que me han propuesto hacer una traición!... ¡A mí, a la más fiel de todos los vasallos! ¡A mí, la más digna de confianza de cuantas ayas hay en el mundo! Sí, hijas mías; los caballeros españoles se han atrevido a proponerme que os persuada para que huyáis con ellos a Córdoba, donde os harán sus esposas.
   Al llegar aquí, la taimada vieja se cubrió el rostro con sus manos y afectó dar rienda suelta a un violento acceso de pena y de indignación. Las tres hermosas princesas tan pronto se ponían rojas como pálidas, temblaban dirigiendo sus ojos al suelo y se miraban de reojo una a otra sin pronunciar palabra, en tanto que la dueña se sentaba agitándose con un movimiento violento, y prorrumpiendo de cuando en cuando en estas exclamaciones:
   —¡Que haya yo vivido para ser de tal modo ultrajada! ¡Yo!... ¡la más fiel servidora de mi señor!
   Al fin, la mayor de las princesas, que era la que poseía más valor y la que siempre se colocaba a la cabeza de sus hermanas, se aproximó a su querida aya y le dijo, poniéndole la mano sobre el hombro:
   —Y bien, madre; y si nosotras quisiéramos huir con los caballeros cristianos, ¿sería eso posible?
   La buena de la dueña se contuvo por un momento; pero después, mirando a la princesa, le respondió:
   —¡Posible!... ¡Ya lo creo que es posible! ¿Pues no han sobornado ya los caballeros al renegado capitán de la guardia, Hussein Baba, y concertado con él el plan de evasión? Pero ¡pensar en engañar a vuestro padre, que ha depositado en mí toda su confianza!
   Y aquí la buena mujer volvía de nuevo a sus aspavientos, a agitarse trémula, a retorcerse las manos...
   —Pero nuestro padre nunca ha puesto su confianza en nosotras —replicó la mayor de las princesas— por el contrario, se ha fiado más bien de llaves y cerrojos, tratándonos como unas miserables cautivas.
   —Eso sí es verdad —dijo a su vez la dueña, haciendo otro paréntesis en sus lamentaciones; ciertamente que os ha tratado de un modo indigno, encerrandoos aquí para que se marchite vuestra hermosura en esta vieja torre, como rosas que se deshojan en un búcaro. Sin embargo, hijas, ¡abandonar vuestro país natal!
   —¿Pues acaso la tierra adonde huiríamos no es la patria de nuestra madre, y donde viviríamos en libertad? ¿Y no sería preferible tener cada una un marido joven y cariñoso en vez de un padre viejo y severo?
   —¡Calla, pues es verdad también todo eso! Y hay que confesar que vuestro padre es bastante tirano; pero entonces —volviendo a sus remilgos —¿me vais a dejar aquí abandonada; para que sea yo la víctima de su venganza?
   —No, por cierto, mi buena Kadiga, ¿pues no podéis huir también con nosotras?
   —Ciertamente que sí, niña mía; y para decir toda la verdad, cuando conversó sobre esto conmigo Hussein Baba, me prometió cuidar de mí si quería acompañaros en vuestra fuga; pero de todos modos, ¡pensadlo muy bien, hijas mías! ¿Habéis de tener valor para renunciar a la religión de vuestro padre?
   —La religión de Cristo fue la primera profesada por nuestra madre —dijo la princesa mayor— yo estoy dispuesta a convertirme y segura de que mis hermanas imitarán mi ejemplo.
   —¡Tienes razón, hija mía! —exclamó la amorosa dueña rebasando alegría.— Esa fue la religión primitiva de vuestra madre, y se lamentó amargamente en su lecho de muerte de haber abjurado de ella. Yo le prometí entonces cuidar de vuestras almas, y ahora me lleno de júbilo viéndoos en camino de salvación. Sí, hijas del alma; yo también nací cristiana, y he seguido siéndolo dentro de mi corazón y estoy resuelta a volver a mi antigua fe. He hablado sobre todo esto con Hussein Baba, español de nacimiento y originario de un pueblo no muy distante del mío natal, y se halla el pobre también ansioso de volver a su patria y de reconciliarse con la Iglesia; habiéndole prometido los caballeros que si él y yo estábamos dispuestos a ser marido y mujer cuando volvamos al país que nos vio nacer, ellos cuidarán de protegernos.
   En una palabra: resultó que la discretísima y astuta dueña había celebrado una entrevista con los caballeros y el renegado, y que habían dejado concertado todo el plan de la huida. La princesa mayor consintió inmediatamente en ello, y su ejemplo, como de ordinario, trazó la línea de conducta de sus hermanas; sin embargo, la menor se mostraba vacilante, pues era de alma tan bella como tímida, y su tierno corazón luchaba entre el cariño filial y su pasión juvenil. La hermana mayor ganó la victoria, como siempre, y entre lágrimas y ahogados suspiros se comenzó a preparar al punto la evasión.
   La escabrosa colina sobre la cual estaba edificada la Alhambra se halla desde tiempos antiguos minada con pasadizos subterráneos cortados en la roca y que conducen desde la fortaleza a varios sitios de la ciudad y a distantes portillos en las riberas del Darro y del Genil, construidos en épocas diferentes por los reyes moros, como medios de escapar en las repentinas insurrecciones, o para salir secretamente a particulares aventuras. Muchos de estos subterráneos se encuentran hoy completamente ignorados, y otros en parte cegados con escombros y en parte tapiados, sirviéndonos de monumentos de las celosas precauciones y estratagemas guerreras del gobierno musulmán. Por uno de estos pasadizos concertó Hussein Baba sacar a las infantas hasta una salida más allá de las murallas de la ciudad, donde los caballeros se hallarían preparados con ligeros corceles para huir rápidamente con ellas hasta la frontera.
   Llegó la noche designada; la torre donde moraban las princesas fue cerrada como de costumbre, y la Alhambra yacía en el más profundo silencio. A eso de la media noche la discreta Kadiga escuchó desde el ajimez al renegado Hussein Baba, que ya estaba debajo y daba la señal. La dueña amarró el cabo de una escalera al ajimez y dejó caer ésta al jardín, bajándose luego por ella. Las dos infantas mayores la siguieron con el corazón palpitante; pero cuando llegó su turno a la princesa menor, Zorahayda, titubeó y tembló. Aventuró varias veces el apoyar su delicado y menudo pie en la escala y otras tantas lo retiró, agitándose tanto más su pobre corazón cuanto más vacilaba. Lanzó luego una mirada aflictiva a la habitación tapizada de seda; en ella vivía, es verdad, como el pájaro aprisionado en su jaula, pero al fin allí se encontraba segura. ¿Quién podría adivinar los peligros que la rodearían cuando se viera lanzada en el piélago del mundo? Pero luego se le presentó la imagen de su galán amante cristiano, y puso de nuevo su piececito sobre la escalera; por último se acordó otra vez de su padre y lo volvió a retirar. Es imposible describir la lucha que se daba en el turbado corazón de aquella pobre niña, tan enamorada y tierna como tímida e ignorante de las cosas de esta vida.
   En vano le rogaban sus hermanas, regañaba la dueña y blasfemaba el renegado debajo del ajimez; la gentil princesa mora continuaba dudosa y titubeaba en el momento crítico de la fuga, tentada por las dulzuras de la falta, pero aterrada por los peligros.
   A cada momento era mayor el riesgo de ser descubiertos. Se oyeron pasos lejanos.
   —¡Las patrullas vienen haciendo la ronda! —gritó el renegado—. Si nos detenemos un momento más, estamos perdidos. ¡Princesa: descended inmediatamente, o, si no, os abandonamos!
   La infeliz Zorahayda se sintió presa de una agitación febril, y desatando la escala de cuerda con desesperada resolución, la dejó caer desde el ajimez.
   —¡Todo se ha concluido! —exclamó—. ¡No me es posible ya la fuga! ¡Allah os guíe y os bendiga, amadas hermanas mías!
   Las dos infantas mayores se horrorizaron al pensar que la iban a dejar sola, y ya hubieran preferido quedarse; pero la patrulla se acercaba, el renegado estaba furioso, y se vieron llevadas atropelladamente hasta el pasadizo subterráneo. Anduvieron a tientas por un horrible laberinto cortado en el seno de la montaña, logrando llegar sin ser descubiertas a una puerta de hierro que daba fuera del recinto. Los caballeros españoles estaban aguardándolas disfrazados de soldados moriscos de la guardia que mandaba el renegado.
   El amante de Zorahayda se desesperó cuando supo que aquélla había rehusado abandonar la torre; pero no se podía perder tiempo en inútiles lamentos. Las dos princesas fueron colocadas a la grupa con sus amantes, y la discreta Kadiga montó detrás del renegado, partiendo todos aprisa en dirección del Paso de Lope, que conduce por entre montañas a Córdoba.
   No se hallaban aún muy lejos cuando oyeron el ruido de tambores y trompetas en los adarves de la Alhambra.
   —¡Nuestra fuga se ha descubierto! —dijo el renegado.
   —Tenemos ligeros corceles, la noche es oscura y podemos burlar la persecución replicaron los caballeros.
   Espolearon sus caballos y escaparon a través de la vega, llegando al pie de la Sierra Elvira, que se levanta como un promontorio en medio de la llanura. El renegado se detuvo y escuchó.
   —Hasta ahora —dijo el renegado— nadie viene en nuestro seguimiento; creo que podremos escapar a las montañas.
   Al decir eso brilló una luz intensa en la torre que servía para señales en la Alhambra.
   —¡Maldición! —gritó el renegado—. Ésa es la señal de ¡alerta! a todos los guardias de los pasos. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Espoleemos con furor, pues no hay tiempo que perder!
   Corrían y corrían vertiginosamente, y el choque de las herraduras de sus caballos se repetía de roca en roca, conforme iban atravesando el camino que costeaba la pedregosa Sierra Elvira; pero al propio tiempo que galopaban vieron que la luz de la Alhambra era contestada en todas direcciones desde las atalayas de las montañas.
   —¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba el renegado en medio de sus increpaciones y juramentos—. ¡Al puente, al puente, antes de que la alarma haya cundido hasta allí!
   Doblaron el promontorio de la montaña y llegaron a la vista del famoso Puente de Pinos, que atraviesa una impetuosa corriente, teñida en mil combates famosos con sangre de moros y cristianos. Para mayor tribulación, en la torre del puente se veían numerosas luces y brillar en ellas las armaduras de los soldados. El renegado se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor por un momento; después, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeando el río hasta cierta distancia, y se metió dentro de sus aguas. Los caballeros previnieron a las atribuladas princesas que se sujetaran bien a ellos. Sentíanse, en verdad, arrastrados a alguna distancia por la rápida corriente, cuyas rugientes olas bramaban a su alrededor; pero las hermosas princesas se afianzaban bien a los caballeros cristianos, e iban sin exhalar una queja. Por último, llegaron salvos a la orilla opuesta, y fueron guiados por el renegado a través de escabrosos y desusados pasos y ásperos barrancos por el interior de las montañas, evitando el pasar por los caminos de costumbre. En una palabra: lograron llegar a la antigua ciudad de Córdoba, donde fue celebrada la vuelta de ellos a su país y al seno de sus amigos con grandes fiestas, pues nuestros caballeros pertenecían a las familias más distinguidas. Las hermosas princesas fueron recibidas en el seno de la Iglesia y, después de haber abrazado la santa fe cristiana, se hicieron esposas y vivieron felicísimas.
   En nuestra prisa por ayudar a las princesas a atravesar el río y cruzar las montañas nos hemos olvidado de decir qué fue de la discreta Kadiga. Pues se agarró lo mismo que un gato a Hussein Baba durante la carrera a través de la Vega, chillando a cada salto y haciendo vomitar sapos y culebras al barbudo renegado; pero cuando éste se dispuso a meter su corcel en el río, su terror no conoció límites.
   —No me aprietes con tanta fuerza —le decía Hussein Baba— agárrate a mi cinturón y nada temas.
   Ella se había asido, en efecto, con ambas manos al cinturón de cuero del robusto renegado...; pero cuando se detuvieron los caballeros a tomar alientos en lo alto de la montaña, notaron que había desaparecido la dueña.
   —¿Qué ha sido de Kadiga? —gritaron las princesas alarmadas.
   —¡Sólo Allah lo sabe! —contestó el renegado—. Mi cinturón se desató en medio del río, y Kadiga fue arrastrada con él por la corriente. ¡Cúmplase la voluntad de Allah! Y en verdad que lo siento, porque era un cinturón bordado de gran precio.
   No había tiempo que perder para dolerse de aquella desgracia; con todo, lloraron amargamente las princesas la pérdida de su discreta consejera. Aquella excelente anciana, sin embargo, no perdió en la corriente más que la mitad de sus "siete vidas", pues un pescador que se hallaba sacando casualmente sus redes a alguna distancia río abajo, la sacó a tierra, quedando asombrado de su milagrosa pesca. Lo que fue después de la discreta Kadiga no lo cuenta la tradición, pero sí se sabe que ella acreditó su discreción no poniéndose jamás al alcance de Mohamed el Zurdo.
   Tampoco se sabe casi nada acerca de la conducta de aquel sagaz monarca cuando descubrió la evasión de sus hijas, y la mala pasada que le jugó "la más fiel de sus servidoras". Había sido la única vez en que había pedido consejo; no se sabe que jamás volviera a caer en semejante debilidad. Sin embargo, tuvo buen cuidado de guardar a la hija que le quedaba, a la infeliz que no había tenido ánimos para escaparse. Se cree también, como cosa muy cierta, que la princesa se arrepintió interiormente de haberse quedado dentro de la torre, y cuentan que de vez en cuando se la veía apoyada en el adarve, mirando tristemente las montañas en dirección a Córdoba, y que otras veces se oían los acordes de su laúd acompañándose sentidas canciones, en las cuales se lamentaba de la pérdida de sus hermanas y de su amante, condoliéndose al mismo tiempo de su solitaria existencia. Murió joven y, según el rumor popular, fue sepultada en una bóveda debajo de la torre, dando lugar su fin prematuro a más de una leyenda tradicional.