25 de febrero de 2016

Homero Serís

Serís, Homero

Autora: Eva Díaz Pérez





El protector de libros raros y curiosos

El bibliógrafo granadino murió en Nueva York en 1969 tras una destacada labor como intelectual en Estados Unidos. Fue discípulo de Menéndez Pidal y director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos. Durante la Guerra Civil formó parte del grupo de funcionarios que se ocupó de salvar las bibliotecas del Madrid sitiado y protegerlas en los sótanos de la Biblioteca Nacional. Ya en el exilio se dedicó a difundir por Estados Unidos la labor bibliotecaria del gobierno de la Segunda República. Enseñó en universidades como Syracuse University de Nueva York, fundó y dirigió el Centro de Estudios Hispánicos y fue vicepresidente de la Hispanic Society of América. Entre sus obras más destacadas está el “Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos”.

Era inevitable que tuviera sueños librescos, sueños escritos con letra aldina, juegos con

incunables, danzas por el aire de una pesadilla de encuadernación plateresca, insectos

bibliófagos apurando las páginas del tiempo. Homero Serís, el gran bibliógrafo, otra más de

los expulsados por la España franquista, sufrió los años de exilio derrotado por sus sueños

de libros, por todos los que había dejado atrás y por el recuerdo de su biblioteca perdida,

incapaz de entrar en la frágil maleta de un desterrado.

Homero Serís había nacido en Granada en 1879. Según una necrológica publicada el año

de su muerte en 1969 en EEUU, ya que España –desdeñoso país con sus hijos pródigos–

hace mucho que lo olvidó, su padre, el hombre de negocios José Serís Bonilla, tuvo el

capricho de que su hijo naciera en la misma Alhambra. Para ello hizo adecuar una habitación

del palacio nazarí para que su esposa, Enriqueta de Latorre, diera a luz un frío 12 de enero

de 1879. Este insólito alumbramiento unido a una biografía dominada por el fascinante

mundo de los libros convierten a Homero Serís en un personaje memorable olvidado

injustamente por la Historia.

Homero Serís fue un gran erudito, uno de esos hombres fruto del ambiente intelectual de la

Institución Libre de Enseñanza y que formó parte de ese organigrama de cultura exquisita

que se crea a partir de 1907 con la creación de la Junta de Ampliación de Estudios,

institución que permite el surgimiento de centros como la Residencia de Estudiantes o el

Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal. Homero Serís, discípulo de

Menéndez Pidal, dirigió el departamento de Bibliografía de este centro que hasta el estallido

de la Guerra Civil impulsó memorables proyectos luego silenciados y borrados por la

dictadura.

Cuánto recordaría el bibliógrafo granadino los tiempos felices en el Centro de Estudios

Históricos, cuya sede se encontraba en el antiguo Palacio de Hielo de la calle Duque de

Medinaceli. En su largo exilio en EEUU, donde se convierte en personaje principal del

establishment intelectual norteamericano junto a otros exiliados republicanos, Homero Serís

habría de difundir la labor que se realizó en España, sobre todo durante la Segunda

República, para impulsar el mundo del libro: la creación de bibliotecas rurales, el aumento de dotación de las bibliotecas de ciudad, de escuelas, las bibliotecas ambulantes o el nacimiento de la Feria del Libro de Madrid.

Ese Homero Serís que recorre EEUU agarrado al recuerdo de los libros que dejó atrás por culpa de una maldita historia, se sentaba en ocasiones en el salón de lectura de la Hispanic Society de Nueva York y repasaba los lomos de tantos libros españoles. Él, que fue presidente de este centro creado por Míster Archer Milton Huntington en 1904, admiraba por encima de otras colecciones la que reposaba en uno de los estantes: la biblioteca que Míster Huntington le compró al duque de T´Serclaes apenas iniciado el siglo XX. Aquella biblioteca que se encontraba en la casa sevillana del duque –una hermosa mansión en la actual calle Alfonso XII– salió de Sevilla por un millón de pesetas de la época y a los eruditos que la gozaban como amigos del duque y asiduos de su tertulia –Menéndez y Pelayo, Rodríguez Marín, Chaves Rey, Luis Montoto– les dolió más la partida de la biblioteca que la pérdida de la isla de Cuba también a manos de los EEUU.

Pero Homero Serís, autor del fundamental Manual de bibliografía de la literatura española y del Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, tenía un recuerdo especial de aquellos libros del duque de T´Serclaes. Él había vivido un curioso episodio relacionado con otros libros del duque durante la Guerra Civil, en el Madrid sitiado por las bombas franquistas. El bibliógrafo granadino conocía una historia que en España se había olvidado. Una historia recientemente recuperada gracias a una exposición que tuvo lugar el año pasado en la Biblioteca Nacional: Biblioteca en guerra.

Con motivo de esta exposición, varios investigadores desvelaron la vida de los archiveros y bibliotecarios que protagonizaron una empresa novelesca: la salvación de las bibliotecas durante la Guerra Civil. Homero Serís, como director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos, se ocupó del traslado de miles de libros dispersos por el Madrid bombardeado hasta el refugio en los sótanos de la Biblioteca Nacional.

En el año 2004 aparecieron en los sótanos varios “nidos”, término que sirve para designar cajas de documentos sin inventariar. Allí estaban las llamadas fichas de incautación realizadas por la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico. El episodio de la salvación de los libros es mucho menos conocido que el del rescate de las obras de arte, como el novelesco recorrido de los cuadros del Museo del Prado desde Madrid a Valencia y así hasta llegar a Suiza. Pero hubo muchos hombres y mujeres que participaron en esta tarea colectiva y luego silenciada. Entre ellos, Homero Serís cuya memoria se pierde en el lago Leteo o lago del olvido que ahogó a tantos exiliados.

Itinerario de rescate

Las fichas de incautación permiten seguir el itinerario de rescate de estos funcionarios de la República. Por ejemplo, para la protección de la biblioteca del Convento de las Descalzas, que estaba afectado por los obuses, se deposita la colección en la Sala Carlos III de la Biblioteca Nacional y se descubre un excepcional tesoro en manuscritos. Lo mismo ocurre con la biblioteca de Emilio Cotarelo –en la calle Serrano 98– donde aparece una de las bibliotecas más completas sobre teatro. La ficha de incautación de la biblioteca de Pedro Salinas –en la calle Príncipe de Vergara 76– especifica que ha sido depositada también en la Sala Carlos III, aunque se detalla que una cédula comunista se llevó algunos libros y«dejó recado al portero». Los funcionarios republicanos no pudieron evitar ciertos saqueos y pérdidas producidas en aquel terrible Madrid de la guerra.

Otra de las fichas tiene como protagonista a Homero Serís. Se trata de la biblioteca de José Lázaro Galdiano en Serrano 114 con más de 7.000 libros. Rodríguez Moñino, otro brillante bibliógrafo que realizó una importante labor en el rescate de los libros, llevó al Centro de Estudios obras de bibliografía de la biblioteca de Lázaro y de la de T´Serclaes. «Moñino y Serís la guardaron en un armario cuya llave no se ha podido hallar. El armario y los libros están intactos».

Tras el atroz episodio de la guerra se olvidó aquel episodio. Los protagonistas de aquella epopeya libresca habían muerto, estaban en el exilio, fueron fusilados o sufrieron durísimos expedientes de depuración. Pero Homero Serís siguió recordándolo toda su vida durante aquellas conferencias que ofrecía por las universidades norteamericanas y en aquellas largas tardes en la Hispanic Society, a veces, teniendo como únicos testigos de sus recuerdos los viejos libros de la biblioteca del duque de T´Serclaes.

La historia novelesca de Rodríguez Moñino

Los exiliados se convierten en hombres-memoria, en recreadores de lo perdido. Nada hay que teman más que el olvido. Y entre los recuerdos perdidos, Homero Serís evocaba uno con especial cariño. Tenía como protagonista a su buen amigo Antonio Rodríguez Moñino, el bibliógrafo extremeño que protagonizó épicos episodios de rescate de bibliotecas durante la guerra y que, por no optar por el exilio, sufrió un expediente de depuración que duró hasta finales de los sesenta.

Con el tiempo, Rodríguez Moñino llegó incluso a la Academia de la Lengua y, fue aclamado en las universidades americanas, que era donde se publicaban sus libros, además de ser vicesecretario de la Hispanic Society. Homero Serís y Rodríguez Moñino compartieron muchas tardes de recuerdos y confidencias en el Nueva York de los exiliados. Moñino siempre regresaba a la gris España cargado por los recuerdos que avivaba su buen amigo.

Serís aún guardaba el opúsculo que Rodríguez Moñino había escrito, animado por Tomás Navarro Tomás, director de la Biblioteca Nacional, para replicar al artículo que Miguel Artigas, ex director de la Biblioteca, había publicado desde la zona franquista en El Heraldo de Aragón en 1937. Artigas había iniciado una campaña de desprestigio contra la República asegurando que los tesoros bibliográficos se estaban destruyendo. El artículo se titulaba “Clamor de infortunio: A los hispanistas del mundo”.

Rodríguez Moñino respondía a los infundios propagandísticos de Artigas explicando la labor de salvaguarda de las bibliotecas durante la guerra. Artigas escribía: «No hay duda de que ha presidido en nuestros enemigos un torvo designio, una sistemática y preconcebida tarea de exterminio». Y Rodríguez Moñino, en nombre de la República, respondía: «Muchas de ellas han sido deshechas, en efecto: por la aviación y la artillería fascistas».



Además de salvar los libros de las bombas, los bibliotecarios, archiveros y bibliógrafos como Homero Serís habían permitido que riquísimas colecciones privadas estuvieran por primera vez a disposición de todos. Escribirá Rodríguez Moñino dirigiéndose a la desconcertada comunidad de hispanistas: «El investigador que quiera trabajar en archivos de la nobleza española no tendrá de ahora en adelante que ir a mendigarlo del señor duque o del señor conde (…) Thomas, gran editor de Góngora, tiene a su disposición nuevos códices gongorinos que su propietario Lázaro Galdeano no dejaba ver a nadie».

(Publicado en El Mundo el 19 de marzo de 2007

Homero Serís

Serís, Homero
Autora: Eva Díaz Pérez

El protector de libros raros y curiosos
El bibliógrafo granadino murió en Nueva York en 1969 tras una destacada labor como intelectual en Estados Unidos. Fue discípulo de Menéndez Pidal y director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos. Durante la Guerra Civil formó parte del grupo de funcionarios que se ocupó de salvar las bibliotecas del Madrid sitiado y protegerlas en los sótanos de la Biblioteca Nacional. Ya en el exilio se dedicó a difundir por Estados Unidos la labor bibliotecaria del gobierno de la Segunda República. Enseñó en universidades como Syracuse University de Nueva York, fundó y dirigió el Centro de Estudios Hispánicos y fue vicepresidente de la Hispanic Society of América. Entre sus obras más destacadas está el “Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos”.
Era inevitable que tuviera sueños librescos, sueños escritos con letra aldina, juegos con
incunables, danzas por el aire de una pesadilla de encuadernación plateresca, insectos
bibliófagos apurando las páginas del tiempo. Homero Serís, el gran bibliógrafo, otra más de
los expulsados por la España franquista, sufrió los años de exilio derrotado por sus sueños
de libros, por todos los que había dejado atrás y por el recuerdo de su biblioteca perdida,
incapaz de entrar en la frágil maleta de un desterrado.
Homero Serís había nacido en Granada en 1879. Según una necrológica publicada el año
de su muerte en 1969 en EEUU, ya que España –desdeñoso país con sus hijos pródigos–
hace mucho que lo olvidó, su padre, el hombre de negocios José Serís Bonilla, tuvo el
capricho de que su hijo naciera en la misma Alhambra. Para ello hizo adecuar una habitación
del palacio nazarí para que su esposa, Enriqueta de Latorre, diera a luz un frío 12 de enero
de 1879. Este insólito alumbramiento unido a una biografía dominada por el fascinante
mundo de los libros convierten a Homero Serís en un personaje memorable olvidado
injustamente por la Historia.
Homero Serís fue un gran erudito, uno de esos hombres fruto del ambiente intelectual de la
Institución Libre de Enseñanza y que formó parte de ese organigrama de cultura exquisita
que se crea a partir de 1907 con la creación de la Junta de Ampliación de Estudios,
institución que permite el surgimiento de centros como la Residencia de Estudiantes o el
Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal. Homero Serís, discípulo de
Menéndez Pidal, dirigió el departamento de Bibliografía de este centro que hasta el estallido
de la Guerra Civil impulsó memorables proyectos luego silenciados y borrados por la
dictadura.
Cuánto recordaría el bibliógrafo granadino los tiempos felices en el Centro de Estudios
Históricos, cuya sede se encontraba en el antiguo Palacio de Hielo de la calle Duque de
Medinaceli. En su largo exilio en EEUU, donde se convierte en personaje principal del
establishment intelectual norteamericano junto a otros exiliados republicanos, Homero Serís
habría de difundir la labor que se realizó en España, sobre todo durante la Segunda
República, para impulsar el mundo del libro: la creación de bibliotecas rurales, el aumento de dotación de las bibliotecas de ciudad, de escuelas, las bibliotecas ambulantes o el nacimiento de la Feria del Libro de Madrid.
Ese Homero Serís que recorre EEUU agarrado al recuerdo de los libros que dejó atrás por culpa de una maldita historia, se sentaba en ocasiones en el salón de lectura de la Hispanic Society de Nueva York y repasaba los lomos de tantos libros españoles. Él, que fue presidente de este centro creado por Míster Archer Milton Huntington en 1904, admiraba por encima de otras colecciones la que reposaba en uno de los estantes: la biblioteca que Míster Huntington le compró al duque de T´Serclaes apenas iniciado el siglo XX. Aquella biblioteca que se encontraba en la casa sevillana del duque –una hermosa mansión en la actual calle Alfonso XII– salió de Sevilla por un millón de pesetas de la época y a los eruditos que la gozaban como amigos del duque y asiduos de su tertulia –Menéndez y Pelayo, Rodríguez Marín, Chaves Rey, Luis Montoto– les dolió más la partida de la biblioteca que la pérdida de la isla de Cuba también a manos de los EEUU.
Pero Homero Serís, autor del fundamental Manual de bibliografía de la literatura española y del Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, tenía un recuerdo especial de aquellos libros del duque de T´Serclaes. Él había vivido un curioso episodio relacionado con otros libros del duque durante la Guerra Civil, en el Madrid sitiado por las bombas franquistas. El bibliógrafo granadino conocía una historia que en España se había olvidado. Una historia recientemente recuperada gracias a una exposición que tuvo lugar el año pasado en la Biblioteca Nacional: Biblioteca en guerra.
Con motivo de esta exposición, varios investigadores desvelaron la vida de los archiveros y bibliotecarios que protagonizaron una empresa novelesca: la salvación de las bibliotecas durante la Guerra Civil. Homero Serís, como director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos, se ocupó del traslado de miles de libros dispersos por el Madrid bombardeado hasta el refugio en los sótanos de la Biblioteca Nacional.
En el año 2004 aparecieron en los sótanos varios “nidos”, término que sirve para designar cajas de documentos sin inventariar. Allí estaban las llamadas fichas de incautación realizadas por la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico. El episodio de la salvación de los libros es mucho menos conocido que el del rescate de las obras de arte, como el novelesco recorrido de los cuadros del Museo del Prado desde Madrid a Valencia y así hasta llegar a Suiza. Pero hubo muchos hombres y mujeres que participaron en esta tarea colectiva y luego silenciada. Entre ellos, Homero Serís cuya memoria se pierde en el lago Leteo o lago del olvido que ahogó a tantos exiliados.
Itinerario de rescate
Las fichas de incautación permiten seguir el itinerario de rescate de estos funcionarios de la República. Por ejemplo, para la protección de la biblioteca del Convento de las Descalzas, que estaba afectado por los obuses, se deposita la colección en la Sala Carlos III de la Biblioteca Nacional y se descubre un excepcional tesoro en manuscritos. Lo mismo ocurre con la biblioteca de Emilio Cotarelo –en la calle Serrano 98– donde aparece una de las bibliotecas más completas sobre teatro. La ficha de incautación de la biblioteca de Pedro Salinas –en la calle Príncipe de Vergara 76– especifica que ha sido depositada también en la Sala Carlos III, aunque se detalla que una cédula comunista se llevó algunos libros y«dejó recado al portero». Los funcionarios republicanos no pudieron evitar ciertos saqueos y pérdidas producidas en aquel terrible Madrid de la guerra.
Otra de las fichas tiene como protagonista a Homero Serís. Se trata de la biblioteca de José Lázaro Galdiano en Serrano 114 con más de 7.000 libros. Rodríguez Moñino, otro brillante bibliógrafo que realizó una importante labor en el rescate de los libros, llevó al Centro de Estudios obras de bibliografía de la biblioteca de Lázaro y de la de T´Serclaes. «Moñino y Serís la guardaron en un armario cuya llave no se ha podido hallar. El armario y los libros están intactos».
Tras el atroz episodio de la guerra se olvidó aquel episodio. Los protagonistas de aquella epopeya libresca habían muerto, estaban en el exilio, fueron fusilados o sufrieron durísimos expedientes de depuración. Pero Homero Serís siguió recordándolo toda su vida durante aquellas conferencias que ofrecía por las universidades norteamericanas y en aquellas largas tardes en la Hispanic Society, a veces, teniendo como únicos testigos de sus recuerdos los viejos libros de la biblioteca del duque de T´Serclaes.
La historia novelesca de Rodríguez Moñino
Los exiliados se convierten en hombres-memoria, en recreadores de lo perdido. Nada hay que teman más que el olvido. Y entre los recuerdos perdidos, Homero Serís evocaba uno con especial cariño. Tenía como protagonista a su buen amigo Antonio Rodríguez Moñino, el bibliógrafo extremeño que protagonizó épicos episodios de rescate de bibliotecas durante la guerra y que, por no optar por el exilio, sufrió un expediente de depuración que duró hasta finales de los sesenta.
Con el tiempo, Rodríguez Moñino llegó incluso a la Academia de la Lengua y, fue aclamado en las universidades americanas, que era donde se publicaban sus libros, además de ser vicesecretario de la Hispanic Society. Homero Serís y Rodríguez Moñino compartieron muchas tardes de recuerdos y confidencias en el Nueva York de los exiliados. Moñino siempre regresaba a la gris España cargado por los recuerdos que avivaba su buen amigo.
Serís aún guardaba el opúsculo que Rodríguez Moñino había escrito, animado por Tomás Navarro Tomás, director de la Biblioteca Nacional, para replicar al artículo que Miguel Artigas, ex director de la Biblioteca, había publicado desde la zona franquista en El Heraldo de Aragón en 1937. Artigas había iniciado una campaña de desprestigio contra la República asegurando que los tesoros bibliográficos se estaban destruyendo. El artículo se titulaba “Clamor de infortunio: A los hispanistas del mundo”.
Rodríguez Moñino respondía a los infundios propagandísticos de Artigas explicando la labor de salvaguarda de las bibliotecas durante la guerra. Artigas escribía: «No hay duda de que ha presidido en nuestros enemigos un torvo designio, una sistemática y preconcebida tarea de exterminio». Y Rodríguez Moñino, en nombre de la República, respondía: «Muchas de ellas han sido deshechas, en efecto: por la aviación y la artillería fascistas».

Además de salvar los libros de las bombas, los bibliotecarios, archiveros y bibliógrafos como Homero Serís habían permitido que riquísimas colecciones privadas estuvieran por primera vez a disposición de todos. Escribirá Rodríguez Moñino dirigiéndose a la desconcertada comunidad de hispanistas: «El investigador que quiera trabajar en archivos de la nobleza española no tendrá de ahora en adelante que ir a mendigarlo del señor duque o del señor conde (…) Thomas, gran editor de Góngora, tiene a su disposición nuevos códices gongorinos que su propietario Lázaro Galdeano no dejaba ver a nadie».
(Publicado en El Mundo el 19 de marzo de 2007

Manuel Valenzuela Poyatos



Manuel Valenzuela Poyatos

Autor: Alberto Valenzuela Carreño

Marchal (Granada), 16 de octubre de 1905

Guadix (Granada), 12 de enero de 1940



Manuel Valenzuela Poyatos, alias el Peleón, nació el día 16 de octubre de 1905 en Marchal, un pueblo de apenas quinientos habitantes, provincia de Granada, a unos cinco kilómetros de la ciudad de Guadix. Hijo de Lorenzo Valenzuela Cobo, natural también de Marchal, y de Ana Poyatos García, la mama Anica, nacida en Albuñán. Tuvo tres hermanos, Luis, Antonio y Carmen. Campesinos todos ellos, hijos y nietos de agricultores pobres. Aunque tenían algún trozo de tierra arrendada, ésta no daba lo suficiente para mantener a la familia, por lo que debían complementar los ingresos trabajando como jornaleros para otros, principalmente para los caciques del pueblo.

Manuel, como todos los niños pobres de su época, no pudo asistir a la escuela más que en períodos breves cuando el trabajo en el campo se lo permitía. A pesar de no haber tenido una completa instrucción, tenía una inteligencia y un sentido común propios de un niño superdotado. Como el resto de los niños, pasó su infancia sobreviviendo a las hambres y a las enfermedades. No tuvo adolescencia porque en aquella época la madurez llegaba pronto.

Era trabajador, honrado y responsable. Vivió su vida con inquietud y con preocupación por su porvenir y por el de los demás. No entendía y no aceptaba aquella situación tan lamentable en la que los que habían nacido pobres debían morirse pobres y aceptando el papel que la vida les había otorgado, pasando penalidades y hambre, dejándose la existencia en buscar una mínima supervivencia; y, sin embargo, había otros, que tenían oportunidad de ver todos los veranos en la Casa del Amo, que lo tenían muy fácil y que por razón de nacimiento se les había otorgado una vida tranquila y placentera llena de comodidades, suculentos alimentos, medicinas, ropa nueva y poco esfuerzo.

No creía que la vida del jornalero fuera una condena a cadena perpetua y se prometió que conseguiría cambiar aquella realidad. No se conformaba con la vida que llevaba. Aspiraba a tener una familia y quería para sus hijos un futuro mucho mejor que el suyo. Y también lo quería para los demás. Sin apenas darse cuenta su conciencia social y política se fue consolidando. Compartió sus inquietudes con otros jóvenes que como él también tenían ilusiones de cambio. Alguno habló de socialismo, de cosas que se estaban haciendo en otros países y en otras ciudades por gente que como ellos no aceptaban que su situación fuera irremediable. Empezó a leer panfletos y libros escritos por políticos y luchadores que explicaban el porqué de la realidad aquella y que decían que era posible cambiar esa sociedad con la lucha y la unión de los pobres, de los campesinos, de los obreros. Decidieron

organizarse, afiliarse al partido socialista y crear una organización sindical de la UGT en el

propio Marchal, que llegó a contar con treinta afiliados. Hablaron a la gente de la República,

de la necesidad de actuar para cambiar las cosas y acabar con aquella monarquía corrupta que solo velaba por los más poderosos. Celebraron con enorme júbilo el 14 de abril, la declaración de la Segunda República, aunque tuvieron que esperar varios días hasta ver ondear la bandera tricolor en su ayuntamiento.

Manuel y los suyos, tuvieron que trabajar contra corriente, en un pueblo que no acababa de aceptar el cambio político obrado en el país y donde siempre gobernaban las derechas gracias a los manejos y presiones de los poderosos. Tuvo como todos los jornaleros y campesinos pobres que seguir batallando contra las prácticas caciquiles que seguían imperando a pesar de la llegada de la República y ocupar su tiempo, además de en su militancia política, en llevar a casa el sustento para los suyos. Su propia familia. Se había casado con Mercedes, dicen que la moza más guapa que había por la comarca con la que tuvo cinco hijos: Asunción, Manuel, Lorenzo, Mercedes y Carmela. Ya habían perdido otros tres. El hambre y las enfermedades no perdonaban.

En 1935, gracias a un consejo de una buena persona, su vida profesional cambió por completo. Ante previsibles cambios en los juzgados le sugirió que ya que era un joven muy espabilado y con inquietudes de mejorar, que se preparara y estudiara para sacar la acreditación profesional de secretario judicial. No era fácil porque tenía los estudios básicos y todo lo que había ido aprendiendo por su cuenta gracias a la voracidad de conocimiento que tenía. Consiguió los temarios y durante unas semanas, cada noche cuando volvía de su trabajo en el campo, junto a su compañera Mercedes, que le repasaba, Manuel se preparó el examen. Sin muchas esperanzas se presentó en la Audiencia de Granada el día de la prueba, ya que tenía que vérselas con jóvenes de adineradas familias que seguro que estaban mejor preparados y que hasta entonces eran los únicos que accedían a estos puestos. Después de pasar por el tribunal y cuando vio las calificaciones se dio cuenta que la suya era de las mejores. Así se vino bajo el brazo con su título. Efectivamente, tal y como le habían dicho, los juzgados se modificaron en todo el país y así tuvo oportunidad de empezar a trabajar como secretario judicial interino, en su propio pueblo. Unos meses después tras un concurso oposición donde se presentaron varios candidatos obtuvo en propiedad la plaza de secretario de juzgado en Marchal.

Desempeñó las labores de responsabilidad que exigía este cargo con total profesionalidad y no se dejó amedrentar por los que siempre imponían sus voluntades. Participó activamente en los procesos de colectivización y experiencias cooperativas que se dieron en Marchal con la instauración de la República, ocupando puestos de responsabilidad.

Tras el 18 de julio y la huida de los caciques asumió también la responsabilidad de secretario del Ayuntamiento. A la vez, su hermano Luis Valenzuela Poyatos fue nombrado alcalde pedáneo del Marchal. Si ya tenía enemigos por su militancia y compromiso político, aumentaron por cómo desarrolló su actividad profesional siempre al servicio de los más débiles. Pudo desempeñarla hasta el fin de la guerra ya que Guadix y la comarca no cayeron en manos fascistas hasta el 28 de marzo de 1939.

Gracias a su ayuda fueron varios los derechistas de su pueblo, incluido el cura, que salvaron la vida por su mediación. También ellos formarían parte de la denuncia falsa que le llevó a la muerte. La guerra le pilló ya con treinta y un años y delicado de salud, por lo que su actividad profesional y política se centró en la comarca y en la zona bajo control republicano, donde tuvo puestos de responsabilidad. Además de ser dirigente del PSOE, de la UGT y de la colectividad en su pueblo, participaba de las reuniones con todos los demás dirigentes comarcales y por su profesión, era frecuente su presencia en Baza, junto al gobernador. Además, teniendo en cuenta que Guadix se convirtió en el centro militar operativo de la provincia, también hubo de ayudar en el Comité de Defensa, aunque nunca tuvo responsabilidades militares directas.

Ante la inminente caída de las resistencias republicanas, tras la entrega de Madrid a Franco, la mayoría de los compañeros republicanos que habían tenido puestos de responsabilidad intentan llegar a Alicante para poder salir del país. Manuel, a medio camino se vuelve para el pueblo. El temor por lo que le pudiese pasar a su familia pudo más que su propia integridad. Tras la derrota definitiva del 1 de abril, se escondió en diversos sitios pero siempre cerca de los suyos, a los que todas las noches iba a ver. El 12 de abril, lo fueron a buscar los falangistas a la cueva donde se refugiaba. Fue conducido a Guadix, donde después de ser interrogado y maltratado fue enviado a la cárcel y posteriormente a la prisión que habían habilitado en la Huerta de las Castañedas, en una finca de un particular, donde llegaron a estar recluidos hasta cincuenta y dos personas en tres habitaciones. De aquí, tras pasar por el consejo de guerra de guerra que le pidió la pena de muerte por el delito de auxilio a la rebelión, fue conducido el 4 de junio a la Ermita de San Antón, donde esperaban los condenados a muerte. Los que solo tenían petición de cárcel acababan en la Azucarera San Torcuato. Todo quedaba entre santos.

Tras nueve meses de detención, enfermo, el contacto directo tan solo en contadas veces con su mujer y sus hijos, el no poder abrazar a su quinta hija, Carmen; tras innumerables gestiones ante todas las instancias y ante todas las autoridades civiles, militares, de Falange, de la iglesia, etc. para pedir justicia ya que había quedado más que contrastado, incluso por los propios denunciantes, que los hechos de los que se le acusaba eran falsos y con tan solo 34 años, fue conducido la madrugada del día 12 de enero de 1940 al cementerio de Guadix, donde junto a cuatro compañeros más, José García Mesa, Gabriel Hernández López, Antonio Madrid Arenas y José Ordoñez Gutiérrez fueron fusilados a las siete de la mañana, con la cabeza bien alta, sin venda en los ojos porque quiso mirar a la cara a sus verdugos, pensando en los suyos y en su querida República. Sus cuerpos, a los que no pudieron acceder los familiares, fueron tirados en la fosa común. Fosa ya ocupada no solo por los sin familia, los mendigos, los infieles o los que no se les permitía su entierro en camposanto, sino por unos cuantos compañeros más, fusilados tiempo antes, a los que se les unirían bastantes más en los meses venideros, ejecutados oficial y extraoficialmente. Se calcula que más de ciento sesenta. La placa con sus nombres colocada en el monumento de homenaje erigido a los republicanos muertos por la libertad, en el cementerio de Guadix, deja clara constancia de ello. Aún faltan bastantes por identificar.

Mercedes, su mujer y sus hijos de 8, 7, 5, 2 años y la más pequeña de dos meses, se enteraban horas después, cuando se dirigían a la ermita de San Antón a llevar la comida a su marido, como cada día. Les pararon por el camino y les dijeron que no hacía falta que siguieran que ya todo había acabado. A la vuelta, en su pueblo, fueron recibidos por algunos vecinos con gritos de júbilo por el ajusticiamiento y con la amenaza de ensartarlos con una horca para así acabar con la semilla de los Valenzuela. Después vendrían décadas de persecuciones y dificultades. También de compromiso político. Una batalla diaria de subsistencia que condujo a toda la familia a Barcelona donde salió adelante gracias a la energía inacabable de Mercedes, sus hijos y la presencia siempre del recuerdo de Manuel.

Manuel Valenzuela Poyatos, junto con todos los compañeros que fueron ejecutados en Guadix y sus familias, esperan la verdad, la justicia y la reparación por lo que se hizo con ellos y con nuestro país. El espacio ha sido declarado Lugar de la Memoria Histórica por la Junta de Andalucía. Hasta que sus cuerpos no sean rescatados, identificados y entregados a las familias, el capítulo no estará cerrado y podremos decir que por fin descansan en paz. 75 años después seguimos esperando.



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Manuel Valenzuela Poyatos

Manuel Valenzuela Poyatos
Autor: Alberto Valenzuela Carreño
Marchal (Granada), 16 de octubre de 1905
Guadix (Granada), 12 de enero de 1940

Manuel Valenzuela Poyatos, alias el Peleón, nació el día 16 de octubre de 1905 en Marchal, un pueblo de apenas quinientos habitantes, provincia de Granada, a unos cinco kilómetros de la ciudad de Guadix. Hijo de Lorenzo Valenzuela Cobo, natural también de Marchal, y de Ana Poyatos García, la mama Anica, nacida en Albuñán. Tuvo tres hermanos, Luis, Antonio y Carmen. Campesinos todos ellos, hijos y nietos de agricultores pobres. Aunque tenían algún trozo de tierra arrendada, ésta no daba lo suficiente para mantener a la familia, por lo que debían complementar los ingresos trabajando como jornaleros para otros, principalmente para los caciques del pueblo.
Manuel, como todos los niños pobres de su época, no pudo asistir a la escuela más que en períodos breves cuando el trabajo en el campo se lo permitía. A pesar de no haber tenido una completa instrucción, tenía una inteligencia y un sentido común propios de un niño superdotado. Como el resto de los niños, pasó su infancia sobreviviendo a las hambres y a las enfermedades. No tuvo adolescencia porque en aquella época la madurez llegaba pronto.
Era trabajador, honrado y responsable. Vivió su vida con inquietud y con preocupación por su porvenir y por el de los demás. No entendía y no aceptaba aquella situación tan lamentable en la que los que habían nacido pobres debían morirse pobres y aceptando el papel que la vida les había otorgado, pasando penalidades y hambre, dejándose la existencia en buscar una mínima supervivencia; y, sin embargo, había otros, que tenían oportunidad de ver todos los veranos en la Casa del Amo, que lo tenían muy fácil y que por razón de nacimiento se les había otorgado una vida tranquila y placentera llena de comodidades, suculentos alimentos, medicinas, ropa nueva y poco esfuerzo.
No creía que la vida del jornalero fuera una condena a cadena perpetua y se prometió que conseguiría cambiar aquella realidad. No se conformaba con la vida que llevaba. Aspiraba a tener una familia y quería para sus hijos un futuro mucho mejor que el suyo. Y también lo quería para los demás. Sin apenas darse cuenta su conciencia social y política se fue consolidando. Compartió sus inquietudes con otros jóvenes que como él también tenían ilusiones de cambio. Alguno habló de socialismo, de cosas que se estaban haciendo en otros países y en otras ciudades por gente que como ellos no aceptaban que su situación fuera irremediable. Empezó a leer panfletos y libros escritos por políticos y luchadores que explicaban el porqué de la realidad aquella y que decían que era posible cambiar esa sociedad con la lucha y la unión de los pobres, de los campesinos, de los obreros. Decidieron
organizarse, afiliarse al partido socialista y crear una organización sindical de la UGT en el
propio Marchal, que llegó a contar con treinta afiliados. Hablaron a la gente de la República,
de la necesidad de actuar para cambiar las cosas y acabar con aquella monarquía corrupta que solo velaba por los más poderosos. Celebraron con enorme júbilo el 14 de abril, la declaración de la Segunda República, aunque tuvieron que esperar varios días hasta ver ondear la bandera tricolor en su ayuntamiento.
Manuel y los suyos, tuvieron que trabajar contra corriente, en un pueblo que no acababa de aceptar el cambio político obrado en el país y donde siempre gobernaban las derechas gracias a los manejos y presiones de los poderosos. Tuvo como todos los jornaleros y campesinos pobres que seguir batallando contra las prácticas caciquiles que seguían imperando a pesar de la llegada de la República y ocupar su tiempo, además de en su militancia política, en llevar a casa el sustento para los suyos. Su propia familia. Se había casado con Mercedes, dicen que la moza más guapa que había por la comarca con la que tuvo cinco hijos: Asunción, Manuel, Lorenzo, Mercedes y Carmela. Ya habían perdido otros tres. El hambre y las enfermedades no perdonaban.
En 1935, gracias a un consejo de una buena persona, su vida profesional cambió por completo. Ante previsibles cambios en los juzgados le sugirió que ya que era un joven muy espabilado y con inquietudes de mejorar, que se preparara y estudiara para sacar la acreditación profesional de secretario judicial. No era fácil porque tenía los estudios básicos y todo lo que había ido aprendiendo por su cuenta gracias a la voracidad de conocimiento que tenía. Consiguió los temarios y durante unas semanas, cada noche cuando volvía de su trabajo en el campo, junto a su compañera Mercedes, que le repasaba, Manuel se preparó el examen. Sin muchas esperanzas se presentó en la Audiencia de Granada el día de la prueba, ya que tenía que vérselas con jóvenes de adineradas familias que seguro que estaban mejor preparados y que hasta entonces eran los únicos que accedían a estos puestos. Después de pasar por el tribunal y cuando vio las calificaciones se dio cuenta que la suya era de las mejores. Así se vino bajo el brazo con su título. Efectivamente, tal y como le habían dicho, los juzgados se modificaron en todo el país y así tuvo oportunidad de empezar a trabajar como secretario judicial interino, en su propio pueblo. Unos meses después tras un concurso oposición donde se presentaron varios candidatos obtuvo en propiedad la plaza de secretario de juzgado en Marchal.
Desempeñó las labores de responsabilidad que exigía este cargo con total profesionalidad y no se dejó amedrentar por los que siempre imponían sus voluntades. Participó activamente en los procesos de colectivización y experiencias cooperativas que se dieron en Marchal con la instauración de la República, ocupando puestos de responsabilidad.
Tras el 18 de julio y la huida de los caciques asumió también la responsabilidad de secretario del Ayuntamiento. A la vez, su hermano Luis Valenzuela Poyatos fue nombrado alcalde pedáneo del Marchal. Si ya tenía enemigos por su militancia y compromiso político, aumentaron por cómo desarrolló su actividad profesional siempre al servicio de los más débiles. Pudo desempeñarla hasta el fin de la guerra ya que Guadix y la comarca no cayeron en manos fascistas hasta el 28 de marzo de 1939.
Gracias a su ayuda fueron varios los derechistas de su pueblo, incluido el cura, que salvaron la vida por su mediación. También ellos formarían parte de la denuncia falsa que le llevó a la muerte. La guerra le pilló ya con treinta y un años y delicado de salud, por lo que su actividad profesional y política se centró en la comarca y en la zona bajo control republicano, donde tuvo puestos de responsabilidad. Además de ser dirigente del PSOE, de la UGT y de la colectividad en su pueblo, participaba de las reuniones con todos los demás dirigentes comarcales y por su profesión, era frecuente su presencia en Baza, junto al gobernador. Además, teniendo en cuenta que Guadix se convirtió en el centro militar operativo de la provincia, también hubo de ayudar en el Comité de Defensa, aunque nunca tuvo responsabilidades militares directas.
Ante la inminente caída de las resistencias republicanas, tras la entrega de Madrid a Franco, la mayoría de los compañeros republicanos que habían tenido puestos de responsabilidad intentan llegar a Alicante para poder salir del país. Manuel, a medio camino se vuelve para el pueblo. El temor por lo que le pudiese pasar a su familia pudo más que su propia integridad. Tras la derrota definitiva del 1 de abril, se escondió en diversos sitios pero siempre cerca de los suyos, a los que todas las noches iba a ver. El 12 de abril, lo fueron a buscar los falangistas a la cueva donde se refugiaba. Fue conducido a Guadix, donde después de ser interrogado y maltratado fue enviado a la cárcel y posteriormente a la prisión que habían habilitado en la Huerta de las Castañedas, en una finca de un particular, donde llegaron a estar recluidos hasta cincuenta y dos personas en tres habitaciones. De aquí, tras pasar por el consejo de guerra de guerra que le pidió la pena de muerte por el delito de auxilio a la rebelión, fue conducido el 4 de junio a la Ermita de San Antón, donde esperaban los condenados a muerte. Los que solo tenían petición de cárcel acababan en la Azucarera San Torcuato. Todo quedaba entre santos.
Tras nueve meses de detención, enfermo, el contacto directo tan solo en contadas veces con su mujer y sus hijos, el no poder abrazar a su quinta hija, Carmen; tras innumerables gestiones ante todas las instancias y ante todas las autoridades civiles, militares, de Falange, de la iglesia, etc. para pedir justicia ya que había quedado más que contrastado, incluso por los propios denunciantes, que los hechos de los que se le acusaba eran falsos y con tan solo 34 años, fue conducido la madrugada del día 12 de enero de 1940 al cementerio de Guadix, donde junto a cuatro compañeros más, José García Mesa, Gabriel Hernández López, Antonio Madrid Arenas y José Ordoñez Gutiérrez fueron fusilados a las siete de la mañana, con la cabeza bien alta, sin venda en los ojos porque quiso mirar a la cara a sus verdugos, pensando en los suyos y en su querida República. Sus cuerpos, a los que no pudieron acceder los familiares, fueron tirados en la fosa común. Fosa ya ocupada no solo por los sin familia, los mendigos, los infieles o los que no se les permitía su entierro en camposanto, sino por unos cuantos compañeros más, fusilados tiempo antes, a los que se les unirían bastantes más en los meses venideros, ejecutados oficial y extraoficialmente. Se calcula que más de ciento sesenta. La placa con sus nombres colocada en el monumento de homenaje erigido a los republicanos muertos por la libertad, en el cementerio de Guadix, deja clara constancia de ello. Aún faltan bastantes por identificar.
Mercedes, su mujer y sus hijos de 8, 7, 5, 2 años y la más pequeña de dos meses, se enteraban horas después, cuando se dirigían a la ermita de San Antón a llevar la comida a su marido, como cada día. Les pararon por el camino y les dijeron que no hacía falta que siguieran que ya todo había acabado. A la vuelta, en su pueblo, fueron recibidos por algunos vecinos con gritos de júbilo por el ajusticiamiento y con la amenaza de ensartarlos con una horca para así acabar con la semilla de los Valenzuela. Después vendrían décadas de persecuciones y dificultades. También de compromiso político. Una batalla diaria de subsistencia que condujo a toda la familia a Barcelona donde salió adelante gracias a la energía inacabable de Mercedes, sus hijos y la presencia siempre del recuerdo de Manuel.
Manuel Valenzuela Poyatos, junto con todos los compañeros que fueron ejecutados en Guadix y sus familias, esperan la verdad, la justicia y la reparación por lo que se hizo con ellos y con nuestro país. El espacio ha sido declarado Lugar de la Memoria Histórica por la Junta de Andalucía. Hasta que sus cuerpos no sean rescatados, identificados y entregados a las familias, el capítulo no estará cerrado y podremos decir que por fin descansan en paz. 75 años después seguimos esperando.

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Americo Castro



Castro había nacido en Río de Janeiro, pero sus padres regresaron a Granada cuando él sólo contaba cuatro años. Allí es donde se desarrolla su infancia y juventud. En la ciudad andaluza se licencia en Derecho y Filosofía y Letras por la Universidad de Granada en 1904.

Castro marcha a Madrid y gana en 1915 la cátedra de Historia de la Lengua Española. Ya entonces demuestra inquietud por la Historia. Amplía estudios en La Sorbona e imparte clases en Berlín, donde ejerce como embajador entre 1931 y 1932.

Américo Castro será uno de los personajes fundamentales de una de las instituciones clave del siglo XX, un lugar en el que se cocería el espíritu de la Edad de Plata:el Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal, maestro de Castro.

Pero aquel mundo desaparecerá con el conflicto bélico. Entonces se inicia el exilio de Castro. Primero da clases en Buenos Aires, en Río de Janeiro, Texas y en 1940 se traslada a New Jersey donde obtiene la cátedra de Lengua y Literatura española en la Universidad de Princeton. Será allí donde escriba su ambiciosa obra de reinterpretación histórica.

Cuando llega a Princeton, Castro percibe el escaso ‘prestigio’ de lo español frente a la cultura anglosajona, la francesa o incluso la alemana, a pesar de la guerra. Precisamente, la lección inaugural que dio en Princeton versaba sobre el sentido de la cultura española: The meaning of Spanish Civilization.

Cuando se jubila en 1953, con 68 años, seguirá enseñando como profesor emérito y en calidad de profesor visitante en Middlebury College. También viajará a Venezuela, Francia, Italia y Alemania para dar conferencias. La Universidad de Houston o San Diego serán otros de sus destinos hasta que en 1958 decida volver a España por motivos familiares. Fijará su residencia en Madrid y pasará los veranos en Mallorca o en la Costa Brava donde encuentra la muerte en el verano de 1972 en el pueblecito de Lloret de Mar.

Durante todos estos años de exilio, Castro realiza una aportación fundamental al estudio de España. Y escribe: «Ya en 1936 comencé a darme cuenta de nuestra ignorancia acerca de nosotros mismos; ni sabíamos quiénes éramos, ni por qué nos matábamos unos a otros (...). Años más tarde emprendí la tarea –para tantos irritante– de averiguar el motivo de nuestro crónico cainismo».

Reinterpretación

De ahí nacen libros como La realidad histórica de España, que revolucionó los estudios históricos y a nadie dejó indiferente. Como ocurrió con tantos desterrados, el exilio supuso un cambio radical de su obra. Según Vicente Llorens, otro ilustre exiliado, el destierro amplió sus horizontes, determinó su reinterpretación histórica: «Es poco probable, a mi parecer, que el nuevo rumbo del pensamiento histórico de Castro se hubiera podido producir dentro del marco del Centro de Estudios Históricos de Madrid. Entre la España del Cid de Menéndez Pidal y el papel que en Castilla tuvo Cluny, según Castro, hay una oposición irreductible. Al romper consigo mismo, Castro rompía con maestros y colaboradores».



Por eso, su libro replantea muchas ideas anteriores, desmitifica, cuestiona, se arriesga en sus interpretaciones. Javier Malagón en el libro El exilio republicano de 1939 explica la obsesión de Castro:«Reexaminar nuestra Historia que, en general, había tenido un sentido ‘triunfalista’. Hoy tenemos que aceptar de Castro que los siglos del Imperio no fueron tan gloriosos cuando, por ejemplo, en él existían españoles de segunda clase como lo eran los conversos».

La importancia que Castro da a judíos y andalusíes en la concepción de lo español es el argumento que enerva a Sánchez-Albornoz desde su exilio en Argentina, también a otros historiadores como Rafael Altamira o Vicens Vives. La razón del conflicto intelectual entre Castro y Sánchez-Albornoz se debe a esa relevancia que Castro daba a judíos y árabes –una España heterodoxa– en la concepción de lo hispánico frente a Albornoz que criticaba que cimentara las bases de la cultura y la identidad española en el mito de las tres culturas. Albornoz defendía la Reconquista como elemento clave de lo español. «Conocí algunos capítulos de tal obra antes de que apareciera, porque la editó en la Argentina, y me permití escribir a Américo diciéndole: ‘Eso no es así, eso otro tampoco’. No me hizo ningún caso, claro está, pero la publicación del libro me creó un ingrato problema de conciencia», confesó Sánchez-Albornoz en Del ayer y del hoy de España.

Para bien o para mal, Castro dejaría una profunda huella. Uno de sus discípulos, Juan Marichal escribió que Castro «creía captar dramáticamente la palpitación misma del vivir histórico español». Quizás el pálpito que vería un día en ese espejismo llamado España.

CABEZA DE CABALLERO DEL SIGLO DE ORO ESPAÑOL

«Los olivares graves y bronceados, las estepas hoy inertes entre Aragón y Cataluña, por las que caminan enemistades seculares, los ríos, las montañas... Hagamos de nuestra tierra un cielo, y no el infierno que ahora es», escribía Américo Castro convirtiendo los paisajes perdidos, en la geografía huidiza sobre la que escribiría su reflexión sobre la esencia de España.

Sin duda, Américo Castro es uno de los grandes personajes de la Historia del pensamiento español, un personaje además agrandado por el exilio, que para él no funcionó cruelmente como puente para el olvido, sino para todo lo contrario.

Castro aparece en muchas de las memorias de los protagonistas de aquel tiempo. Como ocurre con los Recuerdos y olvidos de Francisco Ayala, quien describe al filólogo como un galante seductor e incluso narra una jugosa anécdota en la que Castro intentó flirtear con una estudiante escandinava, que se rió del viejo profesor y éste terminó muy enojado. El viejo seductor cuidaba mucho su imagen:«Don Américo se había hecho –como dicen los franceses– una tête de caballero español del Siglo de Oro, que le iba muy bien a su pequeña fama de don Juan».

José Moreno Villa en Vida en claro describía su particular personalidad: «Américo era un hombre difícil y hasta antipático para muchos..., gozaba creando conflictos; defendía casi siempre causas justas, pero de un modo impertinente o en una ocasión inoportuna».



Carmen de Zulueta, otra exiliada, relata sus encuentros con Castro: «Antes de escribir este libro [La realidad histórica de España] Américo Castro tuvo una visión. Yo lo compararía a un San Juan de la Cruz laico, si esa comparación es posible. De repente, Castro vislumbró algo nunca vislumbrado: la Historia de España se había concebido de una manera absurda. Había que volverla a escribir».

Zulueta coincidió varias veces con Castro y en sus memorias Compañeros de paseo relata el temor que la esposa del ensayista, Carmen Madinaveitia, tenía de que su marido y su ‘enemigo’ Sánchez de Albornoz –que estuvo un tiempo en el Instituto de Altos Estdios de Princeton– coincidieran en los pasillos. Finalmente, relataba la muerte de Castro. «Había muerto de un ataque cardiaco al entrar en el mar en la Playa de Aro en Cataluña. Muerte apropiada para ese combatiente de la historia que luchó hasta el último momento en la defensa de su nueva historiografía».



Publicado en El Mundo de Andalucía el 16 de julio de 2007

Americo Castro

Castro había nacido en Río de Janeiro, pero sus padres regresaron a Granada cuando él sólo contaba cuatro años. Allí es donde se desarrolla su infancia y juventud. En la ciudad andaluza se licencia en Derecho y Filosofía y Letras por la Universidad de Granada en 1904.
Castro marcha a Madrid y gana en 1915 la cátedra de Historia de la Lengua Española. Ya entonces demuestra inquietud por la Historia. Amplía estudios en La Sorbona e imparte clases en Berlín, donde ejerce como embajador entre 1931 y 1932.
Américo Castro será uno de los personajes fundamentales de una de las instituciones clave del siglo XX, un lugar en el que se cocería el espíritu de la Edad de Plata:el Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal, maestro de Castro.
Pero aquel mundo desaparecerá con el conflicto bélico. Entonces se inicia el exilio de Castro. Primero da clases en Buenos Aires, en Río de Janeiro, Texas y en 1940 se traslada a New Jersey donde obtiene la cátedra de Lengua y Literatura española en la Universidad de Princeton. Será allí donde escriba su ambiciosa obra de reinterpretación histórica.
Cuando llega a Princeton, Castro percibe el escaso ‘prestigio’ de lo español frente a la cultura anglosajona, la francesa o incluso la alemana, a pesar de la guerra. Precisamente, la lección inaugural que dio en Princeton versaba sobre el sentido de la cultura española: The meaning of Spanish Civilization.
Cuando se jubila en 1953, con 68 años, seguirá enseñando como profesor emérito y en calidad de profesor visitante en Middlebury College. También viajará a Venezuela, Francia, Italia y Alemania para dar conferencias. La Universidad de Houston o San Diego serán otros de sus destinos hasta que en 1958 decida volver a España por motivos familiares. Fijará su residencia en Madrid y pasará los veranos en Mallorca o en la Costa Brava donde encuentra la muerte en el verano de 1972 en el pueblecito de Lloret de Mar.
Durante todos estos años de exilio, Castro realiza una aportación fundamental al estudio de España. Y escribe: «Ya en 1936 comencé a darme cuenta de nuestra ignorancia acerca de nosotros mismos; ni sabíamos quiénes éramos, ni por qué nos matábamos unos a otros (...). Años más tarde emprendí la tarea –para tantos irritante– de averiguar el motivo de nuestro crónico cainismo».
Reinterpretación
De ahí nacen libros como La realidad histórica de España, que revolucionó los estudios históricos y a nadie dejó indiferente. Como ocurrió con tantos desterrados, el exilio supuso un cambio radical de su obra. Según Vicente Llorens, otro ilustre exiliado, el destierro amplió sus horizontes, determinó su reinterpretación histórica: «Es poco probable, a mi parecer, que el nuevo rumbo del pensamiento histórico de Castro se hubiera podido producir dentro del marco del Centro de Estudios Históricos de Madrid. Entre la España del Cid de Menéndez Pidal y el papel que en Castilla tuvo Cluny, según Castro, hay una oposición irreductible. Al romper consigo mismo, Castro rompía con maestros y colaboradores».

Por eso, su libro replantea muchas ideas anteriores, desmitifica, cuestiona, se arriesga en sus interpretaciones. Javier Malagón en el libro El exilio republicano de 1939 explica la obsesión de Castro:«Reexaminar nuestra Historia que, en general, había tenido un sentido ‘triunfalista’. Hoy tenemos que aceptar de Castro que los siglos del Imperio no fueron tan gloriosos cuando, por ejemplo, en él existían españoles de segunda clase como lo eran los conversos».
La importancia que Castro da a judíos y andalusíes en la concepción de lo español es el argumento que enerva a Sánchez-Albornoz desde su exilio en Argentina, también a otros historiadores como Rafael Altamira o Vicens Vives. La razón del conflicto intelectual entre Castro y Sánchez-Albornoz se debe a esa relevancia que Castro daba a judíos y árabes –una España heterodoxa– en la concepción de lo hispánico frente a Albornoz que criticaba que cimentara las bases de la cultura y la identidad española en el mito de las tres culturas. Albornoz defendía la Reconquista como elemento clave de lo español. «Conocí algunos capítulos de tal obra antes de que apareciera, porque la editó en la Argentina, y me permití escribir a Américo diciéndole: ‘Eso no es así, eso otro tampoco’. No me hizo ningún caso, claro está, pero la publicación del libro me creó un ingrato problema de conciencia», confesó Sánchez-Albornoz en Del ayer y del hoy de España.
Para bien o para mal, Castro dejaría una profunda huella. Uno de sus discípulos, Juan Marichal escribió que Castro «creía captar dramáticamente la palpitación misma del vivir histórico español». Quizás el pálpito que vería un día en ese espejismo llamado España.
CABEZA DE CABALLERO DEL SIGLO DE ORO ESPAÑOL
«Los olivares graves y bronceados, las estepas hoy inertes entre Aragón y Cataluña, por las que caminan enemistades seculares, los ríos, las montañas... Hagamos de nuestra tierra un cielo, y no el infierno que ahora es», escribía Américo Castro convirtiendo los paisajes perdidos, en la geografía huidiza sobre la que escribiría su reflexión sobre la esencia de España.
Sin duda, Américo Castro es uno de los grandes personajes de la Historia del pensamiento español, un personaje además agrandado por el exilio, que para él no funcionó cruelmente como puente para el olvido, sino para todo lo contrario.
Castro aparece en muchas de las memorias de los protagonistas de aquel tiempo. Como ocurre con los Recuerdos y olvidos de Francisco Ayala, quien describe al filólogo como un galante seductor e incluso narra una jugosa anécdota en la que Castro intentó flirtear con una estudiante escandinava, que se rió del viejo profesor y éste terminó muy enojado. El viejo seductor cuidaba mucho su imagen:«Don Américo se había hecho –como dicen los franceses– una tête de caballero español del Siglo de Oro, que le iba muy bien a su pequeña fama de don Juan».
José Moreno Villa en Vida en claro describía su particular personalidad: «Américo era un hombre difícil y hasta antipático para muchos..., gozaba creando conflictos; defendía casi siempre causas justas, pero de un modo impertinente o en una ocasión inoportuna».

Carmen de Zulueta, otra exiliada, relata sus encuentros con Castro: «Antes de escribir este libro [La realidad histórica de España] Américo Castro tuvo una visión. Yo lo compararía a un San Juan de la Cruz laico, si esa comparación es posible. De repente, Castro vislumbró algo nunca vislumbrado: la Historia de España se había concebido de una manera absurda. Había que volverla a escribir».
Zulueta coincidió varias veces con Castro y en sus memorias Compañeros de paseo relata el temor que la esposa del ensayista, Carmen Madinaveitia, tenía de que su marido y su ‘enemigo’ Sánchez de Albornoz –que estuvo un tiempo en el Instituto de Altos Estdios de Princeton– coincidieran en los pasillos. Finalmente, relataba la muerte de Castro. «Había muerto de un ataque cardiaco al entrar en el mar en la Playa de Aro en Cataluña. Muerte apropiada para ese combatiente de la historia que luchó hasta el último momento en la defensa de su nueva historiografía».

Publicado en El Mundo de Andalucía el 16 de julio de 2007

Matilde Cantos



Cuando era pequeña, Matilde Cantos jugaba en el granadino barrio de la Magdalena. Iba desapareciendo Granada, la bella, la que cantara Ángel Ganivet. Matilde confesaba que de niña tenía como referente a Mariana Pineda.



Esta mujer –aparentemente una Doña Nadie, como ella se definió–, fue colaboradora de Victoria Kent, ocupó diversos cargos en el PSOE durante la Segunda República y luchó por los derechos de la mujer. Esta supuesta Doña Nadie había regresado a España en 1969 después de un largo destierro en México, donde creó el Centro Andaluz, el lugar en el que los exiliados se refugiaban de tanta nostalgia.

 A su vuelta participó en las luchas clandestinas contra la dictadura. En sus singulares memorias, Matilde Cantos, desvela pasajes de su intensa vida antes de enfrentarse a la muerte y al olvido: «Como nunca me dio miedo la vida, no le temo a la muerte, el día que llegue será bien recibida. Después ¿quién sabe?». Lo que llegó después fue el olvido. Pero eso, Matilde Cantos no lo sabía, aunque lo intuía desde hacía tiempo. Era el mes de diciembre de 1987 y su vida se volvía borrosa, como cuando se quitaba las gafas y sólo adivinaba ante ella sombras fugaces, perfiles de bruma. ¿Eran de verdad o eran recuerdos?

Matilde Cantos, aquella anciana de la que nadie podía imaginar una biografía de epopeya, intentaba sentarse al sol de aquel frío mes de diciembre de 1987. Era como si un río de aguas heladas corriera dentro de sus huesos. Cerró los ojos para refugiarse en lo único que le quedaba:su memoria. Su vida le parecía ya tan lejana que era como si la hubiese vivido otra persona. ¿Es que yo paseé por aquella Granada? ¿Fui inspectora de Prisiones? ¿Eso tan amargo es la guerra? ¿Por qué mis recuerdos me retratan en México? ¿Es que yo sufrí el exilio?

Lo de ahora parece un amargo epílogo, pero Matilde Cantos nunca dejará de recordar. Ni siquiera en sus últimos días en la residencia Los Pastoreros de Fuentevaqueros, el pueblo donde nació su buen amigo Federico García Lorca. Ambos nacieron el mismo año de 1898. Ella está a punto de entrar en el exilio del más allá, ese que padeció su amigo antes de tiempo.

Diez años más tarde de la muerte de Matilde Cantos –en el año de su centenario en 1998, discretamente entre el jolgorio de los fastos dedicados a su amigo Lorca– se publica un curiosísimo libro:Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, una autobiografía que Matilde Cantos había escrito en sus últimos años, consciente de que el olvido amenazaba a los que no fueron incorporados a la memoria oficial, como ella y todos los desterrados.

Pero, al menos, Matilde Cantos pudo volver a España, después de su largo exilio en México. Durante muchos años, intentó sin éxito conseguir un visado para el regreso. Finalmente, lo obtuvo en 1968, pero al llegar al aeropuerto de Barajas es detenida. Conocerá así la negrura de los calabozos de la Dirección General de Seguridad, la infame cueva en la que agonizaba la España clandestina. Ella, la España desterrada, frente a la España en-terrada.

Micro Biografía descargada de www.todoslosnombres.org

Después de unos días, Matilde Cantos es liberada y logra viajar a Granada. El reencuentro con su ciudad natal es mágico y desolador. ¿Por qué tuvo que renunciar a una vida en la hermosa Granada? ¿Por qué la lanzó tan lejos el viento despiadado de la Historia? Granada le traerá también los recuerdos de una de sus tragedias antiguas:la muerte de sus dos hijos y la separación de su marido con quien se había casado en 1922.

Pero Matilde Cantos no se rindió a la crueldad de la nostalgia. Pasó varios meses contactando con la oposición al franquismo en la clandestinidad. Con esa radiografía de la España que está a punto de renacer, regresa a México para explicar los detalles a sus compañeros del exilio. Al año siguiente, vuelve definitivamente a Granada.

Aquella mujer que había sido inspectora de prisiones en la época en que la malagueña Victoria Kent promueve la reforma del sistema penitenciario español, que había ocupado importantes cargos en el PSOE y que se había caracterizado por sus luchas feministas, se incorpora con naturalidad a la lucha del tardofranquismo. Aún recordaba sus años en la Agrupación de Mujeres Antifascistas.

Todo ese bagaje lo transmite a las nuevas generaciones. Matilde Cantos se convierte en un personaje más de aquella galería de resistentes en la España de un Franco moribundo. Participa activamente en asambleas universitarias con las valiosas lecciones de la experiencia y en homenajes clandestinos como los que se dedican a Lorca. Se convierte en un personaje popular en Granada.

Con la llegada de la democracia, se integra en el PSOE, pero se mantendrá siempre independiente y con profundo sentido crítico, lo que le impide alcanzar abierto reconocimiento público, según relata Amelina Correa en la entrada que dedica a Matilde Cantos en su libro Plumas femeninas en la literatura de Granada.

Poco a poco, Cantos irá desapareciendo, arrinconada en una época donde se trabaja la máscara y la impostura para medrar en la política y acceder al poder. Personajes como Matilde Cantos no tenían nada que hacer. Ella había elegido el exilio, para poder contar su vida con dignidad.

Lo confesará en su obra Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, libro de ficciones epistolares en el que narra su vida a modo de curiosas memorias:«No me gusta mandar, ni menos mangonear, aspiro a convencer. (...) No conozo el aburrimiento, pues escuchando discursos imbéciles me divierto».

En esta singular obra, con prólogo de Antonina Rodrigo y estudio preliminar, edición y redacción de Antonio Lara Ramos, sobrino de la autora, Matilde Cantos divaga entre sus recuerdos manteniendo un diálogo con un fantasma, otro hijo del nadismo, otro ninguneado por la Historia:«Desconocido pero existente don Nadie: A mí, integral doña Nadie, me hace feliz la idea de establecer correspondencia contigo. No espero respuesta, pues no sé quién eres ni dónde estás, pero tengo ganas de escribirle a alguien que no sea VIP, ni me caiga gordo, ni eructe triunfalismo. Sencillamente te escribo a ti, con un rescoldo de esperanza de que nuestros nadismos se conecten».

Micro Biografía descargada de www.todoslosnombres.org

Vida en pensiones

Matilde Cantos vive sus últimos años en pensiones de tercera clase antes de morir en una residencia de ancianos. Ella misma lo narra con ese sentido del humor que desprenden quienes han vivido las mayores tragedias. «Actualmente milito en la cuarta edad, donde creo que estoy muy bien situada; salvo la artrosis y andares de pato, lo demás funciona bien».

Matilde Cantos proclama su gusto por la soledad y la pobreza. «Económicamente estoy perfectamente adaptada a mi pobreza limpia, que considero más valiosa que tanta riqueza sucia como existe. No figura mi nombre en ningún registro de la propiedad, sólo poseo libros, un transistor y mi archivo:publicaciones, artículos y trabajos salidos de mi cabeza. No tengo más tierra que las de mis macetas, ni piso propio, pues mis ingresos sólo me permiten comprar a plazos una tienda de campañay esto en un sociedad de consumo como la que padecemos, es sumamente gratificante a mi nadismo».

A solas con su recuerdo, Matilde Cantos se sienta buscando el sol en un lugar de la residencia Los Pastoreros. Cierra los ojos y se ve examinando informes de peligrosidad y estudios sociales de los reos, en las duras jornadas como responsable en la cárcel de Toreno durante la guerra, su huida a París, el viaje en el barco Quanza hacia México, sus labores como trabajadora social, ayudando a la población indígena mexicana, su participación en la fundación en México del Centro Andaluz o sus colaboraciones en diversas revistas como su sección dedicada a heroínas de la literatura universal. Pero ahora sólo quiere descansar...

Tanto era así que formó con otras jóvenes de su barrio una especie de grupo de Mariana Pineda frente a otras que adoraban a Eugenia de Montijo. Esa huella de la heroína granadina defensora de la libertad le quedó para siempre. En el exilio creó el Club Mariana Pineda.

En su libro autobiográfico, Matilde Cantos habría de evocar la Granada de su infancia una y otra vez. Hay un lugar especial:la calle Alhóndiga. «He tenido la suerte de ser hija de un artesano granadino. En la calle Alhóndiga tenía mi padre su tienda, era metalúrgico. En la tienda de mi padre se hacían velones, candiles, almireces, toda clase de utensilios y objetos artísticos; había candelabros, Cristos fundidos, cruces muy historiadas, etc».

Las largas tardes en aquel zaquizamí conformarían algunos rasgos de Matilde. A la tiendecita acuden clientes de todo tipo, un retablo de personajes que sirven para que la niña se haga una idea del mundo. «Esto hacía que lo mismo fuese a comprar un almirez una campesina de la Vega, que le hacía falta para majar, que se presentara una superiora de un convento a llevarse un juego de candelabros y un Cristo fundido; lo mismo iba una gitana a comprar un perol, que un canónigo».



Matilde Cantos-Doña Nadie confesará que ésa fue su primera escuela, un lugar que le marcó profundamente. «Era una tienda y un taller donde había una mezcla tal de gentes de toda condición que era algo más que un parlamento, más que una agrupación y mucho más que una academia. Yo he vivido en ese ambiente desde que pude pensar y sostenerme de pie, y creo que ha contribuido ese juego, ese hablar con la gente, conocerla, escucharla –éste es el gran secreto– a que yo pudiera hacer algo en política; y, quizás, esas dotes políticas que me han reconocido procedieran de esa raíz popular».



Matilde Cantos, mientras pasea con su memoria por una Granada desaparecida, desvela el secreto de su soledad. «Es hermoso recordar amores idos, amistades buenas, maestros de bien enseñar y gentes humanas y solidarias. Revivo paisajes y hechos, siento el regusto salino de algunas islas del Pacífico, se ensanchan mis pulmones respirando en los bosques de Canadá, ¡grandiosa naturaleza!».



Publicado en El Mundo el 29 de Enero de 2007

Matilde Cantos

Cuando era pequeña, Matilde Cantos jugaba en el granadino barrio de la Magdalena. Iba desapareciendo Granada, la bella, la que cantara Ángel Ganivet. Matilde confesaba que de niña tenía como referente a Mariana Pineda.

Esta mujer –aparentemente una Doña Nadie, como ella se definió–, fue colaboradora de Victoria Kent, ocupó diversos cargos en el PSOE durante la Segunda República y luchó por los derechos de la mujer. Esta supuesta Doña Nadie había regresado a España en 1969 después de un largo destierro en México, donde creó el Centro Andaluz, el lugar en el que los exiliados se refugiaban de tanta nostalgia.
 A su vuelta participó en las luchas clandestinas contra la dictadura. En sus singulares memorias, Matilde Cantos, desvela pasajes de su intensa vida antes de enfrentarse a la muerte y al olvido: «Como nunca me dio miedo la vida, no le temo a la muerte, el día que llegue será bien recibida. Después ¿quién sabe?». Lo que llegó después fue el olvido. Pero eso, Matilde Cantos no lo sabía, aunque lo intuía desde hacía tiempo. Era el mes de diciembre de 1987 y su vida se volvía borrosa, como cuando se quitaba las gafas y sólo adivinaba ante ella sombras fugaces, perfiles de bruma. ¿Eran de verdad o eran recuerdos?
Matilde Cantos, aquella anciana de la que nadie podía imaginar una biografía de epopeya, intentaba sentarse al sol de aquel frío mes de diciembre de 1987. Era como si un río de aguas heladas corriera dentro de sus huesos. Cerró los ojos para refugiarse en lo único que le quedaba:su memoria. Su vida le parecía ya tan lejana que era como si la hubiese vivido otra persona. ¿Es que yo paseé por aquella Granada? ¿Fui inspectora de Prisiones? ¿Eso tan amargo es la guerra? ¿Por qué mis recuerdos me retratan en México? ¿Es que yo sufrí el exilio?
Lo de ahora parece un amargo epílogo, pero Matilde Cantos nunca dejará de recordar. Ni siquiera en sus últimos días en la residencia Los Pastoreros de Fuentevaqueros, el pueblo donde nació su buen amigo Federico García Lorca. Ambos nacieron el mismo año de 1898. Ella está a punto de entrar en el exilio del más allá, ese que padeció su amigo antes de tiempo.
Diez años más tarde de la muerte de Matilde Cantos –en el año de su centenario en 1998, discretamente entre el jolgorio de los fastos dedicados a su amigo Lorca– se publica un curiosísimo libro:Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, una autobiografía que Matilde Cantos había escrito en sus últimos años, consciente de que el olvido amenazaba a los que no fueron incorporados a la memoria oficial, como ella y todos los desterrados.
Pero, al menos, Matilde Cantos pudo volver a España, después de su largo exilio en México. Durante muchos años, intentó sin éxito conseguir un visado para el regreso. Finalmente, lo obtuvo en 1968, pero al llegar al aeropuerto de Barajas es detenida. Conocerá así la negrura de los calabozos de la Dirección General de Seguridad, la infame cueva en la que agonizaba la España clandestina. Ella, la España desterrada, frente a la España en-terrada.
Micro Biografía descargada de www.todoslosnombres.org
Después de unos días, Matilde Cantos es liberada y logra viajar a Granada. El reencuentro con su ciudad natal es mágico y desolador. ¿Por qué tuvo que renunciar a una vida en la hermosa Granada? ¿Por qué la lanzó tan lejos el viento despiadado de la Historia? Granada le traerá también los recuerdos de una de sus tragedias antiguas:la muerte de sus dos hijos y la separación de su marido con quien se había casado en 1922.
Pero Matilde Cantos no se rindió a la crueldad de la nostalgia. Pasó varios meses contactando con la oposición al franquismo en la clandestinidad. Con esa radiografía de la España que está a punto de renacer, regresa a México para explicar los detalles a sus compañeros del exilio. Al año siguiente, vuelve definitivamente a Granada.
Aquella mujer que había sido inspectora de prisiones en la época en que la malagueña Victoria Kent promueve la reforma del sistema penitenciario español, que había ocupado importantes cargos en el PSOE y que se había caracterizado por sus luchas feministas, se incorpora con naturalidad a la lucha del tardofranquismo. Aún recordaba sus años en la Agrupación de Mujeres Antifascistas.
Todo ese bagaje lo transmite a las nuevas generaciones. Matilde Cantos se convierte en un personaje más de aquella galería de resistentes en la España de un Franco moribundo. Participa activamente en asambleas universitarias con las valiosas lecciones de la experiencia y en homenajes clandestinos como los que se dedican a Lorca. Se convierte en un personaje popular en Granada.
Con la llegada de la democracia, se integra en el PSOE, pero se mantendrá siempre independiente y con profundo sentido crítico, lo que le impide alcanzar abierto reconocimiento público, según relata Amelina Correa en la entrada que dedica a Matilde Cantos en su libro Plumas femeninas en la literatura de Granada.
Poco a poco, Cantos irá desapareciendo, arrinconada en una época donde se trabaja la máscara y la impostura para medrar en la política y acceder al poder. Personajes como Matilde Cantos no tenían nada que hacer. Ella había elegido el exilio, para poder contar su vida con dignidad.
Lo confesará en su obra Cartas de Doña Nadie a Don Nadie, libro de ficciones epistolares en el que narra su vida a modo de curiosas memorias:«No me gusta mandar, ni menos mangonear, aspiro a convencer. (...) No conozo el aburrimiento, pues escuchando discursos imbéciles me divierto».
En esta singular obra, con prólogo de Antonina Rodrigo y estudio preliminar, edición y redacción de Antonio Lara Ramos, sobrino de la autora, Matilde Cantos divaga entre sus recuerdos manteniendo un diálogo con un fantasma, otro hijo del nadismo, otro ninguneado por la Historia:«Desconocido pero existente don Nadie: A mí, integral doña Nadie, me hace feliz la idea de establecer correspondencia contigo. No espero respuesta, pues no sé quién eres ni dónde estás, pero tengo ganas de escribirle a alguien que no sea VIP, ni me caiga gordo, ni eructe triunfalismo. Sencillamente te escribo a ti, con un rescoldo de esperanza de que nuestros nadismos se conecten».
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Vida en pensiones
Matilde Cantos vive sus últimos años en pensiones de tercera clase antes de morir en una residencia de ancianos. Ella misma lo narra con ese sentido del humor que desprenden quienes han vivido las mayores tragedias. «Actualmente milito en la cuarta edad, donde creo que estoy muy bien situada; salvo la artrosis y andares de pato, lo demás funciona bien».
Matilde Cantos proclama su gusto por la soledad y la pobreza. «Económicamente estoy perfectamente adaptada a mi pobreza limpia, que considero más valiosa que tanta riqueza sucia como existe. No figura mi nombre en ningún registro de la propiedad, sólo poseo libros, un transistor y mi archivo:publicaciones, artículos y trabajos salidos de mi cabeza. No tengo más tierra que las de mis macetas, ni piso propio, pues mis ingresos sólo me permiten comprar a plazos una tienda de campañay esto en un sociedad de consumo como la que padecemos, es sumamente gratificante a mi nadismo».
A solas con su recuerdo, Matilde Cantos se sienta buscando el sol en un lugar de la residencia Los Pastoreros. Cierra los ojos y se ve examinando informes de peligrosidad y estudios sociales de los reos, en las duras jornadas como responsable en la cárcel de Toreno durante la guerra, su huida a París, el viaje en el barco Quanza hacia México, sus labores como trabajadora social, ayudando a la población indígena mexicana, su participación en la fundación en México del Centro Andaluz o sus colaboraciones en diversas revistas como su sección dedicada a heroínas de la literatura universal. Pero ahora sólo quiere descansar...
Tanto era así que formó con otras jóvenes de su barrio una especie de grupo de Mariana Pineda frente a otras que adoraban a Eugenia de Montijo. Esa huella de la heroína granadina defensora de la libertad le quedó para siempre. En el exilio creó el Club Mariana Pineda.
En su libro autobiográfico, Matilde Cantos habría de evocar la Granada de su infancia una y otra vez. Hay un lugar especial:la calle Alhóndiga. «He tenido la suerte de ser hija de un artesano granadino. En la calle Alhóndiga tenía mi padre su tienda, era metalúrgico. En la tienda de mi padre se hacían velones, candiles, almireces, toda clase de utensilios y objetos artísticos; había candelabros, Cristos fundidos, cruces muy historiadas, etc».
Las largas tardes en aquel zaquizamí conformarían algunos rasgos de Matilde. A la tiendecita acuden clientes de todo tipo, un retablo de personajes que sirven para que la niña se haga una idea del mundo. «Esto hacía que lo mismo fuese a comprar un almirez una campesina de la Vega, que le hacía falta para majar, que se presentara una superiora de un convento a llevarse un juego de candelabros y un Cristo fundido; lo mismo iba una gitana a comprar un perol, que un canónigo».

Matilde Cantos-Doña Nadie confesará que ésa fue su primera escuela, un lugar que le marcó profundamente. «Era una tienda y un taller donde había una mezcla tal de gentes de toda condición que era algo más que un parlamento, más que una agrupación y mucho más que una academia. Yo he vivido en ese ambiente desde que pude pensar y sostenerme de pie, y creo que ha contribuido ese juego, ese hablar con la gente, conocerla, escucharla –éste es el gran secreto– a que yo pudiera hacer algo en política; y, quizás, esas dotes políticas que me han reconocido procedieran de esa raíz popular».

Matilde Cantos, mientras pasea con su memoria por una Granada desaparecida, desvela el secreto de su soledad. «Es hermoso recordar amores idos, amistades buenas, maestros de bien enseñar y gentes humanas y solidarias. Revivo paisajes y hechos, siento el regusto salino de algunas islas del Pacífico, se ensanchan mis pulmones respirando en los bosques de Canadá, ¡grandiosa naturaleza!».

Publicado en El Mundo el 29 de Enero de 2007

Antonio Collado Cano



Collado Cano, Antonio

Autor: Jacinto Gutiérrez

Antonio Collado Cano era un joven de unos 22 años en 1936. Según contaba María, su compañera (mi abuela), lo sacaron de noche de su casa en Granada un grupo de "falangistas". Eran los primeros días del alzamiento fascista. María y Antonio eran una pareja republicana que no formalizaron su unión más que con su propio compromiso.

Tenían un hijo de unos dos años y esperaban en pocos meses el nacimiento de su hija Maruja (mi madre). Antonio nació (según María) en Alcalá la Real (Jaén). Era ebanista y de su trabajo apenas se conserva el marco que labró para colocar la foto de su compañera y un pequeño costurero donde María guardó durante mas de medio siglo un puñado de hojas amarillentas con los versos que Antonio le escribió cuando se hicieron novios. María murió sin saber leer y convencida que Antonio volvería algún día de no sabe quién donde.

Nunca asumió su muerte… Por lo que hemos podido saber, a través de algunos testimonios de compañeros de Antonio (todos fallecidos), fue militante comunista y posiblemente con algún tipo de responsabilidad política dentro del PCE. Según alguno de estos testimonios Antonio Collado Cano fue fusilado en la tapia del cementerio de Granada y enterrado en una fosa común cercana. Su familia lo recuerda y lo sigue buscando. Si lo conociste o tienes alguna referencia de él te agradeceremos nos la comuniques.

Antonio Collado Cano

Collado Cano, Antonio
Autor: Jacinto Gutiérrez
Antonio Collado Cano era un joven de unos 22 años en 1936. Según contaba María, su compañera (mi abuela), lo sacaron de noche de su casa en Granada un grupo de "falangistas". Eran los primeros días del alzamiento fascista. María y Antonio eran una pareja republicana que no formalizaron su unión más que con su propio compromiso.
Tenían un hijo de unos dos años y esperaban en pocos meses el nacimiento de su hija Maruja (mi madre). Antonio nació (según María) en Alcalá la Real (Jaén). Era ebanista y de su trabajo apenas se conserva el marco que labró para colocar la foto de su compañera y un pequeño costurero donde María guardó durante mas de medio siglo un puñado de hojas amarillentas con los versos que Antonio le escribió cuando se hicieron novios. María murió sin saber leer y convencida que Antonio volvería algún día de no sabe quién donde.
Nunca asumió su muerte… Por lo que hemos podido saber, a través de algunos testimonios de compañeros de Antonio (todos fallecidos), fue militante comunista y posiblemente con algún tipo de responsabilidad política dentro del PCE. Según alguno de estos testimonios Antonio Collado Cano fue fusilado en la tapia del cementerio de Granada y enterrado en una fosa común cercana. Su familia lo recuerda y lo sigue buscando. Si lo conociste o tienes alguna referencia de él te agradeceremos nos la comuniques.

Manuel Ángeles Ortiz



Ángeles Ortiz, Manuel



Autora: Eva Díaz Pérez



AGUAFUERTES DE LA MEMORIA

El artista nacido en Jaén y cuya infancia y juventud se desarrolla en Granada realizó una obra pictórica en la que se resume una curiosa interpretación del alma de Andalucía. Manuel Ángeles Ortiz, gran amigo de Lorca y Falla, formó parte de la Escuela Española de París. Fue el autor del cartel del Festival de Cante Jondo que se celebró en Granada en 1922, participó en La Barraca de Lorca y se integró en la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la Guerra Civil. Tras el conflicto bélico, es internado en un campo de concentración francés del que es liberado por Picasso. París y Buenos Aires serán las ciudades de su exilio. Finalmente, regresará a Granada en viajes breves durante su exilio parisino para recrear la ciudad de su infancia en sus más notables series pictóricas.

Qué embrujador, gozoso y terrible puede ser el encuentro con la memoria. Manuel Ángeles Ortiz recordaba las confiterías de Granada; las voces rotas de los cantaores; el salón de la princesa de Polignac donde representaron El Retablo de Maese Pedro, de Falla; las juergas noctámbulas en un París desaparecido; el color de la laguna de Nahuel Huapí en la Patagonia. Todo eso era su vida, pero ahora regresaba al origen. Y se quedaba con una imagen, una idea, un lugar: el Albaicín granadino, que en su cuadro se convertía en una confabulación de mágicos geometrismos planos.

La memoria es caprichosa. En la última tarde de su vida, Manuel Ángeles Ortiz recordó el Albaicín. En París, su querido París, ciudad de su revoltosa juventud, caía la tarde. Y él sabía que era la última. Su vida pasaba veloz por delante, pero al final se quedaba con su serie pictórica del Albaicín, aquella galería de pinturas que retrataban el lugar más querido, aquel lugar al que había regresado después de su exilio.

«Mis ‘Albaicines’ se asimilan a los mosaicos de la Alhambra, mis puestas de sol granadinas a trajes de torero». Los Albaicines son, en efecto, mágicos trallazos en los que estuviera resumida el alma de Granada. El pintor los repetiría incansable hasta agotar todos los rincones de su memoria. Estas variaciones del Albaicín son como un mecanismo destripado de la memoria de un desterrado. «Sí, podría repetirlo sin fin, si así no fuera ejemplo de loco. ¿No es así la naturaleza?».

La infancia de Manuel Ángeles Ortiz es Granada, aunque nació en Jaén en el barrio de la Magdalena en 1895. El pintor también recreó su ciudad natal y, en especial, la hermosa catedral de Jaén. Cuántas veces recordaría su perfil sereno en las largas tardes de su exilio.

La juventud de Manuel Ángeles Ortiz está unida a la de los grandes personajes de aquella Edad de Plata. José Bergamín decía que pintaba como García Lorca escribía. En efecto, los dos fueron grandes amigos. Manuel Ángeles Ortiz habría de contemplar en muchas ocasiones la fotografía en la que ambos posan alegres en una Granada de 1925. También el célebre retrato que hizo a su amigo muerto. En sus últimos años, los retratos de Manuel Ángeles Ortiz eran una inquietante galería de desaparecidos.



Ortiz y Lorca fueron los impulsores junto con Manuel de Falla del Festival de Cante Jondo organizado en Granada en 1922. Ése no fue un buen año para el pintor. En enero, murió su mujer a los 19 años. El cartel que Ángeles Ortiz realizó para el espectáculo resume el ánimo de un hombre que había quedado roto y a cargo de una hija. El dibujo representa un corazón que sangra y que está perforado por un ojo tristísimo. Parecía que el pintor se había dibujado por dentro.

Manuel Ángeles Ortiz se había iniciado en el taller de José Larrocha en Granada y, más tarde, seguiría en el de Cecilio Plá en Madrid. Después, en 1922, se instalaría algún tiempo en París, donde vive una de las épocas más hermosas de su vida formando parte de la llamada Escuela Española de París con Picasso, Miró, Gris, María Blanchard, Vázquez Díaz, Benjamín Palencia, Francisco Bores o Maruja Mallo.

A su estudio de la Rue Vercingérotix llegan las postales felices de sus amigos en España. En ese mismo lugar se suceden notables juergas similares a las que celebraban cuando viajaba a Madrid. Alberti recuerda en La arboleda perdida las que tenían lugar en el círculo noctámbulo que se reunía en casa de Neruda: «Allí se rendía al más fervoroso culto al tinto, al chinchón y al whisky, mezclado con las bromas, relatos y escenas teatrales, representadas sobre todo por Federico García Lorca y Acario Cotapos, un genial compositor chileno. (…) Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban además el pintor Manolo Ángeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Raúl González Tuñón, el escultor Alberto, Pepe Caballero y el recién llegado de Alicante Miguel Hernández».

Pero todo pasará y llegará la guerra. El pintor se integra en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Aún está reciente el asesinato de su amigo García Lorca. Las noches de guerra están llenas de imágenes de ese surrealismo lírico que tanto le gustaba. En los sueños se aparece Lorca vestido de barraco, recorriendo los caminos de España con aquel «carro de la farsa con motor de explosión», según decía el himno que improvisaba el poeta en aquellos años de las Misiones Pedagógicas.

Aquella noche de 1923...

El trabajo de Ángeles Ortiz en La Barraca inspirada por Lorca tenían un brillante precedente. Fue en París en 1923 con motivo del estreno de El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, en casa de la princesa de Polignac. Los decorados y figurines eran de Manuel Ángeles Ortiz. El pintor jamás olvidó aquella noche. Con el tiempo, también realizaría escenografías para Satie o Poulenc.

Al terminar la guerra, el pintor no tendrá más remedio que optar por el exilio. Termina, como tantos desterrados, en uno de los campos de concentración que Francia había preparado para albergar a los refugiados republicanos. El artista enferma de disentería, fruto del mal estado en el que se encuentran los apresados. Parece que está cercano el fin. Los días amanecen estrenando nuevos muertos.

Sin embargo, Manuel Ángeles Ortiz es rescatado por su amigo Picasso. Así, se instala durante algún tiempo en París. Luego se traslada a Buenos Aires para residir poco después en un lugar perdido de la Patagonia, a orillas del lago Nahuel Huapí. Son años muy fructíferos.



En 1948, regresará a París. Pero dentro tiene una llaga: la de la memoria. No se lo pensará y visitará España y, en especial, Granada. De esta época son sus series sobre el Albaicín, el homenaje al Greco, las visiones de la Alhambra. Todo ese mundo que tenía dentro desde hacía años.

Aquella tarde de 1984 en la que el artista fallece en París, la serie de los Albaicines poblaría sus últimos recuerdos como símbolo del alma de una ciudad: «Esa increíble ciudad de prodigio que de pequeño miraba, la recuerdo con olor acalorado a campo y a sus cármenes».



ANDALUCÍA ATRAPADA EN EL CUBISMO LÍRICO

«Mirar ahora a cuando empecé a pintar, me parece una larga trayectoria de historia lejana». Los memoriales de los exiliados son como cuadernos en los que regresaran a la infancia, a un tiempo perdido hace mucho tiempo. Saben que sin recordar no son nada, porque la única patria que les queda es el recuerdo.

Manuel Ángeles Ortiz se adaptó bien al exilio. Era un hombre viajado y desde joven se había instalado en París, donde murió. Pero España estuvo siempre dentro. De su infancia, que al final es lo que arrastra a estos pasajeros en tránsito, tenía un recuerdo clarísimo: las confiterías de Granada. «Las confiterías de mi infancia eran prodigiosas; me desorbitaba por comer dulces que hacían las monjicas y ansiosamente briboneaba de comilones a punto de tener necesidad cada semana de tomar aceite de ricino».

Ángeles Ortiz fue un niño glotón, siempre empachado, curioso, extasiado ante la sorpresa del mundo. Un niño que recorre Granada garabateándola. Granada será un garabato en su recuerdo. «Menos saber andar, ella me dio todo: en ella hice la escuela y en ella tuve mi primer profesor de pintura. Como mi hacer era de travesuras, distracción y garabatos, las notas del colegio eran más bien mediocres, y en mi casa me castigaban por garabatear».

El niño seguirá garabateando con maestría durante toda su vida hasta conseguir un cubismo lírico que le servirá para mostrar su concepción del mundo: geometría más luz más poesía.

Andalucía siempre estuvo en el corazón del artista. En sus linografías, aguafuertes y litografías se esconde agazapado el recuerdo. Andalucía está en sus cuadros de los cipreses de Granada, en la misteriosa Alhambra o incluso en el pez que salta del agua y que sirvió como símbolo de la emblemática revista Litoral.

En 1973, Ángeles Ortiz escribió el texto Relato breve en idea de un retrato, rescatado recientemente por El Maquinista de la Generación. En esta evocación memorialística, el pintor recordaba un paseo por las afueras de Almuñécar. «Pregunté a un arriero adónde conducía el lugar; a todas partes me dijo, si sigue dará la vuelta a la tierra y nuevamente llegaría donde estamos. Me maravilló la simbólica respuesta».

Ángeles Ortiz explicaba que el camino que recorría era el antiguo de fenicios, cartagineses, romanos, árabes. «Respiré hasta llenarme de esa brisa mediterránea tan llena de misterios y civilizaciones… quizás sea por eso que tanto me guste ver, mirar el vuelo de los pájaros. Maneras de cómo en Andalucía poder cantar».



Publicado en El Mundo el 22 de enero de 2007

Manuel Ángeles Ortiz

Ángeles Ortiz, Manuel

Autora: Eva Díaz Pérez

AGUAFUERTES DE LA MEMORIA
El artista nacido en Jaén y cuya infancia y juventud se desarrolla en Granada realizó una obra pictórica en la que se resume una curiosa interpretación del alma de Andalucía. Manuel Ángeles Ortiz, gran amigo de Lorca y Falla, formó parte de la Escuela Española de París. Fue el autor del cartel del Festival de Cante Jondo que se celebró en Granada en 1922, participó en La Barraca de Lorca y se integró en la Alianza de Intelectuales Antifascistas durante la Guerra Civil. Tras el conflicto bélico, es internado en un campo de concentración francés del que es liberado por Picasso. París y Buenos Aires serán las ciudades de su exilio. Finalmente, regresará a Granada en viajes breves durante su exilio parisino para recrear la ciudad de su infancia en sus más notables series pictóricas.
Qué embrujador, gozoso y terrible puede ser el encuentro con la memoria. Manuel Ángeles Ortiz recordaba las confiterías de Granada; las voces rotas de los cantaores; el salón de la princesa de Polignac donde representaron El Retablo de Maese Pedro, de Falla; las juergas noctámbulas en un París desaparecido; el color de la laguna de Nahuel Huapí en la Patagonia. Todo eso era su vida, pero ahora regresaba al origen. Y se quedaba con una imagen, una idea, un lugar: el Albaicín granadino, que en su cuadro se convertía en una confabulación de mágicos geometrismos planos.
La memoria es caprichosa. En la última tarde de su vida, Manuel Ángeles Ortiz recordó el Albaicín. En París, su querido París, ciudad de su revoltosa juventud, caía la tarde. Y él sabía que era la última. Su vida pasaba veloz por delante, pero al final se quedaba con su serie pictórica del Albaicín, aquella galería de pinturas que retrataban el lugar más querido, aquel lugar al que había regresado después de su exilio.
«Mis ‘Albaicines’ se asimilan a los mosaicos de la Alhambra, mis puestas de sol granadinas a trajes de torero». Los Albaicines son, en efecto, mágicos trallazos en los que estuviera resumida el alma de Granada. El pintor los repetiría incansable hasta agotar todos los rincones de su memoria. Estas variaciones del Albaicín son como un mecanismo destripado de la memoria de un desterrado. «Sí, podría repetirlo sin fin, si así no fuera ejemplo de loco. ¿No es así la naturaleza?».
La infancia de Manuel Ángeles Ortiz es Granada, aunque nació en Jaén en el barrio de la Magdalena en 1895. El pintor también recreó su ciudad natal y, en especial, la hermosa catedral de Jaén. Cuántas veces recordaría su perfil sereno en las largas tardes de su exilio.
La juventud de Manuel Ángeles Ortiz está unida a la de los grandes personajes de aquella Edad de Plata. José Bergamín decía que pintaba como García Lorca escribía. En efecto, los dos fueron grandes amigos. Manuel Ángeles Ortiz habría de contemplar en muchas ocasiones la fotografía en la que ambos posan alegres en una Granada de 1925. También el célebre retrato que hizo a su amigo muerto. En sus últimos años, los retratos de Manuel Ángeles Ortiz eran una inquietante galería de desaparecidos.

Ortiz y Lorca fueron los impulsores junto con Manuel de Falla del Festival de Cante Jondo organizado en Granada en 1922. Ése no fue un buen año para el pintor. En enero, murió su mujer a los 19 años. El cartel que Ángeles Ortiz realizó para el espectáculo resume el ánimo de un hombre que había quedado roto y a cargo de una hija. El dibujo representa un corazón que sangra y que está perforado por un ojo tristísimo. Parecía que el pintor se había dibujado por dentro.
Manuel Ángeles Ortiz se había iniciado en el taller de José Larrocha en Granada y, más tarde, seguiría en el de Cecilio Plá en Madrid. Después, en 1922, se instalaría algún tiempo en París, donde vive una de las épocas más hermosas de su vida formando parte de la llamada Escuela Española de París con Picasso, Miró, Gris, María Blanchard, Vázquez Díaz, Benjamín Palencia, Francisco Bores o Maruja Mallo.
A su estudio de la Rue Vercingérotix llegan las postales felices de sus amigos en España. En ese mismo lugar se suceden notables juergas similares a las que celebraban cuando viajaba a Madrid. Alberti recuerda en La arboleda perdida las que tenían lugar en el círculo noctámbulo que se reunía en casa de Neruda: «Allí se rendía al más fervoroso culto al tinto, al chinchón y al whisky, mezclado con las bromas, relatos y escenas teatrales, representadas sobre todo por Federico García Lorca y Acario Cotapos, un genial compositor chileno. (…) Esas hoy tan distantes noches nerudianas las llenaban además el pintor Manolo Ángeles Ortiz, Luis Rosales, Maruja Mallo, Raúl González Tuñón, el escultor Alberto, Pepe Caballero y el recién llegado de Alicante Miguel Hernández».
Pero todo pasará y llegará la guerra. El pintor se integra en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Aún está reciente el asesinato de su amigo García Lorca. Las noches de guerra están llenas de imágenes de ese surrealismo lírico que tanto le gustaba. En los sueños se aparece Lorca vestido de barraco, recorriendo los caminos de España con aquel «carro de la farsa con motor de explosión», según decía el himno que improvisaba el poeta en aquellos años de las Misiones Pedagógicas.
Aquella noche de 1923...
El trabajo de Ángeles Ortiz en La Barraca inspirada por Lorca tenían un brillante precedente. Fue en París en 1923 con motivo del estreno de El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla, en casa de la princesa de Polignac. Los decorados y figurines eran de Manuel Ángeles Ortiz. El pintor jamás olvidó aquella noche. Con el tiempo, también realizaría escenografías para Satie o Poulenc.
Al terminar la guerra, el pintor no tendrá más remedio que optar por el exilio. Termina, como tantos desterrados, en uno de los campos de concentración que Francia había preparado para albergar a los refugiados republicanos. El artista enferma de disentería, fruto del mal estado en el que se encuentran los apresados. Parece que está cercano el fin. Los días amanecen estrenando nuevos muertos.
Sin embargo, Manuel Ángeles Ortiz es rescatado por su amigo Picasso. Así, se instala durante algún tiempo en París. Luego se traslada a Buenos Aires para residir poco después en un lugar perdido de la Patagonia, a orillas del lago Nahuel Huapí. Son años muy fructíferos.

En 1948, regresará a París. Pero dentro tiene una llaga: la de la memoria. No se lo pensará y visitará España y, en especial, Granada. De esta época son sus series sobre el Albaicín, el homenaje al Greco, las visiones de la Alhambra. Todo ese mundo que tenía dentro desde hacía años.
Aquella tarde de 1984 en la que el artista fallece en París, la serie de los Albaicines poblaría sus últimos recuerdos como símbolo del alma de una ciudad: «Esa increíble ciudad de prodigio que de pequeño miraba, la recuerdo con olor acalorado a campo y a sus cármenes».

ANDALUCÍA ATRAPADA EN EL CUBISMO LÍRICO
«Mirar ahora a cuando empecé a pintar, me parece una larga trayectoria de historia lejana». Los memoriales de los exiliados son como cuadernos en los que regresaran a la infancia, a un tiempo perdido hace mucho tiempo. Saben que sin recordar no son nada, porque la única patria que les queda es el recuerdo.
Manuel Ángeles Ortiz se adaptó bien al exilio. Era un hombre viajado y desde joven se había instalado en París, donde murió. Pero España estuvo siempre dentro. De su infancia, que al final es lo que arrastra a estos pasajeros en tránsito, tenía un recuerdo clarísimo: las confiterías de Granada. «Las confiterías de mi infancia eran prodigiosas; me desorbitaba por comer dulces que hacían las monjicas y ansiosamente briboneaba de comilones a punto de tener necesidad cada semana de tomar aceite de ricino».
Ángeles Ortiz fue un niño glotón, siempre empachado, curioso, extasiado ante la sorpresa del mundo. Un niño que recorre Granada garabateándola. Granada será un garabato en su recuerdo. «Menos saber andar, ella me dio todo: en ella hice la escuela y en ella tuve mi primer profesor de pintura. Como mi hacer era de travesuras, distracción y garabatos, las notas del colegio eran más bien mediocres, y en mi casa me castigaban por garabatear».
El niño seguirá garabateando con maestría durante toda su vida hasta conseguir un cubismo lírico que le servirá para mostrar su concepción del mundo: geometría más luz más poesía.
Andalucía siempre estuvo en el corazón del artista. En sus linografías, aguafuertes y litografías se esconde agazapado el recuerdo. Andalucía está en sus cuadros de los cipreses de Granada, en la misteriosa Alhambra o incluso en el pez que salta del agua y que sirvió como símbolo de la emblemática revista Litoral.
En 1973, Ángeles Ortiz escribió el texto Relato breve en idea de un retrato, rescatado recientemente por El Maquinista de la Generación. En esta evocación memorialística, el pintor recordaba un paseo por las afueras de Almuñécar. «Pregunté a un arriero adónde conducía el lugar; a todas partes me dijo, si sigue dará la vuelta a la tierra y nuevamente llegaría donde estamos. Me maravilló la simbólica respuesta».
Ángeles Ortiz explicaba que el camino que recorría era el antiguo de fenicios, cartagineses, romanos, árabes. «Respiré hasta llenarme de esa brisa mediterránea tan llena de misterios y civilizaciones… quizás sea por eso que tanto me guste ver, mirar el vuelo de los pájaros. Maneras de cómo en Andalucía poder cantar».

Publicado en El Mundo el 22 de enero de 2007