Miguel Vega Álvarez (1915-2006) nació en la estación del ferrocarril de El Cuervo. Su padre era ferroviario y trabajaba allí, donde pasó los primeros años de su vida. Hasta que cumplió 14. Fue entonces cuando su familia se trasladó a Jerez. Siempre se acordó de las palabras que le dijo su abuelo antes de marcharse: “Miguel, por bien, por muy bien que te vaya a lo largo de la vida, donde quiera que estés, lejos, muy lejos de este lugar, nunca podrás olvidar estos años que has pasado aquí. Son los años que siempre se recuerdan como los mejores”. Y no se equivocó. “Siempre que tuve ocasión pasé por allí”, cuenta el propio Miguel en su biografía, Episodios personales, reminiscencias de la Guerra Civil española, y que este sábado 30 de septiembre, a las 19:30 horas, en la biblioteca Sebastián Oliva de la CNT de Jerez —en el edificio de la plaza del Arenal— recordarán a través de una entrevista que le hicieron a Miguel en el año 2000.
Miguel es un anarquista jerezano que vivió en sus carnes el movimiento obrero durante la II República, el inicio de la Guerra Civil y la represión —estuvo preso por pertenecer a la CNT—, por lo que se terminó fugando de la cárcel y, finalmente, exiliándose en Francia, después de estar muchos años vagando por el país de forma clandestina. Es hermano de Cristóbal Vega Álvarez, conocido por su faceta literaria, y por haber estado en las prisiones españolas en torno a 1958 y haber protagonizado una campaña internacional por su liberación como preso político —“el obrero poeta”, lo llamaban—. “A partir de la fundación de la Falange Española empezaron tiempos de violencia. Las bandas fascistas provocaban altercados violentos a pistoletazos. Atacaban a las juventudes de izquierdas, nos defendíamos, se luchaba a brazo partido, en situación de desigualdad absoluta, con el fascismo que se veía venir con toda su bestialidad”, relata el propio Miguel en su libro.
Así cuenta cómo lo trasladaron a la cárcel de San Lorenzo: “Fue bastante desagradable. Nos amarraron, unos con cuerdas, otros con alambres (…) La manta y la poca ropa que teníamos era lo que se podía llevar (…) Yo estaba en la sexta galería. Éramos unos 1.200. El suelo era de madera. Nos pertenecía a cada uno unos 50 centímetros a lo ancho. El ancho de la galería no recuerdo más o menos cómo era, pero donde terminaban los pies de la fila que había tenido la suerte de coger un sitio junto a la pared, allí empezaba otra fila. Y así sucesivamente, hasta juntarse con la fila de la otra pared, que también tenían la suerte de tener la cabeza junto a la pared. Total, cruzados los cuerpos más o menos. Algo espantoso el hacinamiento”.
Luego fue a otra prisión, Porlier, donde estaba recluido junto a unos 6.200 presos, hacia 1939. “Tenía la convicción de que a mí me tenían muchas ganas los falangistas de Jerez —relata Miguel—, nos habíamos enfrentado varias veces en la calle y eso no lo perdonarían por nada. La primera vez que se presentó Solís, el abogado de marras, en la cárcel de San Lorenzo, de seguida me largó: Tú pertenecías a las Juventudes Libertarias y además fuiste de la comisión organizadora del Ateneo Libertario.
Le dije que eso estaba dentro de la Ley.
Sí, pero ahora no. Fue lo que me contestó”.
El anarquista jerezano cuenta que vio de cerca a las conocidas como las Trece Rosas antes de ser fusiladas, en el que es uno de los episodios más crueles —y simbólicos— de la represión franquista. “Estas chicas se entretenían jugando al abejorro —es un juego que consiste en ponerse tres personas de pie en fila, el de en medio con las manos en la boca haciendo el abejorro, y tratar de darle un coscorrón a uno de los que tiene al lado—. Así trataban de pasar la última noche de sus preciosas vidas aquellas lindas muchachitas. Cómo me impresionó aquello. Verlas tan jovencitas resignadas y dispuestas a morir con coraje”, cuenta Miguel Vega. En agosto de 1939, añade, también fueron fusilados 63 miembros de las Juventudes Socialistas y las Juventudes Libertarias. “Listas oficiales. Extraoficiales, muchos más”, agrega.
Pero Miguel siguió adelante con su plan. “Esta vez ya no tenía que contar con nadie. Las decisiones las tomaría yo solo. Así me entendería perfectamente con la comunidad que formé: discutía las decisiones y siempre llegaba a un acuerdo por unanimidad”, escribe con sorna el propio Miguel en sus memorias. Vega Álvarez se terminó refugiando en la estación de El Cuervo. Allí pasó una noche entera poniéndose al día con su madre, a la que no veía desde hacía meses. Sus padres, antes de volver a marcharse, le dijo: “Hay que ver, Miguel, con lo que tú has jugado y has correteado por todos estos campos y que tanto sé que te gusta esta estación de El Cuervo y que tengas que estar escondiéndote aquí donde naciste y te criaste, qué cosas tiene el destino tan desagradables como impensables”.El jerezano terminó regresando a la cárcel de San Lorenzo, donde fue diseñando poco a poco su plan de fuga, a sabiendas del riesgo que corría, porque todo el que lo intentaba, o simplemente parecía que lo hacía, sufría graves consecuencias en forma de palizas y torturas. Por aquel entonces ya estaba procesado, y en cualquier momento podía ser llamado a consejo de guerra, por lo que temía por su vida y se la jugó. El día elegido fue el domingo 25 de febrero de 1940 —“y no el 27 como consta en los papeles o documentación o expediente que tengo en mi poder de la Dirección General de Seguridad”, desmiente Vega—. “Salimos sin ser vistos. Nos tapamos pronto con unos montones de tierra. Después con unos muros de otras construcciones y pronto estuvimos mezclados con el público que paseaba por un paseo que estaba no demasiado lejos de por allí”, relata el anarquista, que acabó en casa de un familiar del compañero que se había fugado con él, que finalmente terminó entregándose.
Muchos años después de su fuga, Miguel seguía en busca y captura. Su cambio de nombre —se hizo llamar Francisco Hidalgo Cañestro, como un tío político suyo— no era suficiente. A finales de los 50, la policía y la guardia civil iban a su casa preguntando por él. “Esto era cada vez más desesperante”, dice en su biografía. Por eso, cuando sentía que “se cerraba la tenaza” sobre su cabeza, decidió comprar un billete de avión y exiliarse en Francia. Seis interminables meses después se reunió con él su pareja, Mary, que lo acompañó durante todas estas peripecias. También viajaron con ella sus hijos. El anarquista, después de todo lo vivido —años en prisión, vida en clandestinidad, exilio…— se lamenta de una cosa: “Lo triste de todo esto es el olvido oficial de nuestros mártires. Que no se hayan preocupado de buscar datos para hacer un censo lo más aproximado de todos aquellos crímenes. Ya cada vez van quedando menos por lo tanto cada vez más difícil. Y mejor para los herederos del franquismo, los hijos y los nietos de aquellos criminales, que viven muy bien en esta Constitución democrática que no querían, que la detestaban, pero que se están aprovechando”.
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