20 de marzo de 2020

Camino a la Alhambra, Washington Irving


 Dejando la posada de la Espada, atravesamos la famosa plaza de Bibarrambla, teatro en otros tiempos de las moriscas justas y torneos, y ahora convertida en mercado principal. Desde allí subimos por el Zacatín, que es la calle más importante, y que en tiempo de los moros era el Gran Bazar: en él las tiendecillas y callejuelas conservan todavía el carácter del oriente. Cruzando una plaza por frente del palacio del capitán general, subimos por una estrecha y tortuosa calle, cuyo nombre nos recordó los tiempos caballerescos de Granada. Se llama la Cuesta de Gomeres, por una familia morisca, célebre en los romances y cantares. Esta cuesta conduce a una maciza puerta de arquitectura griega, construida por Carlos V, y que forma la entrada a los dominios de la Alhambra.
   Había en la puerta dos o tres mal vestidos soldados veteranos, dormitando en un asiento de piedra, los sucesores de los Zegríes y los Abencerrajes; en tanto que un alto y flacucho ganapán, con una mugrienta capa de color castaño, que tenía por objeto, sin duda, el ocultar el andrajoso estado de su traje interior, se hallaba holgazaneando al sol y charlando con un viejo veterano que estaba de centinela. Se nos agregó el tal cuando hubimos pasado la puerta, y nos ofreció sus servicios para enseñarnos la fortaleza.
   Tengo repugnancia, como viajero, a estos oficiosos cicerones, y no me agradó, en verdad, el aspecto del que se me presentaba.

   —¿Supongo que conocerá usted bien este sitio?
   —Ninguno mejor, señor, pues soy hijo de la Alhambra.

   La generalidad de los españoles emplea singulares giros poéticos para expresarse. ¡Hijo de la Alhambra! La frase esta me sorprendió al pronto; pero el humildísimo traje de mi nuevo conocido le daba un expresivo sentido ante mis ojos: era el emblema de las vicisitudes de aquel lugar, y él representaba maravillosamente al descendiente de tales ruinas.
   Le hice algunas preguntas, y me convencí de que era legítimo su título. Su familia se venía sucediendo en la fortaleza de generación en generación, casi desde el tiempo de la conquista, y su nombre era Mateo Jiménez.

   —Entonces —le dije— quizá será usted descendiente del gran cardenal Jiménez de Cisneros.
   —¡Dios sabe, señor! Muy bien puede ser. Somos la familia más antigua de la Alhambra: cristianos viejos, sin mezclas de moros ni judíos. Yo sé que pertenecemos a cierta familia noble, pero no me acuerdo cuál. Mi padre sabe todo eso, y conserva el escudo de nobleza colgado en la habitación, en lo alto de la fortaleza.

   No hay español, por pobre que sea, que no tenga sus pretensiones linajudas sobremanera, y acepté, por lo tanto, los servicios del hijo de la Alhambra.


Washington Irving, La Alhambra, conjunto de cuentos y bosquejos de moros y españoles