En recuerdo de José Fernández Castro, magistral biógrafo del ingeniero Juan José Santa Cruz.
Hoy, cuando Sierra Nevada se ha convertido en uno de los puntos más atractivos del turismo en Granada y cuando se cumplen 82 años de su fusilamiento ante las tapias del cementerio tras un burdo juicio sumarísimo, creo imprescindible recurrir a la Memoria de una ciudad para recordar a los pioneros de este magno proyecto: al ingeniero Juan José Santa Cruz, que proyectó la carretera más alta de Europa y al que se le pagó con la muerte más baja al ser fusilado en agosto del 36 en la sublevación militar que escribió lo más negro de la Historia de Granada.
Todo el mundo sabe -o se le debería recordar para que, al menos, nos sirviera de vergonzosa lección- cómo se diezmó a la ciudad arrancándole a su gente más preclara o a infinidad de ciudadanos inocentes que todavía yacen en fosas desconocidas. Que en sólo unos días, con juicios sumarísimos o sin ellos, se asesinara a gente de la talla de Federico García Lorca, a gran parte de los miembros de la Universidad, incluyendo a su rector poco más tarde; del Ayuntamiento, con su alcalde Fernández Montesinos a la cabeza, o de la Diputación, con su presidente, Virgilio Castilla, en el 'lote' de Santa Cruz, y a ilustres personalidades de la vida política y cultural de una ciudad, amén de millares de inocentes ciudadanos, es demasiado bestial y terrible como para pasar la hoja o seguir mirando para otra parte.
Una de aquellas personas fusiladas en las tapias del cementerio, como nos recuerda José Fernández Castro, el más fiel y justo biógrafo de aquellas víctimas y de sus verdugos, era nuestro recordado de hoy, el ingeniero Juan José Santa Cruz, el autor de la carretera de la Sierra, el que ayudó al duque de San Pedro de Galatino en la construcción del tranvía que llevaba al Maitena, ejemplo de la Granada creadora de principios del siglo XX y que por desidia e indiferencia desapareció en 1974. Un ingeniero al que se le deben muchas de las obras públicas de Granada y que, junto al duque, promocionó rutas para el turismo de una ciudad de las que actualmente vive en buena medida. Es curiosa coincidencia que el cadáver del duque llegara a Granada, en donde quería reposar definitivamente, el 17 de julio de 1936 en el mismo tren que trajo a Federico García Lorca.
El 'padre' del turismo moderno granadino, con su hotel Alhambra Palace, la carretera y el tranvía a la Sierra, y el de tantos proyectos realizados con visión de futuro, no pudo ver, para suerte suya, aquella infernal tragedia que devoró, pocas semanas después, a su amigo y colaborador en tantos proyectos ilusionados, Juan José Santa Cruz.
El amor de un intelectual por Granada
Juan José Santa Cruz y Garcés de Marcilla nace en Madrid el 15 de septiembre de 1880, hijo de un ingeniero de caminos descendiente de una familia nobiliaria. El 27 de agosto de 1914 lo trasladan a Granada, de la que no volvió a salir. Declinó, incluso, el cargo de ministro de Obras Públicas, atado a una ciudad que le fascinó. Conoció a la bailaora gitana Antonia Heredia, su pareja sentimental, con la que tuvo una hija, Teresa. Con Antonia se casó en prisión momentos antes de su fusilamiento y tuvo tiempo de escribirle una carta de despedida a su amadísima hija, llena de serenidad.
Presidente de aquel Centro Artístico, Literario y Científico, que integraba lo mejor de la intelectualidad granadina; Diputado en las Cortes Constituyentes de la Segunda República, formando parte de la 'Agrupación de Intelectuales al Servicio de la República', fue nombrado en 1931 Jefe de Obras Públicas, concentrando su trabajo en trazar la carretera más alta de Europa haciendo realidad lo que ya había pedido desde comienzos de siglo el duque de San Pedro de Galatino.
La carretera, todavía falta de muchos detalles, sobre todo su enlace con la Alpujarra, inconcluso aún, se inauguró oficialmente el 15 de septiembre de 1935. Era el verdadero galardón del famoso ingeniero y los desvelos de aquel prócer que fue el duque.
La última mirada
Es espantoso para la memoria de una ciudad que lo último que viera Juan José Santa Cruz, desde las tapias traseras del cementerio, fuese la Sierra Nevada que él tanto amó y de la que hizo posible su acceso. Dice Ian Gibson, el primero que investigó la represión en Granada y el asesinato de Federico García Lorca, que al ilustre ingeniero se le acusó, en uno de los dramáticos esperpentos de aquellos días, de querer volar el embovedado, cosa que ni siquiera figura en el burdo juicio sumarísimo que se celebró, durante menos de una hora, la noche del 1 de agosto, junto con los otros acusados. Fernández Castro cuenta que el tribunal estaba integrado por las siguientes personas: "Presidente, Antonio Muñoz Jiménez, coronel de Infantería, junto a sus compañeros Miguel Fortea García, Lorenzo Tamayo Orellana y Julio González Cárdenas, así como el Teniente Coronel de Artillería Luis Medrano Padilla; siendo suplentes, Rafael Lacal Pérez, Coronel de Caballería y Rafael Calderón Durán, comandante. Vocal-Ponente, Francisco de Angulo Montes, juez habilitado, y "Fiscal", Enrique Iturriaga Aravaca, alférez de complemento, Letrado. Entre otros defensores, el de Santa Cruz fue Fernando López Negrera".
Muerte para todos los de este 'lote' -Virgilio Castilla, presidente de la Diputación; Juan José Santa Cruz; José Alcántara, sindicalista de CNT y Antonio Rus Romero, dirigente de UGT-, excepto el gobernador civil, César Torres Martínez, por eximente de obediencia debida, al que se condenaba a reclusión militar perpetua. Añade Fernández Castro que entre los vocales del 'sumarísimo', el teniente coronel de infantería, González Cárdenas, puso reparos en firmar la condena, pero se le amenazó con aplicarle a él la misma receta. A las seis de la mañana siguiente, día dos, tendrían que ser fusilados en las tapias del cementerio, como ocurrió con infinidad de granadinos.
Santa Cruz pidió casarse con la gitana con la que había pasado su vida en Granada -quizá otro elemento añadido de la venganza de la burguesía granadina- y escribió una carta serena de despedida a su amada y bella hija Teresa. Decía así: "Querida hija, me voy sin verte. Necesito de todo mi valor y al ver que te perdía no podría tenerlo. Sé buena, no hagas daño; ten paciencia con tu madre y respétala. Trabaja en algo, pinta y canta en recuerdo mío. Odia todo lo que represente daño y sangre y acuérdate de quienes te dejan sin padre; no los odies, pero evítalos. Al entrar en la eternidad te besa con todo el cariño que te tuvo tu padre, para quien fuiste todo y que en su último momento se acordará de ti. (2 de agosto de 1936)".
Luego, casi al alba -la hora predilecta de aquellos criminales- uno de los camiones de la muerte le llevó hasta las tapias del cementerio. Quisieron taparle los ojos, pero él se opuso y el nudo de la venda se desató. Su última mirada fue para esa Sierra Nevada tan querida, cuya carretera -la más alta de Europa- abrió rutas al progreso de una ciudad donde se le pagaba de esta manera tan ignominiosa. Ya de mañana, Antonia llevó un ataúd y metió en él sus restos, que enterraron unos pocos amigos que se atrevieron a acercarse al lugar.
Después de aquel atropello, desvalijaron y confiscaron su casa en Santa Ana 2, torturaron y asesinaron a su chófer y mataron hasta a su perro. Su hija tuvo que irse a una casa deshabitada donde llorar a su padre.
Así terminó una historia de amor alto y de muerte baja, una historia más para esta Granada, la bella, convertida en la bestia cuando circunstancias excepcionales y cainitas la hacen rugir y teñirla de sangre y lágrimas. Unas historias dramáticas de las que se cumplen 82 años. Muchas de cuyas víctimas yacen ignoradas, sepultadas entre los trozos de una tierra que todavía no ha sido capaz de restaurar la memoria de tantos inocentes masacrados en un atroz genocidio. Todos eran Federico García Lorca, en sus variadas procedencias e importancia intelectual. Unidos por la muerte a manos de aquellos desalmados criminales de uniforme o de paisano.
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