En la madrugada del 9 de noviembre de 1940 dos periodistas eran fusilados en el cementerio del Este de Madrid. Se llamaban Julián Zugazagoitia Mendieta y Francisco Cruz Salido. El consejo de guerra sumarísimo que les condenó a muerte se había celebrado en Madrid el 21 de septiembre de aquel año. Julián Zugazagoitia no había cumplido los 40 años cuando caía fusilado junto a su redactor jefe, contra las tapias del cementerio de Madrid.
Acusados de el delito de adhesión a la rebelión, según el proceso el defensor de oficio se adhirió a la calificación del fiscal aceptando que los procesados eran autores del delito de auxilio a la rebelión militar, y limitando su defensa a la petición de que el consejo admitiera la existencia de circunstancias atenuantes.
En el ciclo de conferencias Grandes periodistas olvidados, organizado por la Asociación de Periodistas Europeos en mayo de 1985 se aseguraba que Julián Zugazagoitia y Cruz Salido fueron ejecutados simplemente por ser periodistas y hacer publicas sus opiniones.
Zugazagoitia, refugiado en Francia al término de la guerra civil, había caído en manos de la Gestapo y entregado a la policía franquista española. Siendo entonces embajador en Francia José Félix de Lequerica y ministro de la Gobernación Serrano Suñer.
Cruz Salido había sido redactor jefe de El Socialista, y Zugazagoitia, su director desde 1932. Cruz Salido publicaba una columna, Glosa ingenua, de crítica política en la ultima página, con la que consiguió un gran número de enemigos entre el estamento militar, incluso en el propio bando republicano.
Decía así:
Cuando Trotski anduvo por España hizo un descubrimiento del que se maravilló justamente. Fué que encontró las cárceles españolas tan magníficamente organizadas, que dentro de ellas subsisten las cases sociales.
Había departamentos de distinguidos y departamentos para proletarios. Trotski, que había recorrido casi todas las cárceles de Europa y de América, no pudo advertir en ninguna de ellas este refinamiento y pensó que España era un país que sabia hacer bien las cosas llevando a las cárceles la misma diferencia de la calle, que no había por qué eliminada del presidio. Desgraciadamente, Trotski no logró captar todos los matices admirables de nuestro país, y, aunque podemos envanecernos legítimamente de haberle ofrecido perspectivas insospechadas por él, una produce amargura que no tuviera tiempo de conocer toda nuestra magnífica organización clasista.
Tenernos celdas para distinguidos en nuestras cárceles y celdas para la plebe, como tenemos médicos para los soldados y médicos para los jefes y oficiales. Tampoco creemos que en este punto los países extranjeros hayan llegado a un grado de civilización tan envidiable canto el nuestro. Médicos para los soldados y médicos para los jefes. Nadie podía sospechar tanta previsión. Sin embargo, de ello dio ayer testimonio elocuente el señor Juarros, al intervenir en el debate parlamentario sobre reclutamiento y ascenso de la oficialidad en el ejercito.
El doctor Juarros proponía, muy certeramente, que se hicieran dos escalafones y que se exigieran a los médicos estudios y capacitaciones diferentes, según la clientela que se les asigne. Lo que no podremos comprender fácilmente son las razones que tenga el señor Juarros para obligar a los médicos militares que cuiden de la salud de los soldados los conocimientos apropiados a lo que él denominaba la guerra psiquiátrica militar. Por lo visto, los oficiales y los jefes no necesitan de la psiquiatría. Esto nos parece una verdadera injusticia, y no creemos que deban extenderse de tal manera los privilegios hasta el punto de negar a un teniente coronel, por ejemplo, el derecho a caer en las divertidas fronteras de la psiquiatría, que los soldados cruzan parcialmente, como un terreno propicio para ellos. Este criterio adjudica a la psiquiatría un carácter de ciencia plebeya, que tal vez determine su desprestigio. De todas numeras será preciso aceptar lo inexorable.
Nos resignamos a ella, no sin cierta violencia, porque habíamos creído, hasta ahora, que eran los jefes y oficiales quienes más necesitaban de los psiquiatras. Pregonemos nuestro orgullo : tenemos médicos para los soldados y médicos para los jefes, cada uno de ellos especialmente capacitado para sus funciones respectivas.
A veces, sin embargo, como denunciaba ayer el señor Juarros, el médico de un capitán, especializado en capitanes y preparado para vigilar la salud de los capitanes, se ha visto en el caso de tener que asistir de parto a lo señora del capitán. ¡ Terrible conflicto! Terrible porque, por muy psiquiatra que el médico sea, no había previsto que los capitanes pudieran llegar a estos trances. En estos casos debería establecerse una competencia de jurisdicción entre el médico de los jefes y el médico de los soldados. En definitiva, tendría que intervenir este último, porque podría demostrarse que la culpa de todo era del asistente.
También influyó en la decisión de Franco de negarles su gracia lo que Zugazagoitia había escrito sobre el mismo Franco en el epílogo de su libro Guerra y vicisitudes de los españoles, publicado a primeros de octubre de 1940 en Buenos Aires:
"Las brujas burgalesas que acampan en los contrafuertes de la catedral han soplado recio en la ambición del caudillo. Franco quiere para su cabeza algo mejor que los baratos laureles militares distribuidos a brazadas. Está saciado de títulos menores y fatigado de adulaciones cortas. Desea el privilegio de acuñar moneda con su efigie y su nombre; aspira al trono. Si no ensaya a sentarse en él, cambiando la espada por el cetro, es por una última indecisión morbosa. Tiene miedo de quedar convertido en estatua de sal. Teme que al dictado de usurpador que le clavará don Alfonso siga un castigo trágico que le discierna la divinidad. Su osadía se detiene, conturbada, ante lo misterioso y arcano. Con el rey hace cuentas de mesa de figón. Para desenojarle le devuelve los bienes de que le desposeyó la República, sustrayéndole el principal: la corona. Ante Dios, en espera de una muestra de su clemencia que le decida, se humilla. Transcurren los meses y ninguna prueba de especial predilección retribuye sus ahincadas oraciones. Izado en su peana de caudillo, Castilla, que le hizo, lo deshace, mientras ruedan por la llanura ilimitada, con las descargas de los piquetes siniestros, los vítores de esperanza y resurrección de las víctimas".
Ni Cruz Salido ni Zugazagoitia tenían las manos manchadas de sangre. No habían cometido delito alguno. Sólo eran responsables de lo que habían escrito. Manuel Azaña, en sus Memorias describe a Zugazagoitia como un "vasco taciturno, siempre se me ha mostrado muy deferente y respetuoso. En la dirección de El Socialista se ha señalado, desde que empezó la guerra, por la discreta reserva con que ha juzgado los acontecimientos, librándose, cuando empeoró la situación, de la insana estupidez de casi todos los periódicos, tan parecidos a los del 98".
De el Prologo de su libro rescatamos la conclusión siguiente:
Asesinándonos hemos vivido los españoles todo este último periodo. Dispuestos a seguir matándonos nos acechamos. ¿Cuántos años guardaremos esta pasión cainita? No cabe adelantar ninguna respuesta tranquilizadora. Todas las conjeturas son pesimistas. ¿Vamos a continuar en el mismo escorzo violento más tiempo del que la propia vida nos acuerde, prolongando la desesperación a través de nuestros hijos? Entre los que contestan rotundamente no, me inscribo. Prefiero pagar a la maledicencia las alcabalas más penosas y ser cobarde para quienes me disciernan este dicterio, renegado para los que por tal me tengan. Escéptico, traidor, egoísta... Todo me parecerá soportable antes de envenenar con un legado de odio la conciencia virgen de las nuevas generaciones españolas".
Paco Robles
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