8 de noviembre de 2016

1936. La Granada de aquel verano. Una ciudad entre la victoria y la muerte

1936. La Granada de aquel verano. Una ciudad entre la victoria y la muertePDFImprimirE-mail
Nuestra Memoria La Guerra Civil
Escrito por Miguel Ángel Del Arco Blanco   
Domingo, 14 de Agosto de 2011 06:16
Fue en aquellos días de julio y agosto cuando comenzaba, no sólo la guerra civil, sino también la victoria de los que apoyaron la sublevación, y la derrota -y muerte- de los que fueron leales a la República

 
En la Granada del verano de 1936 sucedió lo que siempre sucede en cualquier realidad. En el mismo espacio, en las mismas calles, en las mismas plazas, y tal vez al mismo tiempo, se producen fenómenos diferentes, aparentemente opuestos pero nunca ajenos. Igual que la riqueza es el anverso que posibilita la pobreza, la victoria es la otra cara de la derrota. Fue en aquellos calurosos días de julio y agosto cuando comenzaba, no sólo la guerra civil española, sino también la victoria de los que apoyaron la sublevación, y la derrota -y muerte- de los que fueron leales a la República. 

Puede parecer imposible recrear la atmósfera de una ciudad en la que convivieron dos realidades opuestas, la celebración de la victoria y la fiesta de la muerte llevada hasta sus últimas consecuencias. Pero desgraciadamente, todo ello está marcado por una indudable lógica histórica en la que, conviene decirlo, casi nada fue casual. Ni las banderas que engalanaron los balcones de Granada, ni los himnos que sonaron entonces, ni los gritos de muerte a la democracia, ni la bendición de la Iglesia a lo que estaba sucediendo... pueden desligarse de la represión física, los paseos, el silencio o la desaparición de una forma distinta de pensar. Poner todas estas imágenes juntas y ligarlas lo mejor posible es una tarea que debe realizar el historiador, ofreciendo su trabajo a la sociedad que se lo reclama, para superar los traumas del pasado y, efectivamente, hacer brotar un perdón que asiente la democracia en el conocimiento de las vergüenzas y errores de nuestro pasado común. 

Tras el golpe, la violencia 

El golpe de estado se produce de forma tardía en Granada. No tendrá lugar el 18 de julio como en la mayoría de las ciudades de la península, sino el 20. Ese día, lunes, los militares insurrectos toman la capital y hacen firmar a punta de pistola el bando de guerra al general Campins, máxima autoridad militar, leal a la República. Por la tarde, desde los lugares céntricos de la ciudad se dio a conocer a los granadinos dicho bando, poniendo en manos de la autoridad militar sublevada todo el control de la vida pública. 

Comienza entonces una historia que no se refleja del todo en los periódicos locales o nacionales. El Defensor de Granadalanzó su última edición el 19 de julio, con un titular de apoyo explícito a la República: «Ciudadanos: ¡Viva la República!». Tras la insurrección, el rotativo es clausurado y silenciado. La voz de los rebeldes será en adelante Ideal. La realidad atroz de entonces escapa a sus páginas. No suele haber menciones a la violenta represión desencadenada entonces. En el mejor de los casos, se dedica una breve nota en su última página, como la del 8 de agosto, en la que da cuenta del fusilamiento de «veinte individuos presos», siempre en «represalia por los bombardeos» de la aviación republicana. Pero generalmente las noticias se limitan a señalar las detenciones de las autoridades republicanas y de algunos líderes obreros, incidiendo en su «peligrosidad» por ir armados, y señalando que «pasaron a la Cárcel a disposición de la autoridad militar». Entonces, el rastro de sus vidas se pierde. El silencio era sinónimo de la muerte, como algún personaje del teatro de Lorca había presagiado. 

En Granada también las autoridades militares siguieron aquella «instrucción reservada número 1» del general Mola, redactada previamente a la insurrección, en la que ordenaba una acción «en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo» sobre «todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos». Encarcelar y ejecutar a todos los dirigentes políticos de izquierdas, en una sociedad tan politizada como la de la España de 1936, habla por sí misma de las dimensiones de la represión. De hecho, varios historiadores han llamado la atención sobre la virulencia de la violencia franquista en la provincia de Granada, máxime cuando aproximadamente la mitad de la provincia estuvo en manos republicanas durante la contienda. Así, en su majestuoso último libro, Paul Preston habla nada menos que de 5.500 víctimas para la provincia sólo entre 1936 y 1939. 

Tradicionalmente se ha tendido a responsabilizar de la represión al militar José Valdés Guzmán, que ocupó el gobierno civil hasta mediados de 1937. Sin duda su papel, fue fundamental y su responsabilidad en las masacres extrema. No obstante, ni Valdés fue el único gobernador civil durante la guerra civil, ni estuvo solo en sus labores represivas. Hay que extender la responsabilidad a los oficiales que apoyaron el golpe y tuvieron mando en aquel entonces, pero también a los no pocos granadinos que tomaron parte activa en las labores de represión. Uno de ellos, el católico Juan Luis Trescastro, al presentarse como voluntario declaró entonces que estaba «dispuesto a degollar hasta a los niños de pecho». Los grados de responsabilidad en todo aquello, desde luego, variaron enormemente, yendo de la adhesión al Alzamiento y la participación directa en las labores represivas a una gran «zona gris» que permaneció impasible o miró hacia otro lado. Pero debemos abrir las ventanas del pasado y reconocer que la colaboración con la aniquilación del enemigo no comenzaba sólo al disparar el gatillo: fueron muchos los que señalaron con el dedo a los militantes o simpatizantes del Frente Popular, sellando su destino. 

Fueron abundantes las instituciones que formaron parte del engranaje de la violencia en Granada. Vinculadas al Estado o al ejército, los rebeldes contaron con la comandancia militar, el gobierno civil, la Legión Extranjera (que llegaría a la ciudad a comienzos de agosto), la guardia civil, la guardia de asalto y la policía. Pero además, surgieron multitud de milicias y agrupaciones cuyas filas pasaron a engrosar numerosos jóvenes granadinos: Falange Española, la milicia ciudadana «Españoles Patriotas» o el Requeté carlista. También hubo agrupaciones donde tuvieron cabida granadinos no tan jóvenes, como pudo ser el caso del Batallón Pérez del Pulgar, organizado por el tristemente conocido Ruiz Alonso, o Defensa Armada de Granada: según Ian Gibson, a este grupo pertenecieron personas que por su edad o profesión no podían combatir activamente, tales como Antonio Gallego Burín o Antonio Marín Ocete; no obstante, sus labores de vigilancia y delación comprometieron a sus integrantes en labores represivas. Y por supuesto, no cabe olvidar a la nefasta «Escuadra Negra», casi una quincena de hombres que, con la aquiescencia del gobernador Valdés, cometieron multitud de asesinatos sin el menor juicio previo. 

Mientras que la guerra comenzaba y los titulares de periódicos y radios alentaban a la población asegurando la inminencia de la toma de Madrid... el aparato represivo se ponía en marcha en Granada. Líderes políticos y sindicales fueron detenidos rápidamente. Milicias o fuerzas de seguridad se presentaban entonces en su domicilio. Ante una familia aterrorizaba, eran detenidos. En otros casos, eran ellos mismos quienes se entregaban a la autoridad, sin esperar grandes castigos. A veces, atónitos ante la ferocidad de la represión, se escondían donde podían, tratando de pasar al bando republicano más tarde o más temprano. Un testigo de entonces relató a Molina Fajardo que, al llegar a su casa, encontró a alguien «escondido en el ascensor, parado este entre dos pisos», tratando de no ser descubierto en los frecuentes registros. José Palanco Romero, antiguo alcalde republicano y rector de la Universidad, tras ser detenido, maltratado y enviado a la cárcel, fue excarcelado y conducido al manicomio municipal gracias a la gestión de sus amigos, donde encontró refugio; no obstante éste no le libraría de la muerte el 16 de agosto. 

El terror inundó la ciudad. Los periódicos anunciaban las detenciones. En la noche, algunos oyeron la llegada de milicianos, los golpes en la puerta del vecino, los gritos de terror. El rumor, como en todos los momentos críticos, tendió al pánico: la mayoría de los granadinos tuvieron conocimiento del arresto de algún vecino o conocido. En ese clima de miedo implacable, muchos temieron la delación de un vecino, de un enemigo personal o político. No era extraño, pues las propias autoridades y su propaganda animaban a desenmascarar a los «malos patriotas». En una edición de Ideal de aquel verano, se podía leer: «cuando te encuentres con un sujeto de esos, no dudes en cumplir con tu deber: DENÚNCIALO». 

Una vez encarcelados, muchos fueron sometidos a torturas y vejaciones. Fueron comunes en el gobierno civil, entonces sito en la céntrica y concurrida calle Duquesa. Hace tiempo, los porteros de dicha institución aseguraron a Ian Gibson que entonces se empleó asiduamente un aparato de tortura («el aeroplano») que consistía en izar hasta el techo a los prisioneros con los brazos atados a la espalda hasta romperles los omóplatos. Los alaridos de las víctimas podían escucharse desde la calle, y en varias ocasiones algunos se arrojaron por la ventana para escapar a la tortura. Más conocido es el golpe que, con una culata de fusil, recibió el notable periodista y director de El Defensor de Granada, Constantino Ruiz Carnero. Sus gafas quedaron aplastadas contra sus ojos, provocándole numerosas heridas. Al llegar donde iba a ser fusilado, ya había encontrado la muerte. 

En una Granada sitiada y tan provinciana como aquella, la represión no escapó al conocimiento de nadie. La prensa la presagiaba, el rumor alargaba su sombra y los propios acontecimientos afirmaban su existencia. Sin duda, el sonido de los fusilamientos no llegaba cada noche a los oídos de todos los granadinos. No obstante, los camiones de presos puede que sí: durante días, cruzaron repletos las vías principales de la ciudad. Gran Vía, Reyes Católicos, Paseo de los Tristes... hasta llegar por la Cuesta de los Chinos al Cementerio. En su correspondencia a la familia Rodríguez Acosta, José María Bérriz dejó constancia sobrada de tener conocimiento de las ejecuciones, informando puntualmente sobre quiénes habían sido encarcelados y fusilados, ofreciendo incluso la fecha exacta en la que algunas personalidades, incluido García Lorca, fueron asesinados. 

En el Cementerio tuvieron lugar la mayoría de las ejecuciones. Helen Nicholson, una americana partidaria de la insurrección que residía junto a la Alhambra escribió sobre aquellas tristes madrugadas: «alrededor de las dos me despertó el ruido de un camión y varios automóviles que subían por la colina hacia el cementerio, y poco después oí una descarga de fusilería, y luego los vehículos que regresan. Todos estos ruidos llegaron a serme demasiado familiares, y se repetían con tal regularidad que llegué a sentir verdadero terror». 

Después, quedaba el silencio. No volvía a hablarse del que había perdido la vida. Por miedo, no se pedían explicaciones a las nuevas autoridades. Las familias renunciaban a evocar en público a sus seres queridos. Tan sólo les quedaba la ausencia y el duelo interior. La sobrina de García Lorca e hija del Manuel Fernández Montesinos, alcalde de la ciudad en el momento de la sublevación y ejecutado en los primeros días, era sólo una niña en 1936. No obstante, guardó en su memoria aquel extraño verano en la Huerta de San Vicente, en la que la imagen de su madre y otros familiares vestidos de riguroso luto coincidió con la desaparición de su padre y de su tío. Mientras tanto, esta Granada del silencio, de la ausencia y del dolor contemplaba triste a la Granada de la victoria. 

Aquella Granada de los vencedores ha sido muy bien tratada por Claudio Hernández Burgos en su Granada Azul. Cuando miramos al pasado es difícil creer que, mientras la brutal represión tenía lugar, miles de granadinos participaban de forma activa en desfiles, discursos, himnos y ceremonias patrióticas. Pero es precisamente la naturaleza de esa «Nueva España» que se forjaba entonces con la movilización ciudadana, la que explica su actitud contra los republicanos. Tal como reconocía José María Bérriz entonces, «estamos en guerra civil y no se da cuartel, y cuando la piedad y misericordia habla en nuestra alma la calla el recuerdo de tantos crímenes y de tanto mal hecho por esa innoble y ruin idea que de hermanos nos ha convertido en enemigos». 

Entonces se forjó una forma excluyente de ver España. Como reflejan los columnistas granadinos de Patria e Ideal, los «rojos» no eran verdaderos españoles, sino seres corrompidos por el «materialismo», la «masonería», el «judaísmo» y el «marxismo» foráneo. Las viñetas del dibujante Miranda representaba al «rojo» como un ser inferior, pestilente, brutal y atroz. Carecía de valores morales, de heroísmo, de valentía o de fe. Súbitamente, ser partidario de la República o de la democracia se convirtió en una característica que conllevaba al error, al mal y a una moralidad deleznable. Es esta concepción del enemigo republicano, completamente deshumanizada, la que justifica la represión. Ejemplo de ello puede ser el libro publicado entonces por los ultrarreaccionarios Ángel Gollonet Mejías y José Morales López, Rojo y Azul en Granada. En él se glosan las atrocidades cometidas por los republicanos, cuestionando su humanidad, mientras que se oculta la represión franquista. La guerra era necesaria para «despertar a la Patria adormecida», y así lavar «con sangre el pecado de España, para conseguir un renacer grandioso de prósperas y gloriosas gestas». Como se escribiría en un semanario falangista de octubre de ese año, era «preciso amputar el miembro gangrenado, para que no perezca el organismo entero». Es importante reflexionar sobre la responsabilidad de escritores y periodistas a la hora de justificar e incitar la represión. 

La descalificación total del enemigo coincidió con la efervescencia patriótica. Granada se vistió de azul mahón falangista. La Falange, hasta entonces un partido minoritario, se convirtió tras el 18 de julio en un partido de masas, del que miles de granadinos pasaron a engrosar sus filas. Algunos militarían en él para escapar a sospechas sobre su pasado político, es cierto, pero la mayoría lo haría con convencimiento, identificando al partido con la adhesión completa al golpe de Estado y a la dictadura encabezada por Francisco Franco. 

Los granadinos no permanecieron impávidos. Muchos jóvenes fueron a luchar al frente. Algunos dejaron constancia de esas campañas en publicaciones, como Bonifacio Soria Marco, miembro de la milicia «Españoles Patriotas», que concebía la guerra como una «reconquista, palmo a palmo, de un terreno que fue maltrecho por la barbarie y la destrucción». En la retaguardia, los periódicos y la radio sembraron sus columnas y alocuciones de crónicas de guerra. La población mostraba su adhesión por diversas vías. Fueron célebres las suscripciones económicas: en los periódicos aparecían no sólo los amplios listados de los contribuyentes, sino también las sumas aportadas. Pero existieron más formas de apoyo: asistencia a veladas, conciertos, corridas de todos, tómbolas benéficas, donaciones de ropa para los combatientes... 

La «Nueva España» que quería crearse vio la luz en aquella Granada movilizada, de brazos en alto y camisas azules. El espacio público fue ocupado por los símbolos, ritos y ceremonias de los rebeldes. A mediados de agosto, la bandera bicolor sustituyó a la tricolor republicana en Granada, siendo «besada y estrujada por la multitud». También entonces los crucifijos volvieron a las escuelas y calles de la ciudad, llevando a cabo una recatolización del espacio urbano. Especialmente llamativo fue el caso del Albayzín, donde se acometió una verdadera campaña de reposición de hornacinas y cruces; la iniciativa no era anecdótica, pues el barrio había sido durante la República un importante bastión obrero y, tras el golpe de estado, sus habitantes trataron de resistir a los sublevados. Durante la guerra, algunas calles y plazas se llenaron con emblemas de la Alemania nazi y de la Italia fascista, consideradas por los rebeldes como «países hermanos». Las calles y avenidas cambiaron su nombre, enterrando en el olvido el pasado y exaltando a los nuevos héroes de la «Cruzada». 

Las ceremonias, los discursos y los actos patrióticos fueron constantes, dando una oportunidad a la población para manifestar su adhesión a la causa franquista, algo que muchos no desaprovecharon. En la Plaza del Carmen se congregaban frecuentemente muchos granadinos, especialmente para celebrar la toma de alguna localidad importante. El 26 de julio, el general golpista Orgaz visitó la ciudad, celebrándose un desfile de las fuerzas militares «juntamente con las milicias y voluntarios, todos los cuales fueron delirantemente ovacionados por una inmensa muchedumbre que se agolpaba en las aceras de las calles y plazas». El entusiasmo de los granadinos obligó al general a «dirigir unas palabras desde el balcón de un hotel de la Puerta Real». A veces, cualquier ocasión era óptima para demostrar el fervor popular. En la tarde del domingo 17 de agosto, bastó el concierto de la Banda Municipal en la Plaza del Campillo para que el público hiciese «repetir un sinnúmero de veces los himnos de la Legión y Falange Española» a la banda, mientras que «todos saludaban y proferían gritos estusiásticos de ¡Viva España!». Más avanzada la contienda, en febrero de 1937, cientos de falangistas se congregaron frente al ayuntamiento en un acto en el que destruyeron urnas de cristal y destruyeron papeletas de voto, como símbolo evidente de su oposición a una democracia a la que contribuían decididamente a destruir. 

En definitiva, si desde el presente debemos rechazar esa «cultura de la victoria» surgida entonces o conocer las dimensiones de la brutal represión granadina, no es porque pretendamos hacer girar la historia y, tal como algunos periodistas ultraconservadores han afirmado, «ganar la guerra civil» casi 75 años después. Como demostrarían los años del franquismo, aquella concepción de España y de la guerra civil como «Cruzada» frente a un invasor, condujo a un tiempo de exclusión y no-reconciliación entre los españoles. Los valores plurales, democráticos y de justicia real, tardarían en brotar casi cuarenta años. Tal vez merezca la pena recordar que, durante bastante tiempo, no fueron mayoritarios. Hablar del pasado conduce a su defensa. Por el contrario, el silencio y el olvido sólo contribuyen a debilitarlos.
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Fuente:  Granada Hoy