GREGORIO MORALES/«Es el criadero de todos los caciques de la zona», me dice un vecino de Alomartes señalando los lindes del Molino del Rey, la finca que el absolutista Fernando VII regaló al duque de Wellington en 1813. Con una extensión que dobla la del Peñón de Gibraltar, constituye un verdadero telón de acero para las localidades colindantes, entre las que se incluyen también Íllora y Tocón. Internarse en sus adentros está severamente prohibido. Quienes lo hacen, son denunciados y puestos a disposición de la guardia civil. Desde la casa de los guardeses, una cámara vigila celosamente los movimientos de quienes se acercan. Hasta los perros que osan internarse son recibidos con cebos envenenados. Una férrea valla, que impide el paso a todo bicho viviente y por lo tanto no es ecológica, marca el perímetro de la extensión. Hay un camino público, pero extrañamente está flanqueado también por otra puerta, como si ésta pudiera cerrarse a capricho. Incluso el cementerio se encuentra dentro de la finca. «Nacemos granadinos y morimos ingleses», me dice con sorna otro vecino. A pesar de que el camposanto ha sido donado a Alomartes, no se trata de una obra de caridad, ya que los ingleses también se mueren y necesitan ser enterrados en algún lugar.
El agua de riego que llega a la zona, se divide en dos: una parte se destina a los 3000 habitantes del pueblo. La otra ¿a la finca y a sus contados colonos! Naturalmente suele haber problemas para el riego. Con el agua potable ocurre aún algo peor: la finca tiene escriturados 1'5 litros por segundo, pero, sin permiso de nadie, han instalado una bomba eléctrica que satisface hasta tal punto sus necesidades que el sobrante es usado para riego.
El latifundio impide el crecimiento natural de Alomartes que, al otro lado, tiene la Sierra de Parapanda y que, por tanto, sólo puede extenderse linealmente. Claro que los Wellington han visto un pingüe negocio en esto y han comenzado a vender las parcelas más cercanas al pueblo, donde se están construyendo chalets.
No hay, pues, protección de la naturaleza, el único mérito que podría aducirse. De hecho, al no estar protegida la finca, podría acabar rodeada como Manhattan de rascacielos.
Se habla mucho de Gibraltar, pero no de este otro estado dentro del estado. Resulta terrible que, tras casi dos siglos bajo la férula de los Wellington, no haya habido acercamiento alguno a los habitantes de la zona. Hasta hace dos años, éstos celebraban sus fiestas en un soto al comienzo de la finca. Pero ya ni siquiera eso es posible. Es triste que, junto al amor que la gente siente por la heredad, la mire con desdén por las humillaciones recibidas. Hay pocos que no puedan contarte algún avasallamiento, desde haber sigo graciosamente fogueados con perdigones, pasando por haberse visto obligados en los tiempos del hambre a devolver a su lugar la leña recogida, hasta haber sido llamados públicamente «tontos». En definitiva, los alomarteños ha sido tratados desde hace dos siglos como pobres salvajes.
Esta finca representa una inmensa anacronía. Si desea seguir existiendo, no tendrá más remedio que reconocer la mayoría de edad de los vecinos y abrirse a ellos. En caso contrario, acabará inevitablemente siendo vendida. Lo que significaría la pérdida de un paraíso. Urge, pues, su declaración como espacio protegido y su decidida recuperación para el pueblo. A no se que queramos un Gibraltar más.
19 de marzo de 2011
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