5 de enero de 2018

La legalización de la represión franquista


Durante la postguerra, el régimen franquista aplicó la legislación represiva
generada durante la guerra civil española (1936-1939), ampliada y matizada
por un conjunto de órdenes, decretos y leyes de carácter complementario.
Durante el periodo 1939-1948, el eje de la política represiva franquista fue la
“justicia” militar que, con sus sumarios de urgencia y sus consejos de guerra,
llenó las prisiones de penados y los cementerios de ejecutados (Decreto de 28
de julio de 1936, que se mantuvo hasta julio de 1948). Decenas de miles de
personas fueron sometidas a consejos de guerra, de las cuales el 90% fueron
condenadas, de estas un 85% a penas de prisión de entre 6 y 30 años y un 15%
a penas de muerte.
La legislación militar fue completada con la Ley de Responsabilidades
Políticas, de 9 de febrero de 1939 (reformada el 1942, derogada el 1945, aunque
sus expedientes estuvieron vigentes hasta 1966), con la finalidad de extorsionar
económicamente a las personas y a las familias republicanas y a sus herederos
en caso de muerte9. La Ley de represión de la Masonería y el Comunismo de 1
de marzo de 1940 (vigente hasta el 1964) y la Causa General (abril de 1940)
que intentará recoger todos los detalles que hubiesen podido escapar de las
anteriores leyes represivas. Todavía, el 11 de abril de 1941 se publicó la Ley
de Seguridad del Estado; el 3 de enero de 1945, el Código Penal franquista,
y el 18 de abril de 1947 se le añadió la Ley de Represión del Bandidaje y
Terrorismo. Más adelante se crearía el Tribunal de Orden Público (1963-1977),
que procesaría a miles de luchadores antifranquistas mediante la incoación de
22.660 procesos.
Un conjunto de leyes represivas con el único objetivo de legalizar unos procesos
judiciales sin ningún tipo de garantía jurídica. En los procesos Sumarísimos
de Urgencia y en los Consejos de Guerra se juzgaban en un mismo proceso y
en una hora veinte, treinta o hasta cuarenta personas que, sin posibilidad de
defensa, eran condenadas a penas de muerte, a cadena perpetua o a 12 o 20 años
de prisión. Estos juicios sumarísimos tenían como objetivo castigar de forma
ejemplar a los que se habían opuesto al triunfo del franquismo y aterrorizar
a los indiferentes. En ellos y en los juicios de Responsabilidades Políticas a
menudo se mezclaban los intereses y las venganzas políticas con las personales.
Todo ello complementado por las depuraciones, en las cuales todos los
trabajadores púbicos debían demostrar su inocencia y que “limpiaron” la
administración, los centros educativos públicos y las juntas directivas de las
asociaciones populares, de personas “desafectas”. Sirva de ejemplo que, de
los 15.860 funcionarios públicos que había en Catalunya durante el período
republicano, tan solo 753 conservaron su empleo durante el franquismo, menos
del 5%.
El magisterio fue uno de los principales sectores afectados por las depuraciones.
Entre las primeras víctimas de lo que Queipo de Llano llamaba el “movimiento
depurador del pueblo español” figuraron los alcaldes, los concejales y los
sindicalistas, pero también los maestros. Porque, como se decía en un artículo
publicado en la prensa de Sevilla en los primeros días del “alzamiento”: “No
es justo que se degüelle al rebaño y se salven los pastores. Ni un minuto más
pueden seguir impunes los masones, los políticos, los periodistas, los maestros,
los catedráticos, los publicistas, la escuela, la cátedra, la prensa, la revista,
el libro y la tribuna, que fueron la premisa y la causa de las conclusiones y
efectos que lamentamos”13. Tantos eran los enemigos que había que depurar.
El objetivo era muy claro: la escuela debía servir fundamentalmente para el
adoctrinamiento de los jóvenes, es decir, para difundir la ideología del Nuevo
Estado: confesionalismo católico, patriotismo español excluyente y exaltado,
negación de la pluralidad cultural del país, transmisión de valores jerárquicos:
de obediencia, disciplina y sacrificio.

Ramón Arnabat Mata*