![](https://1.bp.blogspot.com/-UtOudJPkMbk/XtUf1G8YexI/AAAAAAABT5k/TR1Rb5WX8EAu_kOcPVnwEz6bRgpHcHvTgCK4BGAsYHg/w640-h346/astrologoarabe.jpg)
LEYENDA DEL ASTRÓLOGO ÁRABE
En tiempos antiguos, hace ya muchos siglos, había un rey moro llamado Aben-Habuz, que gobernaba el reino de Granada. Era un guerrillero ya retirado, es decir que, habiendo llevado en sus días juveniles una vida continuadamente entregada al pillaje y a la pelea, por haberse hecho débil y achacoso, anhelaba ya tan sólo la quietud y deseaba a toda costa vivir en paz con sus enemigos, durmiendo sobre los laureles y gozando tranquilamente la posesión de los Estados que había usurpado a sus vecinos.
Sucedió, sin embargo, que este razonable,
pacífico y viejo monarca tuvo, a pesar suyo, que luchar con algunos
jóvenes príncipes, ansiosos de pelear y alcanzar renombre, y
enteramente dispuestos a pedirle estrecha cuenta de sus usurpaciones.
Ciertos territorios lejanos del reino, a los cuales trató cruelmente
en los días de su mayor pujanza, se sintieron fuertes y con ánimos
para sublevarse cuando le vieron achacoso, amenazando atacarle dentro
de su misma capital. Viéndose, pues, rodeado de descontentos, y con
el grave inconveniente de la posición topográfica de Granada,
circundada de agrestes y escabrosas montañas que ocultan la
aproximación de los enemigos, el infortunado Aben-Habuz vivió
constantemente alarmado y vigilante, sin saber por qué lado se
romperían las hostilidades.
De nada sirvió el que levantase atalayas en las
montañas y acantonara guardias en todos los pasos, con órdenes
terminantes de encender hogueras de noche y levantar humaredas de día
si veían aproximarse algún enemigo; pues sus astutos contrarios,
burlando todas estas precauciones, solían asomarse por algún oculto
desfiladero, y asolaban el país en las mismas barbas del monarca,
retirándose después cargados de prisioneros y de botín a las
montañas. ¿Hubo nunca conquistador ya retirado y pacífico que se
viese como él reducido a tan dura condición?
Cuando Aben-Habuz se hallaba contristado por estos
tormentos y molestias llegó a su corte un antiguo médico árabe,
cuya nevada barba le llegaba a la cintura; pero el cual, a pesar de
sus señales evidentes de larga longevidad, había ido peregrinando a
pie desde Egipto hasta Granada, sin otra ayuda que su báculo
cubierto de jeroglíficos. Venía precedido de la aureola de la fama:
se llamaba Ibrahim Eben Abu Ajib y se le creía contemporáneo de
Mahoma, pues era hijo de Abu Ajib, el último compañero del profeta.
Cuando niño, siguió al ejército conquistador de Amrou al Egipto, y
en aquel país habitó durante muchos años, estudiando las ciencias
ocultas, y en particular la magia, con los sacerdotes egipcios.
Se decía también que había encontrado el
secreto de prolongar la vida, y que por este medio había llegado a
la larga edad de más de dos siglos; pero como no descubrió este
secreto hasta muy entrado en años, sólo consiguió perpetuar sus
canas y sus arrugas.
Este extraordinario anciano fue bien recibido del
monarca, el cual, como la mayor parte de los reyes octogenarios,
comenzó a hacer a los médicos sus favoritos. Quiso instalarlo en su
palacio, pero el astrólogo prefirió una cueva que había en la
falda de la colina que dominaba a Granada, y que es la misma sobre la
cual se halla la Alhambra. Hizo ensanchar la caverna de tal modo que
formaba un espacioso y vasto salón, con un agujero circular en el
techo, que parecía un pozo, por el cual miraba el firmamento y
observaba las estrellas, aun en medio del día. También cubrió las
paredes del salón con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos
y figuras de estrellas con sus constelaciones, y proveyó su vivienda
de instrumentos fabricados bajo su dirección por los más hábiles
artistas de Granada, pero cuyas ocultas propiedades eran de él
solamente conocidas.
En muy poco tiempo llegó a ser el sabio Ibrahim
el consejero favorito del rey, el cual le consultaba cuando se veía
en alguna tribulación. Estando una vez Aben-Habuz lamentando la
injusticia de sus convecinos y quejándose de la perpetua vigilancia
que se veía obligado a observar para guardarse de sus invasiones, el
astrólogo, luego que aquél concluyó de hablar, permaneció un rato
en silencio, y le dijo después:
—Sabe, ¡oh rey!, que cuando yo estaba en Egipto
vi una gran maravilla inventada por una sacerdotisa pagana de la
antigüedad. En una montaña que domina la ciudad de Borsa, y mirando
al gran valle del Nilo, había una figura que representaba un carnero
y encima de él un gallo, ambos fundidos en bronce y dispuestos de
manera que giraban sobre un eje. Cuando el país estaba amenazado por
alguna invasión, el carnero señalaba en dirección del enemigo y el
gallo cantaba, y de este modo presentían el peligro los habitantes
de la ciudad y conocían la dirección de donde venía, pudiendo
prepararse con tiempo para defenderse.
—¡Gran Dios! —exclamó el atribulado
Aben-Habuz—. ¡Qué tesoro sería para mí un carnero semejante,
que me hiciese la misma señal en medio de esas montañas que me
rodean, y un gallo como aquel que cantase cuando se acercara el
peligro! ¡Allah Akbar¡ ¡Y qué tranquilo dormiría en mi palacio
con tales centinelas en lo alto de mi torre!
El astrólogo esperó por un momento a que
concluyese sus exclamaciones el rey, y continuó:
—Después de que el virtuoso Amrou (¡cuyos
restos descansen en paz!) concluyó la conquista de Egipto, permanecí
algún tiempo entré los ancianos sacerdotes de aquel país,
estudiando los ritos y ceremonias de aquellos idólatras, procurando
instruirme en las ciencias ocultas, por cuyo conocimiento alcanzaron
aquéllos tanto renombre. Estando sentado cierto día a orillas del
Nilo conversando con un venerable sacerdote, me señaló las enormes
pirámides que se levantan como montañas en medio del desierto:
"Todo lo que te podemos enseñar —me dijo— no es nada
comparado con la ciencia que se encierra en esas portentosas
edificaciones. En el centro de la pirámide que está en medio hay
una cámara mortuoria en la que se conserva la momia del Gran
Sacerdote que contribuyó a levantar esta estupenda construcción, y
con él está enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que
contiene todos los secretos del arte mágico. Este libro le fue dado
a Adán después de su caída, y se ha ido heredando generación tras
generación hasta el sabio rey Salomón, quien, con su ayuda,
construyó el templo de Jerusalén. Cómo vino a poder del que
construyó las pirámides, solamente lo sabe Aquel para quien no
existen secretos". Cuando oí estas palabras de labios del
sacerdote egipcio mi corazón ardió en deseos de poseer tal libro.
Como disponía de un gran número de soldados de nuestro ejército
conquistador y de bastantes egipcios, comencé a agujerear la sólida
masa de la pirámide, hasta que, después de mucho trabajar, encontré
uno de sus pasadizos interiores, siguiendo el cual, e internándome
en un confuso laberinto, llegué al corazón de la pirámide, a la
misma cámara sepulcral donde yacía desde muchos siglos atrás la
momia del Gran Sacerdote. Rompí la caja exterior que lo guardaba,
deslié sus muchas fajas y vendajes, y por fin encontré en su seno
el precioso libro. Lo cogí con mano trémula y salí presuroso de la
pirámide, dejando la momia en su oscuro y tenebroso sepulcro,
aguardando allí el día de la resurrección y juicio final.
—¡Hijo de Abu Ajib! —exclamó Aben-Habuz—,
tú eres un gran viajero y has visto cosas maravillosas. Pero ¿de
qué me sirve, ¡triste de mí!, el Libro de la Sabiduría del sabio
Salomón?
—Vas a saberlo, ¡oh rey! Con el estudio que
hice de este libro me instruí en todas las artes mágicas, y cuento
con la ayuda de un genio para llevar a cabo mis planes. El misterio
del talismán de Borsa me es tan conocido, que puedo hacer uno como
aquél, y aun con más grandes virtudes.
—¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! —prorrumpió
Aben-Habuz—. Más falta me hace ese talismán que todas las
atalayas de las montañas y los centinelas de las fronteras. Dame tal
salvaguardia y dispón de todas las riquezas de mi tesorería.
El astrólogo se puso inmediatamente a trabajar
para satisfacer cumplidamente los deseos del monarca. Levantó una
gran torre en lo más alto del palacio real (que estaba entonces
situado en la colina del Albaicín), construida con piedras del
Egipto, y extraídas —según se cuenta— de una de las pirámides.
En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que
miraban a todos los puntos del cuadrante, y delante de cada una de
éstas colocó unas mesas sobre las cuales se hallaban formados, lo
mismo que en un tablero de ajedrez, pequeños ejércitos de
caballería e infantería tallados en madera, con la figura del
soberano que gobernaba en aquella dirección. En cada una de estas
mesas había una pequeña lanza del tamaño de un punzón, y en
ellas, grabados, ciertos caracteres caldeos. Este salón estaba
siempre cerrado con una puerta de bronce, cuya cerradura era de
acero, y la llave la guardaba constantemente el rey.
En la parte más alta de la torre colocó una
figura de bronce representando a un moro a caballo que giraba sobre
un eje, con su escudo en el brazo y su lanza elevada
perpendicularmente. La cara de este jinete miraba hacia la ciudad,
como si la estuviese custodiando; pero, si se aproximaba algún
enemigo, la figura señalaba en aquella dirección y blandía la
lanza en ademán de acometer.
Cuando el talismán estuvo concluido del todo,
Aben-Habuz se impacientaba por experimentar sus virtudes, y deseaba
tanto una invasión como antes suspiraba por la tranquilidad. Sus
deseos se vieron satisfechos bien pronto, pues cierta mañana
temprano el centinela que guardaba la torre trajo la noticia de que
el jinete de bronce señalaba hacia la Sierra de Elvira y que su
lanza apuntaba directamente hacia el Paso de Lope.
—¡Que las tropas y tambores toquen a las armas
y que toda Granada se ponga a la defensiva! —dijo Aben-Habuz.
—¡Oh rey! —le contestó el astrólogo—. No
alarmes a tu ciudad ni pongas a tus guerreros sobre las armas, pues
no necesito de ninguna fuerza para librarte de tus enemigos. Manda
que se retiren tus servidores y subamos solos al salón secreto de la
torre.
El anciano Aben-Habuz subió la escalera
apoyándose en el brazo del centenario lbrahim Eben Abu Ajib, y
abriendo la puerta de bronce penetraron dentro. La ventana que miraba
hacia el Paso de Lope estaba abierta.
—Hacia aquella dirección —dijo el astrólogo—
está el peligro; acércate, ¡oh rey!, y observa el misterio de la
mesa.
El rey Aben-Habuz se acercó a lo que parecía un
tablero de ajedrez con figuras de madera, y con gran sorpresa suya
vio que todas ellas estaban en movimiento: los caballos se espantaban
y encabritaban, los guerreros blandían sus armas, y se oía el débil
sonido de tambores y trompetas, el choque de armas y el relincho de
corceles, pero todo tan apenas perceptible como el zumbido de las
abejas o el ruido de los mosquitos al oído del que duerme en el
verano tendido a la sombra de un árbol en las horas de calor.
—He aquí, ¡oh rey! —dijo el astrólogo—,
la prueba de que tus enemigos están todavía en el campo. Deben
estar atravesando aquellas montañas por el Paso de Lope. Si quieres
llevar el pánico y la confusión entre ellos y obligarlos a que se
retiren sin efusión de sangre, golpea estas figuras con el asta de
esta lanza mágica; pero si quieres que haya sangre y carnicería,
hiéreles con la punta.
El rostro del pacífico Aben-Habuz se cubrió con
un tinte lívido, y, tomando la pequeña lanza con mano temblorosa,
se acercó vacilando a la mesa, mostrando con su barba trémula su
estado de exaltación:
—¡Hijo de Abu Ajib! —exclamó—, creo que va
a haber alguna sangre.
Así diciendo, hirió con la lanza mágica algunas
de las diminutas figuras y tocó a otras con el asta, con lo cual
unas cayeron como muertas sobre la mesa, y las demás, volviéndose
las unas contra las otras, trabaron una confusa pelea, cuyo resultado
fue igual por ambas partes.
Costó no poco trabajo al astrólogo el contener
la mano de aquel monarca pacífico y oponerse a que exterminase
completamente a sus enemigos; por último, pudo conseguir el que se
retirase de la torre y que enviase avanzadas por el Paso de Lope.
Volvieron aquéllas con la noticia de que un
ejército cristiano se había internado por el corazón de la sierra
casi hasta Granada, y que había habido entre ellos una desavenencia,
haciendo repentinamente armas unos contra los otros, hasta que,
después de una gran carnicería, se retiraron a sus fronteras.
Aben-Habuz enloqueció de alegría al ver la
eficacia de su talismán.
—Al fin —dijo— podré gozar de una vida
tranquila, y tendré a todos mis enemigos bajo mi poder. ¡Oh sabio
hijo de Abu Ajib! ¿Qué podré otorgarte en premio de una cosa tan
maravillosa?
—Las necesidades de un anciano y un filósofo,
¡oh rey!, son escasas y bien sencillas; solamente deseo que me
proporciones los medios, y con esto sólo me contento, para que pueda
poner habitable mi cueva.
—¡Cuán noble es la templanza del verdadero
sabio! —exclamó Aben-Habuz, regocijándose interiormente por tan
exigua recompensa.
Llamó, pues, a su tesorero, y le dio orden de
entregar a Ibrahim las cantidades necesarias para arreglar y amueblar
su cueva
El astrólogo dispuso que abriesen otras varias
habitaciones en la roca viva, de modo que formasen piezas contiguas
con el salón astrológico, y las decoró y amuebló después con
lujosas otomanas y divanes, haciendo cubrir las paredes con ricos
tapices de seda de Damasco.
—Yo soy viejo —decía—, y no puedo por más
tiempo descansar en un lecho de piedra, y estas húmedas paredes
necesitan el que se tapicen.
También se hizo construir baños, con toda clase
de perfumes y aceites aromáticos.
—El baño —añadía— es necesario para
contrarrestar la rigidez de la edad y devolver al organismo la
frescura y flexibilidad que perdió con el estudio.
Mandó colgar por todas las habitaciones infinidad
de lámparas de plata y cristal, en las que ardía cierto aceite
odorífero preparado con una receta que también encontró en los
sepulcros de Egipto. Este aceite era perpetuo y esparcía un
resplandor tan dulce como la templada luz del día.
"Los rayos del sol —pensaba el astrólogo—
son demasiado abrasadores y fuertes para los ojos de un anciano, y la
luz de una lámpara es más a propósito para los estudios de un
filósofo."
El tesorero del rey Aben-Habuz se lamentaba de las
grandes cantidades que se le pedían diariamente para amueblar
aquella vivienda, y, por último, elevó al rey sus quejas; pero como
la palabra real estaba empeñada, se encogió el monarca de hombros,
y le dijo:
—No hay más que tener paciencia; este viejo
tiene el capricho de habitar en un retiro filosófico como el,
interior de las pirámides y las vastas ruinas de Egipto; pero todo
tiene su fin en el mundo, y también lo tendrá la decoración de su
vivienda.
El rey tenía razón: la vivienda quedó por fin
concluida, formando un suntuoso palacio subterráneo.
—Ya estoy contento —dijo Ibrahim Eben Abu Ajib
al tesorero— ahora voy a encerrarme en mi celda para consagrar todo
el tiempo al estudio. No deseo ya nada más que una pequeña bagatela
para distraerme en los intermedios del trabajo mental.
—¡Oh sabio Ibrahim! Pide lo que quieras, pues
tengo orden de proveerte de todo lo que necesites en tu soledad.
—Me agradaría tener —dijo el filósofo—
algunas bailarinas.
—¡Bailarinas!... —exclamó sorprendido el
tesorero.
—Sí, bailarinas —replicó gravemente el
sabio— con unas pocas hay bastante, porque soy viejo, filósofo de
costumbres sencillas y hombre contentadizo; pero que sean jóvenes y
hermosas, para que pueda recrearme en ellas, pues mirando la juventud
y la hermosura se reanima la vejez.
Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abu Ajib pasaba
la vida hecho un sabio en su vivienda, el pacífico Aben-Habuz
libraba prodigiosas campañas simuladas desde su torre. Era muy
cómodo para el pacífico anciano el guerrear sin salir de su
palacio, entreteniéndose en destruir ejércitos como si fueran
enjambres de mosquitos.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su placer
y aun escarneció e insultó con mucha frecuencia a sus enemigos para
obligarles a que le atacasen; pero aquéllos se hicieron poco a poco
prudentes por los continuos descalabros que sufrían, hasta que al
fin ninguno se aventuraba a invadir sus territorios. Por espacio de
muchos meses permaneció la figura ecuestre de bronce indicando paz y
con su lanza elevada a los aires, tanto que el buen anciano monarca
comenzó a echar de menos su favorita distracción, agriándose su
carácter con la monótona tranquilidad.
Al fin, cierto día el guerrero mágico giró de
repente, y, bajando su lanza, señaló hacia las montañas de Guadix.
Aben-Habuz subió precipitadamente a su torre, pero la mesa mágica,
que estaba en aquella dirección, permanecía quieta y no se movía
ni un solo guerrero. Sorprendido por este detalle, envió un
destacamento de caballería a recorrer las montañas y registrarlas
minuciosamente, de cuya comisión volvieron los exploradores a los
tres días.
—Hemos registrado todos los pasos de las
montañas —le dijeron—, pero no hemos encontrado ni lanzas ni
corazas. Todo lo que hemos encontrado durante nuestra exploración ha
sido una joven cristiana de singular hermosura, que dormía a la
caída de la tarde junto a una fuente, y a la que hemos traído
cautiva.
—¡Una joven de singular hermosura! —exclamó
Aben-Habuz con los ojos chispeantes de júbilo.— ¡Que la conduzcan
a mi presencia!
La hermosa joven le fue presentada; iba vestida
con el lujo y adorno que se usaba entre los hispanogóticos en el
tiempo de las conquistas de los árabes; las negras trenzas de sus
cabellos estaban entretejidas con sartas de riquísimas perlas,
luciendo en su frente joyas que rivalizaban con la hermosura de sus
ojos, pendiendo de su cuello una cadena de oro que terminaba en una
lira de plata.
El brillo de sus negros y refulgentes ojos fueron
chispas de fuego para el viejo Aben-Habuz, cuyo corazón era aún
susceptible de enardecerse. La gentileza de aquel talle le hizo
perder el seso, y, frenético y fuera de sí, le preguntó:
—¡Oh hermosísima mujer! ¿Quién eres? ¿Cómo
te llamas?
—Soy hija de un príncipe cristiano, dueño y
señor ayer de su reino y hoy reducido al cautiverio después de
haber sido sus ejércitos aniquilados como por arte mágica.
—Cuidado, ¡oh rey! —dijo interrumpiéndola
Ibrahim Eben Abu Ajib—, que esta joven parece ser una de esas
hechiceras del norte, de que todos tenemos noticias, que suelen tomar
formas seductoras para engañar a los incautos. Me parece que adivino
sus maleficios en los ojos y en sus ademanes; éste es, sin duda, el
enemigo que indicaba el talismán.
—¡Hijo de Abu Ajib —replicó el rey—, tú
serás muy sabio y muy previsor en todo lo que me ocurra; no lo
niego; pero no eres muy experto en asuntos de mujeres! En esa ciencia
me las apuesto con todo el mundo, aun con el sapientísimo rey
Salomón con todas sus mujeres y concubinas. Respecto a esta joven,
no veo en ella nada maléfico: es hermosa en verdad y mis ojos
encuentran suma complacencia recreándose en sus encantos.
—Escucha, ¡oh rey! —le dijo el astrólogo—:
te he proporcionado muchas victorias por medio de mi mágico
talismán, pero nunca he participado del botín; dame, pues, en buena
hora esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira
de plata. Si es (como sospecho) una hechicera, yo le proporcionaré
un antídoto contra sus maleficios.
—¡Cómo!... ¿Más mujeres? —le contestó
Aben-Habuz—. ¿No tienes ya bastantes bailarinas para que te
diviertan?
—Sí; tengo bastantes bailarinas, es cierto;
pero no tengo ninguna cantora. Me agradaría tener mis ratos de
música, que me solazasen e hiciesen descansar mi imaginación cuando
está fatigada por el estudio.
—¡Vete al diablo con tus peticiones! —exclamó
el rey, agotada ya su paciencia—. Esta joven la tengo destinada
para mí. Siento tanto deleite con ella como David, padre del sabio
Salomón, con la compañía de Abisag la sulamita.
Los reiterados ruegos e insistencias del astrólogo
agriaron más la terminante negativa del monarca, separándose ambos
muy despechados. El sabio se retiró a su cueva para devorar el
desaire, no sin que antes de irse le aconsejara repetidas veces al
rey que no se fiase de su peligrosa cautiva; pero ¿dónde se ha
visto viejo enamorado que oiga consejos? Aben-Habuz dio rienda suelta
a su pasión, y todos sus cuidados consistían en hacerse amable a
los ojos de la gótica beldad; y, aunque no tenía juventud que le
hiciese simpático, era poderoso, y los amantes viejos son
generalmente generosos. Revolvió el Zacatín de Granada comprando
los más preciados productos orientales: sedas, alhajas, piedras
preciosas, exquisitos perfumes, cuanto el Asia y el África producen
de espléndido y rico, otro tanto le regaló a la hermosa cautiva.
También inventó mil clases de espectáculos y festines para
divertirla: conciertos, bailes, torneos, corridas de toros; Granada
en aquella época ofrecía una perpetua diversión. La princesa
cristiana miraba todo este esplendor sin asombrarse, como si
estuviese acostumbrada a la pompa y magnificencia y recibía todos
los obsequios como un homenaje debido a su rango, o más bien a su
hermosura, pues estaba más pagada de su belleza que de su elevada
posición. Había más: parecía complacerse secretamente en incitar
al monarca a que hiciese dispendios que mermasen su tesoro, estimando
su extravagante generosidad como la cosa más baladí del mundo. A
pesar de la constancia y esplendidez del viejo amante, nunca pudo
éste vanagloriarse de haber interesado su corazón; y si bien ella
jamás le puso mal semblante, tampoco le sonreía, y cuando él le
declaraba su amorosa pasión, ella le correspondía tocando su lira
de plata. Había, sin duda alguna, cierta magia en los acordes de
aquella lira, pues instantáneamente producían un efecto letal en el
anciano; un sopor irresistible se empezaba a apoderar de él, y
concluía por quedar sumido en él profundamente; mas cuando
despertaba, se encontraba extraordinariamente ágil y curado para
tiempo de sus amores. Esto le contrariaba sobremanera, aunque sus
letargos iban acompañados de plácidos ensueños, pues sus sentidos
se iban embotando; y, por otro lado, mientras el regio amante pasaba
todos los días en este estado de estupor e imbecilidad, en Granada
se censuraban sus chocheces, creciendo cada día más las quejas y
rumores del pueblo por las prodigalidades y despilfarros que le
costaban las fatales canciones de aquella favorita.
Entretanto, los peligros arreciaban, y contra
ellos el famoso talismán llegó a ser ineficaz. Estalló una
insurrección en la misma capital; el palacio de Aben-Habuz fue
asediado por la muchedumbre armada, resuelta a atentar contra su vida
y contra la de la funesta cristiana favorecida. El apagado espíritu
guerrero renació súbitamente en el pecho del monarca, y poniéndose
a la cabeza de sus guardias, hizo una salida y dispersó briosamente
a los insurrectos, con lo que ahogó la sublevación en su origen.
Cuando se restableció la calma, buscó al
astrólogo, que aún continuaba retraído en su cueva, devorando el
amargo recuerdo de su negativa.
Aben-Habuz se le acercó en tono conciliador y le
dijo:
—¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! Bien me anunciaste
los peligros de la bella cautiva; dime, tú que evitas el peligro con
tanta facilidad, qué debo hacer para librarme de él en adelante.
—Abandona inmediatamente a la joven infiel, que
es la causa de todo.
—¡Antes dejaría mi reino! —dijo con firmeza
Aben-Habuz.
—Estás en peligro de perder lo uno y lo otro
—le replicó el astrólogo.
—No seas duro y desconfiado, ¡oh profundísimo
filósofo! Considera la doble aflicción de un monarca y un amante, y
excogita algún medio para librarme de los desastres que me amenazan.
Nada me importa ya la grandeza ni el poder; solamente anhelo el
descanso, y quisiera encontrar algún tranquilo retiro donde huyera
del mundo, de los cuidados, de las pompas y desengaños, y donde
dedicara mis últimos días a la tranquilidad y al amor.
El astrólogo lo miró por unos momentos,
frunciendo sus pobladas cejas.
—¿Y qué me darías si te proporcionara el
retiro que deseas?
—Tú mismo elegirás la recompensa y, si está
en mi mano, la tienes concedida por quien soy.
—¿Has oído, ¡oh rey!, hablar alguna vez del
jardín del Irán, admiración de la Arabia feliz?
—He oído hablar de ese jardín, que se cita en
el Corán en el capítulo titulado "La aurora del día". He
oído también contar cosas maravillosas de ese jardín a los
peregrinos que vienen de La Meca; pero las creo fabulosas como muchas
de las que cuentan los viajeros que han visitado remotos países.
—No desacredites, ¡oh rey!, las narraciones de
los viajeros —dijo gravemente el astrólogo —, porque encierran
preciosos conocimientos traídos desde los confines de la tierra.
Todo cuanto se dice del palacio y del jardín del Irán es cierto; yo
mismo lo he visto con mis propios ojos. Escucha lo que a mí me
sucedió, que en ello encontrarás cosa parecida a la que tú deseas.
"En mi juventud, cuando yo no era más que un
pobre árabe errante del desierto, cuidaba de los camellos de mi
padre. Atravesando cierto día el desierto de Aden, uno de ellos se
me separó de la caravana y se perdió. Yo lo busqué durante algunos
días, pero todo fue inútil, hasta que, ya rendido, me tendí una
tarde bajo una palmera, junto a un pozo ya casi del todo seco. Cuando
desperté me encontré a las puertas de una ciudad; entré en ella y
vi que había suntuosas calles, plazas y mercados; pero todo en
silencio y sin habitantes. Anduve errante hasta que descubrí un
suntuoso palacio, y en él un jardín adornado de fuentes y
estanques, alamedas y flores, y árboles cargados de delicadas
frutas; pero no se veía allí alma viviente. Sobrecogido por tanta
soledad, me apresuré a salir, y, cuando iba por la puerta de la
ciudad, volví la vista hacia el mismo sitio, pero ya no vi nada más
que el silencioso desierto que se extendía ante mi vista.
"Por aquellos alrededores me encontré con un
anciano derviche, muy versado en las tradiciones y secretos de aquel
país, y le conté extensamente cuanto me había sucedido. ‘Ése
es’ —me dijo— el famoso jardín del Irán, una de las
portentosas maravillas del desierto. Sólo aparece raras veces a
algún que otro viajero como tú, fascinándole con el panorama de
sus torres, palacios y cercas de jardines poblados de árboles
cargados de exquisitas frutas que se desvanecen después, no quedando
otra cosa que el solitario desierto. El origen de este jardín fue
que en tiempos pasados, cuando este país estuvo habitado por los
Additas, el rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, fundó aquí
una rica ciudad. Cuando estuvo concluida y vio su magnificencia, se
enorgulleció su corazón, y determinó edificar un palacio con
jardines que rivalizasen con los del paraíso celestial que describe
el Corán; pero la maldición de Allah cayó sobre él por su
presunción. Él y sus vasallos fueron aniquilados, y su espléndida
ciudad con el palacio y los jardines quedaron encantados para siempre
y ocultos a la vista de los humanos, excepción hecha de alguna que
otra vez en que suelen verse, para que quede perpetuo recuerdo a los
hombres de su Pecado."
"Esta historia, ¡oh rey!, y las maravillas
que vi, quedaron tan impresas en mi imaginación, que, cuando estuve
en Egipto algunos años después y poseía el libro del sabio
Salomón, determiné volver a visitar el jardín del Irán. Lo hallé,
en efecto, con ayuda de mi ciencia, y tomé posesión del palacio de
Sheddad, permaneciendo algunos días en aquella especie de paraíso.
El genio que guardaba aquellos sitios, obediente a mi mágico poder,
me reveló el encantamiento con cuya ayuda se construyó aquel
jardín, qué poder se había conjurado contra su existencia y por
qué había quedado invisible. Un palacio y un jardín como éste,
¡oh rey!, puedo construirte aquí mismo, en la montaña que domina
la ciudad. ¿No conozco todos los secretos de la magia? ¿No poseo el
Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?"
—¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! —exclamó
Aben-Habuz, frenético de ansiedad—. ¡Tú eres un gran viajero que
ha visto y estudiado cosas maravillosas! Hazme un palacio como ése y
pídeme lo que quieras, aunque sea la mitad de mi reino.
—¡Bah!... —replicó el astrólogo— ya sabes
que soy un viejo filósofo que me contento con poca cosa. La única
recompensa que te pido es que me regales la primera bestia, con su
correspondiente carga, que entre por el mágico pórtico del palacio.
El monarca aceptó con júbilo tan modesta
condición, y el astrólogo comenzó su obra. En la cumbre de la
colina, y por cima precisamente de su cueva subterránea, hizo
construir un gran atrio o barbacana, en el centro de una inexpugnable
torre.
Había primero un vestíbulo o porche exterior, y
dentro el atrio, guardado con macizas puertas. Sobre la clave del
portal esculpió el astrólogo con su propia mano una gran llave; y
en la otra clave del arco exterior del vestíbulo, que es más alto
que el del portal, grabó una gigantesca mano. Estos signos eran
poderosos talismanes, ante los cuales pronunció ciertas palabras en
una lengua desconocida.
Cuando esta obra estuvo concluida del todo se
encerró por dos días en su salón astrológico, ocupándose en
secretos encantamientos, y al tercero subió a la colina, pasando el
día en ella. A horas bastante avanzadas de la noche se retiró de
allí y se presentó a Aben-Habuz, diciéndole:
—Al fin, ¡oh rey!., he llevado a cabo mi obra.
En lo alto de la colina hay el palacio más delicioso que jamás pudo
concebir la mente humana ni desear el corazón del hombre. Está
formado de suntuosos salones y galerías, de deliciosos jardines,
frescas fuentes y perfumados baños; en una palabra, toda la montaña
se ha convertido en un paraíso. Está protegido, como el jardín del
Irán, por poderosos encantamientos que lo ocultan a la vista y
pesquisas de los mortales, excepto a la de aquellos que poseen el
secreto de su talismán.
—¡Basta! —exclamó Aben-Habuz alborozado—.
Mañana al amanecer subiremos a tomar posesión.
El dichoso monarca durmió muy poco aquella noche.
Apenas los primeros rayos del sol empezaron a iluminar los nevados
picos de Sierra Nevada cuando montó a caballo, acompañado de
algunos fieles servidores, y subió el estrecho y pendiente camino
que conducía a lo alto de la colina. A su lado, y en un blanco
palafrén, cabalgaba la princesa hispanogoda, resplandeciendo su
vestido de pedrería y pendiente de su cuello la lira de plata. El
astrólogo caminaba a pie al otro lado del rey, apoyándose en su
báculo sembrado de jeroglíficos, pues nunca montaba ninguna
cabalgadura.
Aben-Habuz quiso contemplar las torres del palacio
brillando por encima del mismo, y los abovedados terrados de los
jardines extendiéndose por las alturas, pero no veía nada.
—Éste es el misterio y la salvaguardia del
palacio —dijo el astrólogo— nada se divisa hasta que se pasa el
umbral del vestíbulo encantado y se entra dentro de él.
Cuando llegaron a la barbacana se detuvo el
astrólogo y señaló al rey la mágica mano y la llave grabada sobre
el portal y sobre el arco.
—Éstos son —le dijo— los amuletos que
guardan la entrada de este paraíso. Hasta que aquella mano se baje y
coja la llave no habrá poder mortal ni mágico artificio que pueda
causar daño al señor de estas montañas.
Aben-Habuz hallábase embobado y absorto de
admiración ante aquellos mágicos talismanes, cuando el palafrén de
la princesa avanzó algunos pasos y penetró en el vestíbulo hasta
el mismo centro de la barbacana.
—He aquí —gritó el astrólogo— la
recompensa que me prometiste: la primera bestia con su carga que
entrase por la puerta mágica.
Aben-Habuz se sonrió, creyendo que hablaba en
broma el viejo astrólogo; pero, cuando comprendió que lo decía
formalmente, tembló de indignación su blanca barba.
—¡Hijo de Abu Ajib! —le replicó airado—,
¿qué engaño es éste? Bien sabes el significado de mi promesa: la
primera bestia con su carga que entre en este portal. Toma la mula
más resistente de mis caballerizas, cárgala con los objetos
preciosos de mi tesoro, y es tuya; pero no intentes llevarte a esa
cautiva, delicia de mi corazón.
—¿Para qué quiero las riquezas? —le contestó
el astrólogo con menosprecio— ¿no tengo el Libro de la Sabiduría
del sabio Salomón, y por medio de él puedo disponer de los secretos
tesoros de la tierra? La princesa me pertenece por derecho; la
palabra real está empeñada, y yo reclamo la joven como cosa mía.
La princesa observaba desdeñosamente desde el
palafrén, sonriéndose al ver la disputa de aquellos dos vejetes
sobre la posesión de su juventud y hermosura. La cólera del monarca
pudo más que su discreción, y le dijo:
—¡Miserable hijo del desierto! Tú serás sabio
en todas las artes, pero es menester que me reconozcas por tu señor,
y no pretendas jugar con tu rey.
—¡Mi señor!... ¡Mi señor!... —añadió
sarcásticamente el astrólogo—. ¡El monarca de un montecillo de
tierra pretende dictar leyes al que posee los secretos de Salomón!
Pásalo bien, Aben-Habuz; gobierna tus estadillos y disfruta en ese
paraíso de locos, que yo, entretanto, me reiré a costa tuya en mi
filosófico retiro.
Esto diciendo, cogió la brida del palafrén, y,
golpeando la tierra con su báculo, se hundió con la hermosa
princesa en el centro de la barbacana. Cerróse enseguida la tierra,
no quedando huella de la abertura por donde habían desaparecido.
Aben-Habuz quedó mudo de asombro durante un gran
rato; pero, desaturdiéndose después, ordenó que cavasen mil
trabajadores con picos y azadones en el sitio por donde había
desaparecido el astrólogo; pero por más que pretendían cavar todo
era inútil, el seno de la montaña se resistía a sus esfuerzos, y
cuando profundizaban un poco, la tierra se cerraba de nuevo. En vano
también buscó la entrada de la cueva que conducía al palacio
subterráneo del astrólogo, al pie de la colina, pues nada se
encontró. Donde antes había una caverna no se veía ya sino la
sólida superficie de una dura roca; al desaparecer Ibrahim Eben Abu
Ajib concluyó la virtud de su talismán: el jinete de bronce quedó
fijo con la cara vuelta a la colina y señalando con su lanza el
sitio por donde el astrólogo desapareció, como si se ocultase allí
algún mortal enemigo de Aben-Habuz.
De vez en cuando se oía débilmente el sonido de
un instrumento y los acentos de una voz femenina en el interior de la
montaña. Cierto día trajo noticia al rey un campesino de que en la
noche anterior había encontrado un agujero en la roca, por el cual
se metió hasta llegar a un salón subterráneo, donde vio al
astrólogo recostado en un espléndido diván, dormitando a los
acordes de la lira argentina de la princesa, que parecía ejercer
mágico influjo sobre sus sentidos.
Aben-Hábuz buscó el agujero de la roca, pero ya
se había cerrado. Intentó por segunda vez desenterrar a su rival,
pero todo fue inútil, pues el encantamiento de la mano y la llave
era poderosísimo para que los hombres pudiesen contrarrestarlo. En
cuanto a la cumbre de la montaña, permaneció en adelante yermo y
escabroso el sitio que debió ocupar el palacio y el jardín, y el
prometido paraíso quedó oculto a la mirada de los mortales por arte
mágica, o fue una fábula del astrólogo. La gente opta crédulamente
por esto último, y unos lo llaman "la locura del rey", y
otros "el paraíso de los locos".
Para colmo de las desdichas de Aben-Habuz, los
enemigos circunvecinos a quienes había provocado y escarnecido a su
gusto mientras poseyó el secreto del mágico talismán, al saber que
ya no estaba protegido por ninguna influencia mágica, invadieron su
territorio por todas partes, y el resto de su vida lo pasó el
malaventurado monarca atormentado por alborotos y disturbios.
En fin: Aben-Habuz murió, y lo enterraron ha ya
luengos siglos. La Alhambra se construyó después sobre esta célebre
colina, realizándose en gran parte los portentos fabulosos del
jardín del Irán. La encantada barbacana existe todavía protegida,
sin duda, por la mágica mano y por la llave, formando actualmente la
Puerta de la Justicia, que constituye la entrada principal de la
fortaleza. Bajo esta puerta —según se dice— permanece todavía
el viejo astrólogo en su salón subterráneo, dormitando en su
diván, arrullado por los acordes de la lira de plata de la
encantadora princesa.
Los centinelas inválidos que hacen la guardia en
la puerta suelen oír en las noches de verano el eco de una música,
e influidos por su soporífico poder, se quedan dormidos
tranquilamente en sus puestos; y es más: se hace en aquel sitio tan
fuertemente irresistible el sueño, que aun aquellos que vigilan de
día se quedan dulcemente dormidos en los bancos, siendo, en suma,
aquel sitio la fortaleza militar de toda la cristiandad en que más
se duerme. Todo lo cual —según cuentan las antiguas leyendas—
seguirá ocurriendo de siglo en siglo, y la princesa continuará
cautiva en poder del astrólogo, y éste, asimismo, permanecerá en
su sueño mágico hasta el día del juicio final, a menos que la
histórica mano empuñe la llave y deshaga el encantamiento de esta
colina.
↬ Washington Irving fue entre 1826 y 1829 agregado de la embajada de su país en España. Fruto de esta experiencia fueron algunas obras de tema español, como una biografía sobre Cristóbal Colón, y los populares Cuentos de la Alhambra, narraciones de historias tradicionales españolas, de una imaginación encantadora. Hay en ellas un deseo de escapar de la monótona realidad del presente para vivir las tristemente desaparecidas glorias del pasado.Narrado en primera persona por el propio autor, Cuentos de la Alhambra nos cuenta cómo inicia un viaje por tierras andaluzas que le llevará a Granada. Allí se instala y conoce a varios personajes que le irán relatando los cuentos y leyendas en torno a la Alhambra y a su pasado hispanomusulmán. El libro avanza además por el presente (1829), correspondiente a la realidad que vive el autor. Esto le permite mostrar un rico cuadro de la Granada de la época, de sus calles, sus gentes, sus costumbres, etc.
0 comments:
Publicar un comentario