LA HABITACIÓN DE Washington Irving
Al alojarme en la Alhambra me arreglaron una serie
de habitaciones de arquitectura moderna, destinadas para residencia
del gobernador. Estaban enfrente del palacio mirando hacia la
explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros varios
aposentos —parte moriscos, parte modernos— que ocupaban la tía
Antonia y su familia, y terminaban en el salón grande antes
mencionado, que servía a la buena de la anciana de gabinete de
descanso, cocina y sala de recibo. Por estos sombríos departamentos
se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando un estrecho
corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la
cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero
sorprendido al salir a la brillante antecámara del Salón de
Embajadores, con la fuente del Patio de la Alberca, que se destaca en
primer término.
No estaba muy satisfecho con verme instalado en
una habitación moderna, contigua al palacio, y deseé trasladarme al
interior del edificio. Paseábame cierto día por los moriscos
salones, cuando encontré junto a una apartada galería una puerta
que no había notado anteriormente y que comunicaba —al parecer—
con algún extenso departamento reservado. Aquí, pues, había
misterio; era, sin duda, el sitio encantado de la fortaleza. Me
procuré la llave, no sin gran dificultad; la puerta conducía a unas
habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque edificadas
sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos
soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones,
tenían macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica
y hábilmente talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las
paredes habían estado, sin duda, en otros tiempos, tapizadas de
damasco, pero ahora se encontraban desnudas y garabateadas con las
firmas de los turistas noveles, sin nombre ni importancia; las
ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire y la
lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de
los naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de
estos departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen
también al jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay
canastillos de frutas y guirnaldas de flores, pintadas por no
imperita mano, y en un estado regular de conservación. Las paredes
estuvieron antes pintadas al fresco, al estilo italiano; pero las
pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas, como en
las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones
termina en una galería con balaustradas que seguía en ángulos
rectos los lados del jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta
esta habitacioncita en su decorado, y tiene tal carácter de rareza y
soledad por su situación junto a este oculto jardincito, que tuve
curiosidad por conocer su historia. Después de varias preguntas,
supe que era un departamento decorado por artistas italianos a
principios del siglo pasado, en la época de Felipe V y la hermosa
Isabel de Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó
a la reina y damas de su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue
su dormitorio; la estrecha escalera que conduce a él —ahora
tapiada— daba al delicioso pabellón, antes mirador de las sultanas
moras, y posteriormente decorado para peinador de la bella Isabel,
por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El
dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama
del Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la
fuente de alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó
mis pensamientos a los tiempos antiguos del reinado de la hermosura:
a los días de las sultanas y odaliscas.
"¡Qué bello es este jardín —dice una
inscripción árabe— donde las flores de la tierra rivalizan con
las estrellas del cielo! ¿Qué podrá compararse con la taza de la
fuente de alabastro llena de agua cristalina? ¡Nada más que la luna
en su apogeo, en medio del firmamento sin nubes!"
Siglos han pasado y, sin embargo, resta mucho
todavía de esta incomparable aunque frágil belleza. El Jardín de
Lindaraja hállase aún engalanado de flores y luce la fuente todavía
su espejo cristalino. Es verdad que el alabastro ha perdido su
blancura, y que el tazón inferior, cubierto de hierbas, se ha
convertido en nido de lagartos; pero aun este mísero estado aumenta
el interés de semejante sitio, pregonando la inestabilidad, el
inevitable fin de las obras humanas. También la desolación de los
regios aposentos; residencia en otros días de la altiva y espléndida
Isabel, ofrecían mayor encanto ante mis ojos que si los hubiera
visto en su posterior suntuosidad, brillando con la pompa de la
Corte. Determiné, pues, fijar mis reales en este departamento.
Mi determinación causó gran sorpresa a la
familia, que no podía imaginar ningún aliciente racional para haber
elegido un sitio tan apartado, solitario y abandonado. La buena de
doña Antonia creyó esto altamente peligroso.
—La vecindad —decía —está infestada de
perdidos; las cuevas de los cercanos montes son nidos de gitanos; el
palacio está ruinoso y es de fácil escalo por muchas partes. Por
otro lado, el rumor de un extranjero alojado solo, en un sitio
semejante, lejos de la defensa de los restantes individuos de la
casa, podría despertar la codicia de algunos de los mismos entrantes
y salientes, sobre todo durante la noche, porque a los extranjeros se
les supone siempre bien provistos de dinero.
Dolores, por su parte, me hizo pensar en la
espantosa soledad del palacio a tales horas, sin más que murciélagos
y mochuelos revoloteando alrededor de él, diciéndome, además, que
había una zorra y un gato garduño que andaban por las bóvedas y
merodeaban durante la noche.
No quise, a pesar de todo, desistir de mi
propósito, por lo cual llamé a un carpintero y al siempre servicial
Mateo Jiménez, los que me pusieron las puertas y ventanas en un
estado regular de seguridad. A pesar de todas estas precauciones,
confieso que la primera noche que pasé en estos alojamientos fue
inexplicablemente triste. Acompañóme hasta mi cuarto toda la
familia; y cuando se despidieron de mí, volviéndose por las
extensas antecámaras y resonantes galerías, me acordé de aquellas
mágicas historias en que el héroe es abandonado para llevar a cabo
la aventura de algún castillo encantado.
Hasta los recuerdos de la hermosa Isabel y las
bellezas de su corte, que en otros tiempos adornaron aquellas
estancias, les añadían entonces, por una aberración tal vez del
gusto, cierto bello tinte melancólico. Éste fue el teatro de su
transitoria alegría y hermosura, y allí estaban las huellas de su
elegancia y regocijo. ¿Que ha sido de ellos y dónde están? ¡Polvo
y cenizas!... ¡Habitantes de las tumbas!... ¡Fantasmas del
recuerdo!...
Un vago e indescriptible terror se apoderó de mí,
tal vez infundido por la conversación nocturna de los ladrones, aun
comprendiendo que todo era vana ilusión y absurdo. Es decir, que
sentí revivir en mi imaginación las olvidadas impresiones
terroríficas de la nodriza; con tal poder arraigan en ella. Todas
las cosas, los objetos todos, tomaban el ser y forma que les daba mi
quimérica fantasía: el rumor del siniestro gemido: los árboles que
veía en el Jardín de Lindaraja me presentaban un aspecto
amenazador, y la espesura, confusas y horribles formas. Me apresuré
a cerrar la ventana de mi alcoba, pero en todas partes veía las
imágenes fantásticas: un murciélago se metió dentro de mi
aposento y vertiginosamente revoloteaba alrededor mío y en torno de
mi lámpara, en tanto que los grotescos mascarones tallados en el
artesonado de cedro parecía que me miraban mofándose de mí.
Levantándome pues, y casi sonriéndome por esta
flaqueza momentánea, resolví arrostrar el peligro, y, lámpara en
mano, salí a hacer un reconocimiento por el antiguo palacio. Pero, a
pesar de todo el poder y esfuerzos de mi razón, la empresa parecíame
arriesgada. Los resplandores de mi lámpara no se extendían más que
a una limitada distancia a mi alrededor, andaba como en una aureola
de luz, y fuera de ella todo era oscuridad. Los embovedados
corredores parecían cavernas, y las bóvedas de los salones se
perdían en las tinieblas: ¿qué invisible enemigo me estaría
acechando por un lado o por otro? Mi propia sombra, dibujándose en
las paredes de alrededor, y el eco de mis pisadas mismas me hacían
temblar de miedo.
En este estado de excitación, y conforme iba
atravesando el Salón de Embajadores, oí rumores verdaderos que no
eran ya imaginaria ilusión mía. Sordos quejidos y confusas
articulaciones parecían salir como de debajo de mis pies. Me paré y
escuché. Entonces me figuré que resonaban por fuera de la torre.
Unas veces semejaban aullidos de un animal; otras, gritos ahogados
mezclados con sofocados ruidos. El mágico efecto de estos gemidos a
tal hora y en sitio tan extraño destruyeron todo deseo de seguir mi
solitario paseo. Volví a mi cuarto con más prisa de la que había
salido, y respiré con más libertad cuando me vi dentro de sus
paredes, cerrando la puerta detrás de mí. Cuando desperté por la
mañana y percibí los resplandores del sol en mi ventana e iluminado
todo el edificio con sus alegres y vívidos rayos, empecé a recordar
las sombras e ilusiones conjuradas en la oscuridad de la pasada
noche, y me parecía imposible que aquellos objetos que me rodeaban y
que entonces veía en su sencilla realidad pudieran haber estado
velados con tan imaginarios horrores.
Sin embargo los lastimeros quejidos y sollozos que había oído no fueron fantásticos, pues pronto tuve de ellos explicación con el relato que me hizo mi ayuda de cámara Dolores. Eran los gritos de un pobre maniático, hermano de su tía, que padecía de violentos paroxismos, durante los cuales lo encerraban en un cuarto abovedado que se hallaba debajo del Salón de Embajadores.
Ya he descrito mi departamento cuando tomé
posesión de él por primera vez, pero unas cuantas noches más
produjeron un cambio total en el sitio de mis sueños. La luna, que
había estado invisible hasta entonces, fue apareciendo poco a poco
por la noche y después brillaba con todo su esplendor sobre las
torres, derramando torrentes de suave luz en los patios y salones. El
jardín de debajo de mi ventana se iluminó dulcemente; los naranjos
y limoneros se bañaron del color de la plata, y la fuente reflejó
en sus aguas los pálidos rayos de la luna, haciéndose casi
perceptible el carmín de la rosa.
Pasábame largas horas en mi ventana aspirando los
aromas del jardín y meditando en la adversa fortuna de todos
aquellos cuya historia está débilmente retratada en los elegantes
testimonios que me rodeaban. Algunas veces me salía a medianoche,
cuando todo estaba en silencio, y me paseaba por todo el edificio.
¿Quién se figurará tal como es una noche al resplandor de la luna
en este clima y en este sitio? La temperatura de una noche de verano
en Andalucía es enteramente etérea. Parecíame elevado a una
atmósfera más pura; se siente tal serenidad de corazón, tal
ligereza de espíritu y tal agilidad de cuerpo, que la existencia es
un puro goce. Además, el efecto del resplandor de la luna en la
Alhambra tiene cierto mágico encantamiento. Todas las injurias del
tiempo, todas las tintas apagadas y todas las manchas de las aguas
desaparecen por completo; el mármol recobra su primitiva blancura;
las largas filas de columnas brillan a la luz del astro de la noche;
los salones se bañan de una suave claridad, y todo el edificio
semeja un encantado palacio de los cuentos árabes.
En una de estas noches subí al pabelloncito
denominado el Tocador de la Reina para gozar del extenso y variado
panorama. A la derecha veía los nevados picos de la Sierra Nevada,
que brillaban como plateadas nubes sobre el oscuro firmamento,
percibiéndose, delicadamente delineado, el perfil de la montaña.
¡Qué delicia tan inefable sentía apoyado sobre aquel murallón del
Tocador, contemplando abajo la hermosa Granada, extendida como un
plano bajo mis pies, sumida en profundo reposo y viendo el efecto que
hacían a la blanca luz de la luna sus blancos palacios y conventos!
Ya oía el ruido de castañuelas de los que
bailaban y se esparcía en la alameda; otras veces llegaban hasta mí
los débiles acordes de una guitarra y la voz de algún trovador que
cantaba en solitaria calle, y me figuraba que era un gentil caballero
que daba una serenata bajo la reja de su dama; bizarra costumbre de
los tiempos antiguos, ahora desgraciadamente en desuso, excepto en
las remotas ciudades y aldeas de la poética España. Con tales
escenas me entretenía largas horas vagando por los patios o asomado
a los balcones de la fortaleza, y gozando esa mezcla de ensueños y
sensaciones que enervan la existencia en los países del Mediodía,
sorprendiéndome muchas veces la alborada de la mañana antes de
haberme retirado a mi lecho, plácidamente adormecido con el susurro
del agua de la fuente de Lindaraja.
➥ Washington Irving fue entre 1826 y 1829 agregado de la embajada de su país en España. Fruto de esta experiencia fueron algunas obras de tema español, como una biografía sobre Cristóbal Colón, y los populares Cuentos de la Alhambra, narraciones de historias tradicionales españolas, de una imaginación encantadora. Hay en ellas un deseo de escapar de la monótona realidad del presente para vivir las tristemente desaparecidas glorias del pasado.Narrado en primera persona por el propio autor, Cuentos de la Alhambra nos cuenta cómo inicia un viaje por tierras andaluzas que le llevará a Granada. Allí se instala y conoce a varios personajes que le irán relatando los cuentos y leyendas en torno a la Alhambra y a su pasado hispanomusulmán. El libro avanza además por el presente (1829), correspondiente a la realidad que vive el autor. Esto le permite mostrar un rico cuadro de la Granada de la época, de sus calles, sus gentes, sus costumbres, etc.
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